Carlos Perola Chandomí
*O la marcha que quieren denigrar y otros quieren cooptar.
Para quien conoce el manual —el real, el que no aparece en decretos ni códigos— lo del Zócalo fue cualquier cosa menos espontáneo. No fue azar, ni “caos juvenil”, ni saturación natural de una marcha masiva.
Lo que se ejecutó, como bien lo advirtieron testimonios presenciales como el de Alberto Capella, fue una operación de disuasión psicológica y control territorial diseñada milimétricamente:
PRIMERO. focos de violencia colocados justo en el punto de ingreso para romper el flujo; SEGUNDO accesos reducidos a embudos para fragmentar a los contingentes; TERCERO cohetones usados como arma acústica para simular letalidad; CUARTO antimotines expuestos durante horas para generar tensión ambiental; y QUINTO una arquitectura de vallas que, lejos de proteger los bienes de la nacion, neutralizaba la posibilidad de concentración.
A nivel táctico, se trató de una intervención de contención encubierta con un objetivo claro: impedir que la masa ciudadana se materializara en la imagen más temida por cualquier poder —un Zócalo lleno.
La marcha fue genuinamente ciudadana.
El desorden, diseñado.
El mensaje, calculado.
Y la narrativa final, operada para convertir un acto de participación cívica en un cuadro de desconcierto fabricado.
Este modelo tiene un nombre: comportamiento pasivo-agresivo, una forma de agredir disfrazando la intención.
En política, eso se llama autocracia pasiva: el arte de reprimir sin declararlo, de controlar sin admitirlo, de apropiarse del espacio público sin decirlo.
Y sí, habrá quienes juren que nada de esto pasó, que todo es exageración, que la interpretación “no tiene legitimidad”, que es invento, que es paranoia. Es el guion predecible. Pero lo único que quedó realmente claro ayer —clarísimo, incluso para quienes no quieren verlo— es que para Morena el Zócalo no es la plaza pública del país: es su propiedad simbólica, un territorio que cuidan como cuidan el poder, no como cuidan a la gente.
La discusión no es si ocurrió o no: la discusión es por qué el Gobierno actúa como dueño del espacio donde el pueblo se supone que debe expresarse. Y eso, por más que les incomode, quedó a la vista de todos.
En la Ciudad de México, volvió a pasar eso que a los poderosos les espanta: el temblor que nace del suelo.
No de los partidos, no de las cúpulas, no de los iluminados de siempre.
Del suelo. De la gente. De los muchachos.
Y entonces los despachos, los comentaristas, los opinadores de siempre —los que creen que entienden al país porque lo ven desde un puente elevado— escribieron muy rápido su sentencia:
“La marcha fue cooptada.”
“La juventud no sabe.”
“Los usó la derecha.”
Es curioso. Nadie se siente más dueño de la juventud que los que ya la perdieron.
Porque la generación que marchó no nació viendo televisión abierta a las 8 de la noche, sino pantallas rotas en un país roto.
No crecieron entre certezas, sino entre simulaciones.
No les enseñaron civismo, les enseñaron a sobrevivir.
Y aun así —o por eso— salieron.
No marcharon por nostalgia, ni por ideología reciclada.
Marcharon porque algo en su pecho les dijo que el país se está torciendo.
Que jueces, amparos, leyes y contrapesos no son lujos de académicos, sino los últimos paraguas antes de que empiece el diluvio del poder absoluto.
Decir que “la derecha los cooptó” es tan simple como decir que llueve porque las nubes quieren llorar.
Es la explicación de los que no tienen explicación.
Es la coartada de quien teme porque ya no controla el relato.
La verdad es otra:
a la generación Z no la controla nadie.
No son hijos del PAN ni ahijados del PRI.
Ni siquiera le deben fidelidad a Morena, que también los decepcionó con su revolución a medias, con su sinceridad selectiva, con sus pulsos autoritarios disfrazados de pueblo.
La Gen Z nació sin templo político. Por eso no se arrodilla ante ninguno.
Quienes comparan la marcha con #YoSoy132 hablan desde la memoria gastada.
Aquello fue un grito que buscaba cámara;
esto es un grito que busca aire.
Aquello quería ser escuchado;
esto quiere que no nos apaguen.
Porque lo que duele hoy no es Peña Nieto ni Televisa, sino algo más profundo:
la sensación de que la Constitución está siendo desmontada pieza por pieza mientras todos miran hacia otro lado.
Que el juicio de amparo —esa vieja lámpara de aceite del ciudadano— ahora la quieren dejar sin pavilo.
Que el gobierno se ofende cuando lo cuestionan… y la oposición cuando no le creen.
Y en medio de ese teatro, marcharon.
Sin permiso.
Sin ficha.
Sin partido.
Los poderes —todos— se inquietan cuando un país respira por su propia cuenta.
No soportan ver a una juventud sin dueño.
Los viejos partidos quisieron colarse en la foto.
El gobierno, en cambio, buscó desacreditarlos.
Pero ni unos ni otros entendieron el mensaje:
la marcha no fue un coro a favor de nadie.
Fue un portazo en la cara de todos.
Morena pierde cuando cree que criticarla es odiarla.
La oposición pierde cuando cree que marchar contra el gobierno es marchar por ellos.
Y México pierde si seguimos creyendo que el país es un ring donde sólo caben dos luchadores cansados.
La Gen Z lo entiende mejor que nadie:
nadie les va a heredar país, así que lo están reclamando.
No fue la derecha.
No fue la izquierda.
Fue el cansancio.
Fue el hartazgo.
Fue la sospecha —cada vez menos sospecha y más certeza— de que están jugando con los hilos del país sin preguntar a quién pertenece el telar.
marcharon los que no tienen partido porque no confían en ninguno.
Los que no cargan con el pasado, pero son los que van a pagar el futuro.
Los que no saben aún cómo se llama lo que quieren, pero sí cómo se siente lo que ya no toleran.
Ayer caminó una generación que no quiere el país que otros ya pactaron sin ellos.
Y eso, para quienes viven del control, es más peligroso que cualquier oposición.