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La fábrica mexicana de la desigualdad y su necesaria reforma de segunda generación

La fábrica mexicana de la desigualdad y su necesaria reforma de segunda generación
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Carlos Perola Burguete

El análisis del informe ¿Derechos o privilegios? sobre ingresos, gastos y distribución de recursos económicos en la sociedad mexicana, realizado por Oxfam México y el Instituto de Estudios sobre la Desigualdad económica INDESIG, me recordó al de una mañana de este año 2025, en que el INEGI anunció con bombo y platillos; México amaneció con buenas noticias y declaró. La pobreza en México, bajó. Pocos, nos apresuramos a mostrarles y demostrarles que en Chiapas fue todo lo contrario. 

Nadie en el gobierno nacional y menos local respondió, los centros educativos de medio pelo y universidades viejas y nuevas, se guardaron y siguen escondiéndolo en el silencio, para no explicar a sus alumnos, esa materia que no enseñan, sobre las condiciones laborales que les espera una ves terminada sus estudios, en un estado que no crece institucionalmente, ni genera condiciones laborales, después de un sexenio inerte o limitado en las búsquedas y gestiones de iniciativas gubernamentales y empresariales que detonen el desarrollo productivo, o cuando menos, la generación de condiciones laborales fuera del presupuesto gubernamental. Nada les dicen a las y los estudiantes de ese futuro laboral que les espera. 

Recuerdo que ese día el INEGI mostraba gráficas oficiales nacionales, que dibujaban curvas que ascienden, flechas verdes apuntando al cielo, en medio de estallidos optimismo nacionales. Pero debajo de esa superficie —debajo de los discursos, debajo de los anuncios gubernamentales, debajo incluso de la esperanza legítima de millones— late otra historia: la del país que mejora sin cambiar, que avanza sin moverse, que celebra sin transformar la estructura que lo mantiene fracturado.

Sin embargo, la historia de una nación donde la desigualdad, de acuerdo al informe  ¿Derechos o privilegios? no son un mero accidente ni un defecto técnico: es, en cambio, sí, una forma de organización. En el informe reciente elaborado por Oxfam y el INDESIG, lo van a encontrar, con la frialdad implacable de los números. Señalan puntualmente que el 1% más rico de México concentra más de un tercio del ingreso nacional y gana 442 veces más que el 10% más pobre. Lo anterior no es sólo una cifra, es una frontera. Es un país dentro de otro país. Una república microscópica incrustada dentro de otra gigantesca.

De los datos, uno desprende, de que no importa cuánto mejoren los salarios mínimos, ni cuánto aumente el ingreso de los hogares más pobres: la cima permanece intacta. El decil inferior y el 1% crecieron exactamente al mismo ritmo, 29%, como si la desigualdad fuera un algoritmo escrito en piedra. Como si nada —ni la política social, ni la voluntad democrática, ni la urgencia moral— pudiera alterar el orden heredado.

Aunque no lo dicen textualmente, sus narrativas en el informe, pintan a un Estado mexicano administrando la pobreza, como quien administra un incendio: sin apagarlo, y solo impidiendo que se salga de control. Ubican a los programas sociales, lejos de funcionar como una palanca redistributiva, terminan beneficiando más a quienes menos los necesitaban. 

Es asi como la vida cotidiana del país siguió sostenida por una privatización silenciosa: la gente paga salud, paga educación, paga transporte, paga cuidados; paga, en suma, lo que el Estado ha decidido no financiar. Es Asi, como el acceso a los derechos depende del ingreso familiar, no de la pertenencia a una comunidad política, aunque los discursos oficiales hablan de inclusión y participación en la toma de decisiones, que terminan siendo sólo votos para sus candidaturas. 

En ese escenario, la desigualdad no solo se reproduce: se hereda. Se pasa de generación en generación como un gesto involuntario. Es cuando para el Estado, las grandes fortunas nunca entran en debate, las rentas del capital casi no pagan impuestos, las herencias atraviesan el sistema sin dejar rastro. Se pasa a proteger mejor el patrimonio, que la vida. Y esa protección no es retórica: está escrita en leyes, reglamentos, exenciones fiscales, mecanismos de elusión, silencios institucionales.

De esa realidad, se desprende el urgente debate, no de si el Estado mexicano debe gravar más o menos: sino a quién debe gravar. Porque hoy, de ese informe se desprende el hecho de que el país recae sobre los hombros equivocados. Quien más tiene aporta menos, y quien menos tiene financia, en soledad, lo que debería ser común.

En una entrevista en un medio nacional a  los autores del informe, lo dicen con claridad: sin una reforma fiscal progresiva, ninguna política social será suficiente. El Estado mexicano necesita gravar el capital —no el consumo—; la riqueza —no el trabajo—; las herencias extraordinarias —no los esfuerzos cotidianos—. Necesita desmontar los regímenes que protegen a quienes viven de los rendimientos, no del salario. Necesita un sistema fiscal capaz de financiar derechos universales, no de empujar o generar condiciones para que las familias tengan que comprarlos en el mercado.

Esto no es un gesto ideológico. Es una decisión civilizatoria. Veamos cómo los países que han logrado reducir su desigualdad. Lo han hecho con herramientas fiscales, con Estados fuertes, con sociedades dispuestas a aceptar que el bien común se construye colectivamente. Ninguno lo ha logrado delegando la justicia social a discursos o dádivas.

Al mirarse en un espejo, las y los mexicanos tendrán que preguntarse qué tan lejos se quiere llegar. Puede seguir administrándose la pobreza y celebrando pequeñas victorias en el margen, o puede enfrentar, de una vez por todas, a los verdaderos ganadores del sistema. Puede seguir protegiendo fortunas o puede proteger derechos. Ambas cosas a la vez no se puede.

Porque lo que está en juego no es solo la distribución del dinero. Es la distribución de la dignidad. Y un país que no se atreve a tocar la cúspide del poder económico se resigna a vivir partido en dos: uno que flota y otro que se hunde.

El Estado mexicano tiene que decidir si quiere seguir siendo una máquina que fabrica desigualdad o si, por fin, quiere convertirse en una comunidad que distribuye posibilidades. La respuesta, al final, no vendrá de los números. Vendrá del coraje político.

México no reducirá la desigualdad mientras no implemente reformas de segunda generación, y toque los intereses del 1% mencionado. Sin reforma fiscal progresiva y sin reconstrucción de servicios públicos, seguirá administrando la miseria y protegiendo el privilegio.

La conclusión es inequívoca: la reducción de la pobreza no es suficiente si la estructura que concentra ingresos permanece intacta. El análisis conjunto de ingresos, gastos y políticas públicas muestra que México necesita dar un salto cualitativo: fortalecer salarios, reconstruir servicios públicos y construir una política fiscal progresiva capaz de redistribuir verdadera igualdad. Sin estos cambios, el país seguirá avanzando en lo superficial y retrocediendo en lo esencial: el derecho de todas y todos a una vida digna, no condicionada por el nivel de ingresos.

La fuente de análisis y de los argumentos aqui expuestos, lo podrá usted leer detalladamente, en el informe ¿Derechos o privilegios? Una mirada a la ENIGH 2024 desde las desigualdades. Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares. Publicado por el Instituto de Estudios sobre la Desigualdad. (Indesig) y Oxfam México, el mes de agosto de 2025, en este vínculo. https://oxfam.mx/wp-content/uploads/DerechosOPrivilegios_ENIGH2024.pdf

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