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Una mirada al pasado / Sarcasmo y café

Una mirada al pasado / Sarcasmo y café
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Corina Gutiérrez Wood

LA REINA QUE ENCENDIÓ LAS VELAS Y A LOS HEREJES

Ah, María I de Inglaterra. Esa entrañable dama que decidió que, si no podía conquistar corazones, al menos podía quemar almas. No por nada la historia le regaló el cariñoso apodo de “Bloody Mary”, aunque uno sospecha que no era precisamente por su afición a los cócteles con jugo de tomate. De hecho, si alguna bebida la representara, sería un shot de vinagre bendecido con lágrimas de protestante.

Nacida en 1516, hija del multimatrimonial Enrique VIII y de la piadosa Catalina de Aragón, María creció como princesa de cuento hasta que su padre decidió que los cuentos con final feliz no eran lo suyo. Enrique se encaprichó con Ana Bolena, de ella ya platicamos anteriormente, ¿Recuerdan? y, de paso, con la idea de romper con Roma. Así fue como el amor conyugal se transformó en reforma religiosa, y María pasó de ser la legítima heredera a “la hija bastarda del error papal”. Su infancia fue básicamente un tutorial de cómo desarrollar traumas monárquicos.

Cuando finalmente subió al trono en 1553, tras una breve telenovela monárquica en la que su prima Lady Jane Grey jugó el papel de “reina de nueve días”, María entró a Westminster con una misión divina, reinstalar el catolicismo a golpe de hoguera. Si el país se había alejado de Dios, ella pensó, bastaba con encender un par de docenas de personas para que el mensaje llegara claro y si, llegó clarísimo, y olía a carbón humano.

Durante su reinado, María transformó la política religiosa en un espectáculo pirotécnico. Más de 280 protestantes fueron ejecutados por herejía, muchos de ellos en la plaza pública, porque nada une más a un reino dividido que una buena barbacoa de disidentes. Los cronistas protestantes la apodaron Bloody Mary, pero incluso sus defensores católicos reconocían que tenía una pequeña tendencia a resolver diferencias doctrinales con fósforos.

No se puede negar su convicción María realmente creía que estaba salvando almas. Su problema fue el método. En vez de convencer, prefería cocinar. Su lema podría haber sido “el fuego purifica”, aunque los carbonizados del siglo XVI probablemente no estuvieran de acuerdo.

Y, sin embargo, no todo fue humo y azufre. También hubo romance, al menos en teoría. En 1554, María se casó con Felipe II de España, aquel príncipe serio y taciturno que veía la alegría como un defecto moral. La unión fue presentada como el matrimonio perfecto, dos poderosas monarquías católicas, unidas por la fe, el deber y un contrato prenupcial de 400 páginas. Pero desde el principio se notaba que ahí no había chispa (bueno, no de ese tipo). Felipe aceptó la boda como quien acepta una misión diplomática con resignación y calendario de salida.

Los súbditos ingleses no estaban encantados con la idea de tener un rey español, y los rumores volaban más rápido que las palomas del Vaticano. Decían que Felipe planeaba convertir Inglaterra en una sucursal de Castilla, llenar la corte de inquisidores y reemplazar el té por sangría. No pasó nada de eso, pero la paranoia nacional se instaló igual. Al final, el matrimonio fue una tragedia de protocolo María enamorada hasta la médula, Felipe contando los días para volver a casa.

El pobre hombre pasó más tiempo mirando mapas que mirándola a ella. Cuando finalmente regresó a España, la reina se quedó esperándolo como adolescente con el corazón roto y el rosario en la mano. Pero claro, el amor no fue lo único que no llegó. María también soñaba con tener un heredero, y ahí empezó su otro calvario.

Los historiadores dicen que tuvo al menos dos embarazos psicológicos. El primero fue tan convincente que hasta las comadronas prepararon los pañales reales. Pero el bebé nunca llegó. En cambio, llegaron rumores, burlas y la sospecha de que Dios, ese mismo al que ella tanto servía, tenía un sentido del humor bastante cruel. María lo interpretó como una prueba divina; los demás lo vieron como una señal de que el cielo ya no tomaba sus llamadas.

Mientras tanto, el país se hundía en la confusión. Las hogueras no habían traído paz ni fe, solo miedo y humo. Inglaterra, esa isla testaruda, se estaba cansando de las llamas. Y cuando Felipe se marchó definitivamente, llevándose su indiferencia y la poca estabilidad internacional que había, María quedó sola, rodeada de cortesanos que rezaban más por su salud que por su alma.

En 1558, con apenas 42 años, la reina murió enferma, agotada y, según los cronistas, convencida de que su mayor pecado había sido no poder devolver Inglaterra al redil de Roma. En su tumba, el epitafio no decía nada de hogueras, ni de amor, ni de errores, solo su nombre y su linaje, como si la historia quisiera correr un velo de silencio sobre tanto drama. Pero claro, los cronistas protestantes se aseguraron de que su legado quedara grabado en la memoria colectiva con letras de sangre y carbón.

Al final, su medio hermana Isabel tomó el trono y, con una mezcla de pragmatismo y maquillaje imperial, reconstruyó todo lo que María había incendiado. Isabel se convirtió en la reina virgen, símbolo de renacimiento, cultura y poder. María, en cambio, quedó atrapada en la historia como la reina que confundió la fe con la cerilla, el deber con el fanatismo, y el amor con una alianza internacional de conveniencia.

Pero, seamos justos, si Enrique VIII desató una tormenta por un divorcio, ¿de verdad alguien esperaba que su hija fuera la calma después del huracán? María I fue hija de un rey que decapitaba esposas y de una madre que rezaba por milagros imposibles. Era inevitable que saliera intensa. En otro siglo, quizá habría sido activista, influencer del rosario o fundadora de una hermandad piadosa llamada “Paz a Través del Fuego”. Pero en el siglo XVI, la única forma de dejar huella era literalmente quemarla en la historia.

Así que, entre condenas y cenizas, María dejó una lección que no se borra con el tiempo, si vas a defender tus creencias, mejor usa argumentos, no antorchas. Porque, aunque su intención fuera salvar almas, terminó haciendo del infierno una experiencia previa en la Tierra.

En resumen, María I quiso salvar Inglaterra y terminó convirtiéndola en un país que necesitaba más bomberos que ministros. Una reina convencida de su rectitud, devota hasta el exceso, tan apasionada por su fe que no dejó a nadie con la suya. Y, paradójicamente, su reinado sirvió para sellar el futuro protestante del país. Ironías de la historia, el fuego con el que quiso purificar la nación terminó encendiendo el entusiasmo por la Reforma.

Así que la próxima vez que levantes un Bloody Mary en un bar, brinda por ella. No porque lo merezca, sino porque cada sorbo es un recordatorio de que algunas figuras históricas son más fáciles de digerir con vodka que con incienso.

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