Uberto Santos
Joaquín se emborrachó de todo.
Cumplió a cabalidad lo escrito por Baudelaire.
Vivió en su paraíso perdido, pero vivió como solamente él quería sobrellevarse.
Lo conocí en 1982. Compartimos mesas de lectura, pero también borracheras interminables.
Oírlo era beber el mar con los oídos.
Cuando lo conocí me pareció haberlo visto en otro tiempo.
Por esos años también trabé amistad con el poeta Juan Bañuelos,
otro coloso, quien admiraba y se expresaba bien de Quincho Vásquez.
Su contundencia era de yunque: su sencillez de barro.
Él no escribió para concursos. Él escribió porque quería vaciarse….
¡resquebrajarse!
Admiró, en gran medida, las obras de Berceo, Miguel Hernández,
García Lorca, Pablo Neruda y Juan Rulfo, pero sobre todo la de César Vallejo.
Incansable lector, poseedor de un timbre de voz extraordinario.
Nunca le vi en el consumo de estupefacientes.
A pesar de insultos y agresiones verbales,
jamás le oí alzar la voz a los Incordios.
Lo frecuenté en los distintos lugares donde habitó el poeta,
Íngrimo, hundido hasta la sombra en el alcohol que le asediaba.
Joaquín, que yo haya sabido, jamás gozó del privilegio del poder,
su poderío era de luz con la que a diario sostenía su debate.
Su queja era constante por el estado de salud en que vivía.
(Sólo quien lleva el perol, sabe lo intenso de lo hirviente).
Su vida estuvo llena de infortunios:
¡De sus infiernos logró extraer la verdadera luz de la poesía!
“Vivió desangrándose, vivió atrozmente, la cabeza en llanas…
un hombre marcado por la fatalidad, por el desánimo, por la depresión“.
Toda su vida fue de muerte acalorada, de muerte desbocada,
jay!, su enloquecida muerte.
Se aferró a la vida desordenada hasta el último suspiro.
Él no partió, fue condenado a vivir y a darle vida a los sedientos.
Sentó sus bases en las piedras más sensibles del lenguaje,
y amartilló su corazón hasta volverlo una parvada.
Vivió a toda luz y a toda asta en la bandera colosal de la Poesía.
Surgió como el estruendo:
“terco atabal repercutiendo”, arpón clavándose en los vuelos,
buscándose, rastreándose: “pájaro de pronto con dos manos”,
pez terrestre, rupestre: hachazo visceral, ¡primitivísimo!
Desde la terca lentitud de las carretas, desde las vértebras impar,
desde la edad de Cristo, Quincho ha venido para ponerle música al arado,
el mar, la piedra, en fin, al Génesis bendito.
Joaquín cantó como los verdaderos dioses,
pero también vivió como Nerval “el negro sol de la melancolía”.
“Cuando escribo estas palabras, por poco se me quiebra el corazón”