José Antonio Molina Farro
“El bien, quisimos el bien… No nos faltó entereza: nos faltó humildad. Soberbia de teólogos”. Octavio Paz
No forma parte de las cuatro virtudes cardinales, enunciadas por Platón en el contexto de la tradición filosófica clásica: prudencia, fortaleza, templanza y justicia. En una versión moderna hay quienes consideran a la humildad no sólo un valor sino cimiento y fundamento de todas las virtudes. No niega el valor de una persona, tampoco la exalta de manera ilusoria. Es la antítesis de la soberbia y la arrogancia, de la simulación y la hipocresía, de ese ser que se disfraza: “máscara el rostro y máscara la sonrisa”, la hybris como desmesura del orgullo irracional; la dibuja el proverbio antiguo {Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco}.
Cuánto hace falta la humildad, virtud muy escasa en nuestros días; no significa que los demás pasen sobre nosotros; no es sumisión, dejadez o docilidad, simplemente reconoce la condición humana en su fragilidad y grandeza, miseria y dignidad, respeto al prójimo, solidaridad, reconoce fortalezas y también debilidades propias. Vuelta al poeta y su bello concepto de otredad, somos uno y diversos, “Somos lo que somos pero también lo que otros son”. “Nosotros todos que los otros somos”.
Mucho se atribuye la debacle del PRI y en su momento del PAN, no sólo a la escandalosa corrupción y la insultante impunidad sino a la prepotencia, cinismo y soberbia que acompañaron acciones y decisiones. La historia es memoria para liberarnos de ese flagelo, nos salva de la condena de repetir sus tragedias. Por desgracia hay políticos en el poder y otros en ascenso, de lento aprendizaje. Creen poseer el secreto de la historia, no aprenden del pasado, desoyen sus advertencias. Hoy estás, las caravanas te siguen, mañana eres material desechable, la política es tiempo y sitio, es circunstancia; de súbito los “amigos” y aliados se esfuman, al igual que los sueños y ambiciones. El Olimpo y el Inframundo, Zeus y Hades en la danza del rejuego político. El itinerario es sinuoso.
Cada periodo histórico, cada etapa electoral están separadas por abismos y despeñaderos impredecibles y circunstancias inesperadas. Dice Schmitt “La política es una alfombra de erupciones”. Y sí, cisnes negros en el horizonte, sucesos repentinos y el terco aguafiestas del azar que cambia el curso de los acontecimientos. “En política no hay que creer ni lo que sucedió”, me dijo un viejo político. Cuántos ejemplos recientes y remotos. Oakeshott, el Proust de la ciencia política dice, “el verdadero genio de la política es aquél que está bien empapado de las tradiciones de su país y que puede responder con agilidad a las circunstancias. La vida misma es un juego cuyo desenlace nadie conoce… no hay artimaña para que el hombre actúe con plena certeza y pueda prever como doblegar la suerte en su beneficio”.
Y como un clásico, a decir de Calvino, es un texto que nunca termina de decir lo que tiene que decir, recurro a Bobbio y su virtud más querida, la templanza que no es mansedumbre, sino ductilidad, moderación, mesura, cualidades contrarias a la soberbia. Recojo un párrafo del talentoso Silva-Herzog Márquez sobre el filósofo italiano, “El moderado no tiene una gran opinión de sí mismo, no ya porque se menosprecie, sino porque es propenso a creer más en la miseria que en la grandeza del hombre, y él es un hombre como todos los otros… El moderado es aquél que {deja ser al otro aquello que es}, incluso si el otro es el arrogante, el perverso, el prepotente… Está por completo más allá del espíritu de la rivalidad…” Pero la blandura del moderado, dice Silva-Herzog M. tiene un límite, “un hierro definitorio. Lo declara Bobbio en una confesión tardía: [detesto con toda mi alma a los fanáticos]”.
Si quieres también lo puedo dejar en formato de columna periodística o corregir errores sin modificar estilo.