Corina Gutiérrez Wood
Dicen que México es un país donde las tragedias se olvidan, pero los virales nunca mueren. Un país donde una joven puede convertirse en símbolo nacional por “plantarse” ante alguien, mientras otra perdió a su padre y pasa casi inadvertida, porque su historia no combina con un vestido de gala ni con un filtro de TikTok.
Hablo de la fortaleza femenina, esa palabra que las redes han convertido en un accesorio más. La valentía real, la que nace del dolor, no da likes.
Recientemente, las redes coronaron a su nueva heroína, una joven en un certamen de belleza que se enfrentó a una situación incómoda ante un hombre. El público aplaudió de pie. Las notas corrieron: “No se deja”, “Una mujer fuerte en el escenario”, “Ejemplo de empoderamiento femenino”. Todo muy cinematográfico, muy políticamente correcto, muy vendible.
En cuestión de horas, acumuló entrevistas, fans y un espacio asegurado en la narrativa de las mujeres que inspiran. Su historia fue compartida miles de veces con frases tipo: “Así se hace reina” o “Todas deberíamos ser como ella”.
Y sí, qué bueno que una mujer no se deje manipular. Pero, seamos honestos, su historia tiene el envoltorio perfecto para el gran filtro de likes. Es limpia, cómoda y, sobre todo, no duele. No hace que nadie se pregunte por qué en el país siguen desapareciendo mujeres, ni por qué miles de familias tienen un lugar vacío en la mesa.
La fortaleza de esta miss es de exportación brillante, lista para consumo, con una moraleja digerible. El tipo de fuerza que puedes poner en una taza motivacional sin sentirte incómodo.
Y luego está Liliana Michelle, una joven de Uruapan que, sin buscarlo, dijo una frase que debería estar escrita en los muros del Congreso, “Ya se me hizo normal”; esto, refiriéndose al miedo. La entrevistó Eva María Beristáin durante una marcha por la paz. Liliana contó, con una calma que hiela, que a su papá lo mataron a balazos por la espalda. Que fue sola a la marcha, porque a los demás ya se les hizo costumbre el miedo. No lloró, no gritó, no pidió aplausos. Solo describió cómo se sobrevive en un lugar donde la violencia es el pan de cada día.
Nadie la volvió tendencia. Ningún influencer grabó un video diciendo “yo soy Liliana”. Porque, claro, su historia no tiene filtro de esperanza ni soundtrack heroico. Representa el país que preferimos no mirar.
A las redes sociales les encantan las historias de mujeres fuertes, siempre que no incomoden. Nos fascina ver a alguien hermosa diciendo que ya no se calla, pero nos da flojera escuchar a una joven pobre contando que la violencia se volvió rutina. La historia viral encaja en el molde del empoderamiento aspiracional; la historia real, en cambio, rompe el espejo. Nos recuerda que hay fortaleza que no se maquilla, que no posa, que no cobra por conferencia.
Y tal vez por eso su testimonio no se viralizó, porque no hay patrocinadores para el dolor. Nadie quiere asociar su marca con una frase como “ya se me hizo normal”. No da clic, no inspira, solo duele.
Nos encanta decir que admiramos a las mujeres fuertes, pero lo que en realidad admiramos es la comodidad del cuento, la mujer que triunfa, no la que sobrevive. La que se defiende de un novio tóxico, no la que entierra a su padre. La que sonríe después de una ruptura, no la que marcha sola porque mataron a los suyos.
El país aplaude la valentía de las reinas, pero les da la espalda a las víctimas. Celebramos lo que luce bien e ignoramos lo que revela lo mal que estamos.
“Ya se me hizo normal” debería ser el grito de una nación que se quedó sin lágrimas. Pero preferimos ponerle glitter a la tragedia y llamarlo superación. Nos hemos vuelto expertos en anestesia social, las muertes son estadísticas, las desapariciones hashtags temporales, las marchas oportunidades para selfies con pancartas.
Y cuando aparece alguien como Liliana, que dice sin dramatismo que la violencia la rodea desde niña, la reacción es incómoda. Porque nadie sabe qué hacer con un testimonio que no se puede romantizar.
Si de verdad creyéramos en la fortaleza femenina, Liliana estaría en la portada de cada diario. No por morbo, sino por respeto. Porque no hay acto más poderoso que seguir de pie cuando la vida te ha quitado a todos los tuyos. Pero, claro, eso no vende. No se puede hacer un reto viral con eso. No hay frase bonita para ponerle música inspiradora.
En cambio, lo viral sí. Ahí está, perfecto, maquillado, con el guion listo para la nota de color. La reina del “no me dejo”. Y mientras eso recibe flores, Liliana recibe silencio. Un silencio tan grande que resuena más que cualquier discurso de empoderamiento.
Quizás algún día logremos que lo que conmueve sea más importante que lo que entretiene. Que las heroínas sin maquillaje también tengan espacio. Que las Lilianas no tengan que volverse virales para ser escuchadas.
Tal vez algún día dejemos de buscar héroes de cartón y empecemos a mirar a quienes han sobrevivido a lo inimaginable sin que nadie los nombre, sin que nadie los viralice, sin que haya likes que validen su existencia. Hasta entonces, seguiremos celebrando coronas vacías mientras el país sigue enterrando silencios que gritan más fuerte que cualquier discurso de empoderamiento.
Mientras tanto, seguiremos aplaudiendo a lo que brilla y evitando mirar la fortaleza que no luce bien en pantalla, donde lo trágico no da likes, y lo superficial da contenido.
Liliana es solo un ejemplo, una voz entre miles que no alcanzan micrófono ni portada, en un país donde la fortaleza real no gana coronas. Solo sobrevive.