Edgar Hernández Ramirez
El asesinato de Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, Michoacán, no debió haber ocurrido. Como no debieron haberse cometido decenas de homicidios más contra presidentes municipales durante las últimas tres décadas en el país.
Este tipo de violencia política es inadmisible en un sistema que se define como democrático, porque socava los principios en los que se sustenta. Pone en entredicho el Estado de derecho y lo desafía. Además, violenta la soberanía popular primigenia al desaparecer físicamente a quien fue electo por el voto de la población.
Si buscamos culpables del artero homicidio, es fácil encontrarlos; depende desde qué posición política se juzgue. Lo cierto es que la responsabilidad es de los tres niveles de gobierno: federal, estatal y municipal, porque son los que tienen el deber de cuidar la seguridad de cualquier ciudadano, incluso la de los mismos funcionarios.
En un régimen democrático, la violencia política no es solo inadmisible: es una contradicción en sí misma. Si el pueblo elige a sus autoridades mediante el voto, y el crimen organizado decide quién vive o muere, el pacto democrático queda roto. Los municipios —el nivel más próximo entre gobierno y ciudadanía— se convierten entonces en trincheras vulnerables donde los funcionarios deben gobernar entre la amenaza, la extorsión y el miedo.
Michoacán es, quizá, el laboratorio más evidente de la descomposición del poder en México. Ahí el crimen organizado no solo ejerce control armado, sino que ha penetrado las estructuras económicas, sociales y políticas del estado. En muchas comunidades, las organizaciones criminales sustituyen al Estado: imponen normas, regulan el comercio, cobran “impuestos” y administran una forma perversa de justicia. Han conquistado legitimidad, unas veces por el miedo, otras por la necesidad o la connivencia de quienes deberían enfrentarlos.
La ejecución de Manzo, en ese contexto, adquiere un significado político profundo. Se acalla una voz que representaba la resistencia de los municipios ante el dominio del crimen, pero también se envía un mensaje de fuerza: quien desafíe el orden impuesto por los cárteles puede pagar con su vida.
El Estado mexicano enfrenta así un desafío doble: contener el poder letal del narcotráfico y recuperar la confianza ciudadana. La reciente presentación del Plan Michoacán por la Paz y la Justicia será una prueba decisiva. No bastará con desplegar fuerzas federales ni con reiterar discursos sobre coordinación y estrategias integrales. Lo que está en juego no es una guerra contra el narco, sino la supervivencia de la autoridad civil frente al poder criminal.
Lo que ocurra en Michoacán en los próximos meses servirá como termómetro del Estado mexicano: o reafirma su soberanía sobre el territorio y la ley, o confirma la dolorosa sospecha de que buena parte del país vive bajo un orden paralelo. Lo que allí se defina marcará el rumbo de la nación: si las instituciones logran contener a los poderes criminales o si la violencia termina por normalizarse como forma de gobierno.