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La neta, la calle ya no traga cuentos / Perro negro y callejero

La neta, la calle ya no traga cuentos / Perro negro y callejero
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Carlos Perola Chandomí

Dedicatoria Íntima: A mi bolonauta predilecto. Lo prometido es deuda, así que ya cumplí.

Ni al país como periódico, ni sus encuestas, ni a nada…
La neta, la calle ya no traga cuento, carnal.
El taxista que antes traía la calca de Morena bien puesta, ahora nomás le sube al estéreo y te suelta a raja tabla:
“naaa, puro choro, todos son iguales”.
La doctora, la que se rifó en la pandemia, ya ni menciona la palabra “cambio”, porque dice que el cambio nomás le llegó al recibo de la luz y en la falta de medicamentos pal pueblo.
El que vende tortillas ya ni escucha las mañaneras, porque entre el gas, la masa la renta y los nuevos impuestos no hay tiempo pa’ cuentos, ni ganas pa’ enojarse.
El gasero, ese que antes gritaba “¡sí se puede!”, ahora nomás dice “¿cuándo, pues?”. Porque estos nos quedaron a deber. Resultaron peores.
Y la doña, la ama de casa que se levantaba tempranito con café en mano y la mañanera, ya ni prende la tele.
“Pa’ qué, mijo —dice—, si nomás me hacen agarrar coraje”.
En el cafe, en las plazas y en reuniones de amigos, Los que antes defendían al gobierno con uñas y dientes, que hasta se peleaban en el feisbuk por “el movimiento”, ya se bajaron del barco, porque el barco se les llenó de agua y promesas rotas.
Los que antes defendían al gobierno hasta rasgarse la camisa, hasta perder la voz en las redes, ya no están. Se han ido, uno a uno, desilusionados, cansados de esperar lo que no llegó. (en todos esos me reflejo yo).
Y no, no voy a pedir disculpas. Ni perdón por haber creído, por haber tenido esperanza, por pensar que sí podíamos tener un país más justo.
Creer no fue ingenuidad, fue necesidad. Porque cuando uno ve tanta injusticia junta, creer se vuelve un acto de supervivencia.
Creí, sí. Creí que esta vez los discursos se volverían hechos, que la justicia bajaría del templete, que las palabras “pueblo” y “dignidad” volverían a significar algo.
Creí que no todo estaba perdido, que podíamos escribir otra historia, una donde el gobierno no fuera enemigo, y el pueblo no tuviera que rogar lo que la Constitución ya le prometió.
Creí que íbamos a levantar las escuelas, que los hospitales tendrían medicinas y no excusas, que el campo volvería a oler a maíz y no a abandono, que las calles serían de la gente y no del miedo.
Y no me arrepiento. Porque la esperanza no fue un error: fue la última forma de amor verdadero que nos quedaba por este país. Un amor torpe, quizás, pero honesto. (Desde mi trinchera).
El mismo que levanta del piso al caído, el mismo que sigue sembrando aunque ya nadie crea en la cosecha.
Me aferro a esa esperanza como quien sostiene una antorcha en medio del apagón, no porque alumbre mucho, sino porque recuerda que todavía estamos vivos.
Y aunque la decepción duela. Quede claro, prefiero mil veces haber creído, haberme equivocado con el corazón lleno, que haber vivido con el alma vacía y los brazos cruzados.
No quiero volver al PRI, ni al PAN, ni a ninguno de sus disfraces. Ni quiero a todos esos que están en el congreso ni en las legislaturas que solo aprueban leyes para su protección.
Ya no quiero salvadores ni profetas. Quiero algo —un estado— que responda.
Que dé la cara, que asuma el cargo como se asume una deuda con la historia.
No pido milagros, pido memoria.
No pido discursos, pido verdad.
No pido líderes, pido justicia.
Y si eso parece mucho,
entonces el problema no es que el pueblo pida demasiado, sino que el poder da muy poco.
Porque la esperanza también se cansa, carnal… y cuando se cansa, se convierte en silencio y transmuta a voto en contra. No por venganza sino para buscar nuevos caminos para llegar a la cima.
Y en ese amor —porque sí, todavía hay amor por este país—, no creo que la gente que anda en la delincuencia quiera ser delincuente. No es defensa, ni justificación, es la simple verdad de la calle: la desesperación también tiene hambre.
Nadie nace malo. Nadie sueña de niño con empuñar un arma o vivir escondido. Pero cuando la escuela cierra sus puertas, cuando el trabajo no alcanza, cuando el sistema te enseña que el dinero vale más que la dignidad,
entonces muchos buscan refugio en la sombra. Y esa sombra —que unos llaman crimen, otros necesidad— es también el espejo del abandono del Estado.
Pero ojo: entender no es perdonar. Quienes buscaron ese refugio en el mal deben pagar el daño. Porque el dolor que causan no se borra con discursos ni con excusas. El hambre puede explicar el primer paso, pero no el camino entero. Cada crimen tiene rostro, cada víctima tiene nombre, y la justicia no puede seguir siendo selectiva.
Si el Estado quiere recuperar legitimidad, que empiece por equilibrar la balanza: que el castigo no dependa del poder, ni el perdón del tamaño del bolsillo.
Porque en este país, robar con hambre es delito, pero robar con cargo público es estrategia.
Y mientras eso no cambie, la línea entre víctima y verdugo seguirá difuminándose en esta tragicomedia donde los culpables siempre se sientan en el palco.
Por eso digo, sin vergüenza y sin miedo, que sigo creyendo. Pero mi fe ya no está en los partidos ni en los discursos, sino en la gente que trabaja, que enseña, que cura, que resiste, en los que no se doblan aunque los doblen.
Porque el cambio no vendrá de arriba —nunca ha venido de arriba—, sino del día en que el pueblo deje de pedir permiso para exigir lo que ya le pertenece: justicia.
También dignidad, que nadie otorga porque ya nació con nosotros.
El pan, que no es limosna sino fruto del trabajo.
La tierra, que no debe tener dueño sino sentido.
El tiempo, que nos han robado entre colas, trámites y promesas.
La voz, que sigue secuestrada entre discursos y noticieros.
Y la verdad, esa que los poderosos esconden detrás de cifras y pretextos.
Todo eso le pertenece al pueblo.
El derecho a no ser tratado como súbdito, a no mendigar derechos, a no aplaudir al verdugo porque cambió de partido.
Le pertenece el derecho a decidir sin miedo, a protestar sin ser criminalizado, a vivir sin pedir permiso.
Porque el pueblo no es invitado del poder: es su razón de existir.
Y cuando el poder se olvida de eso,
el pueblo no desaparece…nunca ha desaparecido. DESPIERTA.
Y quedan los otros… los que no quieren aceptar que se equivocaron. Más por vergüenza que por conocimiento, Los que todavía dicen “no, no es culpa de la presidente”,
pero se les nota en la mirada la tristeza, esa impotencia de querer gritar y no poder, de tragarse la decepción con una sonrisa forzada,como quien finge que todo va bien, pero por dentro arde y les quema las entrañas.
Y sí, en las redes parece que todo va chido: puras flores, puras porras, puras bendiciones. Pero eso es puro trol y bot, compa, puro humo pa’ tapar la vista.
Ahí inventan aplausos, borran corajes, se entregan premios entre ellos y hacen parecer que el pueblo está contento.
Mientras tanto, allá arriba, el gobierno y los del poder político viven en su mundo, en su burbuja donde “todo está bien”. Nomás se escuchan entre ellos, se aplauden entre ellos, se premian entre ellos y se defienden entre ellos y se tapan entre ellos.
y siguen en su encargo como si nada pasara. No escuchan a la calle, no oyen al pueblo, porque les da miedo escuchar lo que de verdad se dice.
Y es que la verdad duele más que perder el poder, compa. Porque eso es la crónica de una muerte anunciada y nada duele más que: saber que la tuvo y la dejo ir.
Porque la calle no miente,la calle no cobra,la calle no promete. La calle nomás dice lo que siente y lo que vive día a día.
La calle hace sentido común, y el sentido común hace pueblo. Y el pueblo, cuando se harta, arrebata lo que le pertenece.
No le importa a donde ir o donde va a parar. El asunto es que te devuelve la misma cachetada que le diste. Pero exponencialmente mucho más fuerte.
Tal cual como se dijo antes: Morena no ganó, el PRI y el PAN perdieron por sus Pxxxxxx.
¿Y así va a ser otra vez?: la derecha no va a ganar, los de la disque izquierda van a perder por tanto abuso, tanta soberbia y tan poca empatía.
Y mientras todo eso pasa, se están armando un chingo de partidos nuevos, locales, federales, patitos y reciclados.
Y lo más cabrón son los mismos que se dicen morenistas son los que los están levantando. ¿para volver a quedar en el gobierno, en los curules pero con siglas nuevas?
Eso dice más que mil encuestas:
que la inconformidad va pa’ arriba, igual que los impuestos.
Y uno como buen perro negro y callejero que ha caminado, por barrios colonias y fraccionamientos, plazas, desde los arrabales hasta la colinas de los ricos y burgueses,(dada mi naturaleza) se queda mirando, entre la esquina y el espejo,
preguntándose en silencio:
¿en qué momento el poder se olvidó del pueblo,
y el pueblo se olvidó de sí mismo?
¿Hasta cuándo seguiran esperando que otros hagan lo que nos toca sentir y pensar y hacer?
La calle no tiene todas las respuestas, pero tiene todas las preguntas, con su sabiduría de esquina, con su lenguaje sin maquillaje, comienza a preguntar:
¿Hasta cuándo los de arriba van a seguir creyendo que somos de ellos?
¿Hasta cuándo van a blindarse mientras el pueblo se desangra?
¿Hasta cuándo el poder se va a cuidar de nosotros en vez de cuidarnos a nosotros?
¿Hasta cuándo vamos a seguir pagando por un Estado que no paga con justicia?
¿Hasta cuándo el pueblo, que ya lo ha dado todo, va a seguir esperando a que alguien más lo salve?
Porque si todo esto —la justicia, la ley, el trabajo, la voz, la vida— es nuestro,
¿por qué seguimos actuando como si nos lo hubieran prestado?
¿En qué momento se nos olvidó que el poder lleva nuestro nombre y que sin nosotros no hay país, ni gobierno, ni futuro?
Aguas!!, porque un corazón despierto no se conforma:
ya entendió que no hay transformación sin verdad,
ni justicia sin pueblo,
ni país sin dignidad.
Ni seguridad con discursos.
Y cuando el corazón late al mismo ritmo que la conciencia, ya no hay marcha atrás empieza a cobrar las promesas una por una, con memoria larga y paciencia corta.
ASI, LAS COSAS, NOS VEMOS EN LA PRÓXIMA TRANSFORMACIÓN.
Ojalá llegue esa transformación, la que no se firma en Palacio, sino en la calle, en los talleres, en los mercados, en las manos que trabajan y en los ojos que ya no se tragan el cuento.
Sueño con verla nacer sin discursos ni aplausos, solo con la voz del pueblo diciendo “ya basta”, con la gente organizándose, codo a codo, sin miedo, sin permiso.
Sueño con una transformación escrita por nosotros, no dictada desde arriba, una que no prometa, sino cumpla; que no se venda, sino que se viva.
Ojalá llegue,
y que esta vez no nos gane el cansancio ni la costumbre, que no nos ganen los mismos de siempre ni los nuevos que aprendieron sus trucos.
Ojalá podamos organizarnos bien, para que cuando esa transformación despierte, nos encuentre listos, con el corazón firme y la dignidad intacta. Porque cuando el pueblo sueña unido, la historia deja de ser pasado
y empieza —por fin— a ser futuro.

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