Gisk*
Estoy segura de que otra vida fui gato. En esta, es probable que tenga varias gastadas. Recuerdo bien el librito de portada azul que rodaba en casa: Reencarnación; entre intriga y curiosidad, mi hermana y yo compartíamos la lectura a escondidas, como si fuera prohibido. Mi madre y mi abuela eran promotoras del buen catolicismo, nos procuraban/obligaban a asistir al mayor número de rituales religiosos, lo que para la sociedad comiteca estaba “bien visto”; ahí nunca hablaban de reencarnación, ni de Krisna, ni del poder de la intención de Wayne Dayer, ni de las 7 leyes espirituales de Deprak Chopra, ni de Hermann Hesse escribiendo sobre un tal Siddartha, libros que por todas partes estaban en la casa, como si caminaran con libertad en ella. Era extraño aprender en misa sobre el amor a Dios desde la sumisión, con la ceniza en la frente y a la vez leer tantos temas interesantes.
Fue mi madre quien compraba esos libros, a pesar de los problemas económicos que, casi sola, sorteaba. Entre una madre exigente, con un matrimonio poco feliz y la crianza de cuatro hijos, ella, siempre bien vestida, se empeñaba en mantener una sonrisa amable, detrás de la que, de manera estoica, sostuvo la tristeza hasta la resolución de un diagnóstico de artritis reumatoide. Seguramente esos libros le proveían alguna libertad, aunque fuera sólo en su interior.
Desde entonces entendí que uno puede mudar varias veces de vida y que, cuando piensas que ya casi llegas a donde creías, ésta se derrumba. Mi primera muerte, recuerdo bien, fue cuando tenía cinco años; mis padres se habían enojado mucho, él había llegado borracho y grosero y mi madre no se defendía con palabras, sino con el silencio de su inquebrantable indiferencia; ahí viví, lo que ahora sé que fue una crisis de ansiedad, mi cuerpo pequeño temblaba afuera del cuarto de mis papás, angustiada de lo que iba a pasar, sobre un sillón frio, de color rojo, tensaba los dientes y pensaba cosas horribles, sin que nadie estuviera para sostenerme.
Más adelante morí con amiga, quien para mí era como una hermana, después de un accidente, Fabi perdió la vida y con ella, se fue parte de mi alegría, llevándome al puerto de la depresión profunda donde quedé encallada.
Otras veces más con relaciones fallidas; mi insistencia de que existía el amor verdadero me llevó a mantenerme en relaciones que me rompieron el corazón y me rompieron la madre. Pedazos de mi quedaban en cada una de ellas, y recogerlos ha sido un trabajo de entretejer, casi sin deseos, la nueva vida.
Creo que también he muerto con las tantas veces que he cambiado de casa, aunque les hacia el sahumerio que me recomendó mi abuela los martes y los viernes, regaba agua bendita en la entrada, ponía cuarzos en los cuatro puntos cardinales, en las últimas casas donde ponía ilusionada un clavo, de alguna manera, he tenido que irme, les he dicho a mis dos hijos que su hogar, su nido, soy yo, para que no sientan tan desolados como mi cuerpo se ha sentido, cada vez que, conmigo, los he tenido que llevar a su “nueva casa”.
Estoy segura de que fui gato, en ocasiones quisiera volver a serlo, para poder saltar de un portal a otro, sin morir, para divertirme y reír de lo que voy aprendiendo. La vida se ha tratado también de la muerte, de renacer y transformarme; no sé cuántas veces más en mariposa, o en serpiente que se arrastra sin esfuerzo, o en escarabajo que camina lento, en algo, en lo que sea, alguna vez quisiera ser un pez que nada y sólo eso, y otras, ser la montaña, para no moverme y ver a los demás transformarse en este mundo donde le damos tanta importancia a todo. Mejor hubiera entendido a los cinco años que mis padres seguirían juntos y que el amor existe en mí, que hay que trabajarlo mucho y con paciencia, que se toma a sorbos como un té caliente, cuando acepto la incertidumbre de la vida, donde nada o casi nada está bajo control.
*Iskra Pinto Albores.