Alejandro Flores Cancino
Durante años, hemos señalado a la corrupción como el mayor cáncer de México (y de Chiapas) pero rara vez nos detenemos a mirar el entorno que la alimenta: el conformismo social, esa aceptación silenciosa que convierte al abuso en costumbre y al cinismo en forma de gobierno.
Cuando Enrique Peña Nieto dijo que “la corrupción es un tema cultural”, lo crucificaron con razón política, pero con injusticia intelectual. Porque, más allá del intento de justificar su propia administración, la frase tenía fondo: en México la corrupción no solo se tolera, se asume como parte del paisaje.
No hace falta un soborno millonario para entenderlo. Cada vez que un ciudadano paga “una mordida” para evitar una multa, se salta una fila, o justifica a un político “porque todos roban”, reafirma el ciclo. Y ese ciclo tiene una fuerza brutal: no necesita violencia para sostenerse, solo indiferencia.
Y es que hemos normalizado el abuso a tal grado que la honestidad se percibe como ingenuidad. “Si no lo haces tú, otro lo hará”, se repite en oficinas, gobiernos y ahora hasta en las escuelas. Así, el país entero vive en un permanente estado de resignación organizada.
Lo triste, es que el conformismo tiene un precio que no siempre se ve en pesos. Se paga con drenajes colapsados, con hospitales sin medicinas, con escuelas sin techos y con la desconfianza generalizada que ahoga cualquier intento de cambio.
Porque no hay transformación posible cuando la sociedad se adapta al abuso en lugar de enfrentarlo. La corrupción no sería rentable sin el silencio social que la acompaña.
Los corruptos lo saben: no necesitan desaparecer pruebas, solo esperar a que pase la indignación. El problema no nació con Peña, ni con López Obrador, ni con los gobernadores de turno. Viene de mucho antes, de una cultura política heredada del virreinato: obediencia, privilegio y servidumbre. Cambian los nombres, pero no el molde. Y también por eso cambiar el escudo de Chiapas no cambiará “nada”.
Chiapas por ejemplo no ha logrado romper con esa lógica colonial donde el poder no se discute, se soporta. Por eso la corrupción no solo se comete desde el gobierno: se reproduce desde la sociedad.
La solución no está en más leyes ni en nuevos fiscales anticorrupción. Está en algo más profundo: en desaprender la costumbre de agachar la cabeza. En dejar de celebrar al “listo que se coló”, y empezar a respetar al que cumple.
Y sí, un solo acto de integridad no cambiará al sistema, pero muchos actos individuales, sostenidos en el tiempo, pueden transformar la norma. La fuerza de la sociedad no está en la apatía, sino en la acción compartida. Solo así la corrupción dejará de ser cultura, y volverá a ser lo que siempre debió ser: un delito.