Juan Carlos Cal y Mayor
Durante el virreinato, los oficios no fueron simples mecanismos de subsistencia: fueron espacios de transmisión cultural, de creatividad compartida y de aprendizaje mutuo. En los talleres, en las encomiendas, en las minas o en los mercados, el conocimiento europeo se entrelazó con la destreza indígena para dar forma a un nuevo modo de producir, de construir y de vivir.
La encomienda, tantas veces estigmatizada como instrumento de explotación, cumplió una función de culturización. Aunque existieron abusos, su propósito inicial no fue esclavizar, sino organizar la producción y propiciar el aprendizaje técnico y espiritual. A través de ella se enseñaron nuevos métodos agrícolas, el uso del hierro y del arado, la domesticación de animales de carga y la aplicación de oficios especializados que transformaron la vida cotidiana del continente. Quizás haya sido un sistema con tensiones, pero dista mucho de ser la caricatura de opresión con la que hoy se le juzga.
EL MESTIZAJE COMO CREACIÓN
De esa convivencia nacieron oficios que hoy constituyen la base de la cultura mexicana. Los alfareros mezclaron la tradición prehispánica del barro con las técnicas del vidriado traídas de España. Los carpinteros, herradores y fundidores aprendieron a moldear la madera y los metales con una precisión que aún sobrevive en los pueblos artesanales. Los tejedores, tintoreros y urdidores combinaron fibras naturales americanas con los telares europeos para crear telares, mantas y rebozos que aún nos identifican. Los talabarteros convirtieron el cuero en arte; los albañiles y alarifes levantaron iglesias y casas con trazos de simetría renacentista pero corazón indígena.
Otros oficios como los de cereros, sombrereros, loceros, pintores, prensadores o barberos reflejaron la vida urbana del virreinato, donde cada tarea era una escuela de técnica y paciencia. En los conventos, las iluminadoras adornaban libros y oraciones; en las minas, los ensayadores probaban la pureza del oro y la plata. Los curanderos y comadronas, herederos de la medicina ancestral, fueron el puente entre la herbolaria indígena y la ciencia europea.
En cada uno de ellos se dio una transferencia de conocimientos que ninguna guerra ni decreto pudo borrar. Lo que hoy admiramos como artesanía, gastronomía o arquitectura mexicana proviene de esas manos que aprendieron haciendo, observando y adaptando. Fue allí, en el trabajo cotidiano, donde se dio el verdadero diálogo entre culturas.
UNA CULTURA HECHA A MANO
Cada objeto, cada platillo o cada retablo conserva en su forma la memoria de aquel intercambio. No hay explotación que pueda explicar por sí sola la genialidad de los tejidos de Oaxaca, los muebles de Michoacán, los conventos poblanos o las cocinas de Yucatán, Veracruz o Chiapas. Lo que hay detrás es el esfuerzo acumulado de generaciones que aprendieron a combinar mundos.
Hoy, cuando algunos pretenden reinterpretar el pasado desde la victimización o el resentimiento, conviene recordar que la identidad mexicana no nació del sometimiento, sino del ingenio. Los oficios del virreinato —junto con la encomienda como espacio de enseñanza y transmisión cultural— fueron las aulas donde el pueblo aprendió a crear.
Y bien haríamos también en resignificar la herencia española, no como un pecado histórico, sino como una semilla de civilización que permitió que floreciera lo mejor del mestizaje. Mal hacemos en estigmatizarla. La lengua, la fe, las técnicas y los oficios no fueron cadenas, ni grilletes, sino herramientas con las que se edificó un nuevo mundo. De esa fusión —a veces conflictiva, pero profundamente creadora— nació el alma de México: una nación hecha a mano, entre la razón europea y la sensibilidad indígena.