José Antonio Molina Farro
Con amor y devoción a mis nietos
Aleksander y Nina
Nació el 18 de octubre de 1859. No solo fue un gran filósofo sino un insigne artista de la expresión. Su aportación al pensamiento contemporáneo es notable. Explica: “una cosa es decir qué es un objeto, describirlo, expresarlo en símbolos y otra penetrar en su interior, captar su esencia profunda, que no se expresa en símbolos”. El primero es el conocimiento por conceptos; el otro es el método de la intuición inmediata, conocimiento intrínseco, concreto,
absoluto. La fuente inagotable de la que brotan todas las cosas en su fluir perenne tanto las espirituales como los materiales, es el impulso vital (élan vital) un impulso (diferente de la evolución en sentido mecanicista) que no es sustancia sino fuerza que produce por evolución formas nuevas y mejores.
La intuición filosófica. La conciencia en el hombre es, sobre todo, inteligencia hubiera podido (parece que debido) ser también intuición; ésta y aquélla son dos opuestas direcciones del obrar consciente. La intuición camina en el sentido de la vida: la inteligencia va en sentido inverso y por esto se encuentra, naturalmente, regulada por el movimiento de la materia. Sería completa y perfecta una humanidad que entrambas formas de la actividad consciente alcanzaran pleno desarrollo; también cabe concebir entre esta humanidad y la nuestra muchos grados inmediatos, correspondiente a todos los grados imaginables de la inteligencia y de la intuición. Y esta es la parte contingente de la estructura mental de nuestra especie: otra evolución hubiera podido llegar hasta una humanidad todavía más inteligente o más intuitiva. De hecho, en la humanidad de que formamos parte, ha sido sacrificada a la inteligencia; parece que ésta hubiera agotado lo mejor de sus fuerzas en la conquista de la materia y en la reconquista de sí misma. Esta conquista, en las particulares condiciones que se ha hecho, exigió que la conciencia se adaptase a los hábitos de la materia y concentrase sobre éstos toda su atención, es decir, se determinase más especialmente en inteligencia. Sin embargo, siempre está presente la intuición, pero vaga y, sobre todo, discontinua: es una lámpara casi apagada, que sólo se reanima de tarde en tarde y apenas algunos instantes; pero, al menos, al fin por lo menos se reanima algunas veces y es cuando está en juego algún interés vital. Sobre nuestra personalidad, nuestra libertad, el lugar que ocupemos en el conjunto de la naturaleza, nuestro origen y quizá también nuestro destino, arroja una luz débil y vacilante, pero que alcanza a atravesar la oscuridad de la noche en que nuestra inteligencia nos deja.
Fraternidad universal. Fue necesario esperar la llegada del cristianismo para que la idea de fraternidad universal que implica la igualdad de derechos y la inviolabilidad de la persona, se tornase efectiva.
Sociedad y religión. Nunca hubo sociedad sin religión.
El heroísmo no se predica. Nunca repetiremos lo bastante que no es suficiente predicar el amor al prójimo
para lograrlo. La verdad es que se necesita pasar por el heroísmo para llegar al amor. El heroísmo, por su parte, no se predica; se debe mostrar y su sola presencia es capaz de poner a otros hombres en movimiento.
Nuestro pasado está siempre presente. En realidad, el pasado se conserva por sí mismo, automáticamente; no hay duda de que está con nosotros, y nos sigue a cada instante que transcurre; lo que desde nuestra infancia hemos sentido, pensado y querido, ahí está, inclinándose sobre el presente, que se le va a unir, haciendo fuerza sobre la puerta de la conciencia que quiere dejarlo fuera. Precisamente el mecanismo cerebral está
hecho de modo de echar la casi totalidad de ese pasado hasta lo inconsciente para no dejar penetrar en la conciencia, más de lo que puede liberarla sobre la situación presente, ayudar la acción que se prepara, en una palabra, dar un rendimiento útil. Cuando más, algunos recuerdos de lujo entran por la puerta mal entornada y pasan como de contrabando; mensajeros de lo inconsciente, nos enteran de lo que arrastramos tras de nosotros sin saberlo. Pero aunque no tuviéramos de ellos una idea muy precisa, sentiríamos vagamente que ahí está nuestro pasado, siempre presente.
En efecto, ¿Qué somos nosotros y qué es nuestro carácter sino la condensación de la historia que hemos vivido desde nuestro nacimiento, aun antes de que tratemos con nosotros disposiciones prenatales o anteriores a nuestro nacimiento? Como pensar ciertamente no pensamos más que con una pequeña parte de nuestro pasado entero y aun nuestro pliegue original de alma. Así nuestro pasado se nos manifiesta de un modo integral por la fuerza que hace, bajo forma de tendencia, aunque solo una pequeña parte de él se nos aparezca como representación.
Sociedad abierta y sociedad cerrada. La sociedad cerrada es aquélla cuyos
miembros se mantienen entre sí, indiferentes al resto de los hombres, siempre dispuestos a tacar o a defenderse, determinados a una actitud de combate. Tal es la sociedad humana cuando sale de las manos de la naturaleza: el hombre es para ella como la hormiga para el hormiguero. La naturaleza, precisamente porque nos ha hecho inteligentes, nos ha dejado nuestra libertad de escoger nuestro tipo de organización social sólo hasta cierto punto, ya que nos ha impuesto el vivir en sociedad. Una fuerza constante de dirección, que es para el alma lo que la gravedad es para el cuerpo asegura la cohesión del grupo inclinando en un
mismo sentido las voluntades individuales. Tal es la obligación moral. Una sociedad cerrada no puede vivir ni resistir a cierta acción disolvente de la inteligencia. Al conservar y comunicar a cada uno de sus miembros la confianza indispensable sino por una religión salida de la función fabuladora. Esta religión, que hemos llamado estática, y esta obligación, que consiste en una presión, son constitutivas de una sociedad cerrada.
La sociedad abierta es la que abrazaría en principio la humanidad entera. Soñada de vez en cuando por almas privilegiadas, realiza cada vez algo de sí misma en determinadas creaciones cada una de las cuales por transformación más o menos profunda del hombre dificultades hasta entonces insuperables.
Egoísmo. Los educadores de la juventud saben que no se triunfa del egoísmo recomendando al “altruismo”. Sucede a veces que hasta las almas generosas, impacientes por hacer el bien, se sienten de repente desanimadas por la idea de que van a trabajar por el “el género humano”. El objeto es demasiado vasto. El amor por la humanidad no es un móvil que baste a sí mismo y que obre directamente.
Plan vital. El impulso vital consiste, en suma, en una existencia de creación. No puede crear de un modo absoluto, porque encuentra ante sí a la materia, es decir, al movimiento inverso al suyo. Pero se apodera de esa materia, que es la necesidad misma, y tiende a introducir en ella la mayor suma posible de indeterminación.
Sí, en su contacto con la materia, la vida es comparable a un impulso; considerada en sí misma es una intensidad de virtualidad, una mutua invasión de mil y mil tendencias, que no serán no obstante “mil y mil” sino una vez exteriorizadas las unas por relación a las otras, es decir, especializadas. El contacto con la materia decide tal disociación.
La risa. Para comprender la risa hay que volver a situarla en su medio, que es la sociedad, y sobre todo, que hay que determinar su función útil que es una función social.
La vanidad, que es un producto natural de la vida social, embaraza, no obstante, a la sociedad, lo mismo que ciertos venenos leves segregados por de continuo por nuestro organismo acabarían por intoxicarlo si otras secreciones no neutralizaran su efecto. La risa cumple sin reposo una terea de ese género. En este sentido podría cabría decir que el remedio específico de la vanidad es la risa y que el defecto por esencia risible es la vanidad.
Acción y contemplación. La contemplación es un lujo, mientras que la acción es una necesidad.