Juan Carlos Cal y Mayor
Escuché a mi amigo Isaín Mandujano en el presunto foro de discusión sobre el cambio del escudo de Chiapas. Fue honesto al decir que su opinión era la de un periodista, no la de un historiador. Sin embargo, hizo alusión a que, cuando estudió en la escuela la historia de México, esta respondía a la visión de los vencedores, pero no de los vencidos. Con el paso del tiempo, y leyendo otras fuentes como la escrita por Antonio García de León —Resistencia y utopía—, además de Jan de Vos y otros historiadores, Isaín cambió su percepción y dijo que había que escuchar la visión de los vencidos, es decir, la de los pueblos indígenas conquistados.
A propósito de eso, me gustaría abordar el tema para discurrir en serio sobre una verdad que va más allá de esa visión etnocentrista y de dominación.
LEÓN-PORTILLA
Por esa afirmación, el célebre libro de Miguel León-Portilla se convirtió en una referencia obligada de nuestra historiografía moderna, pues su título —La visión de los vencidos— ha sido leído por generaciones como si todos los pueblos originarios de Mesoamérica hubiesen sido víctimas de una misma catástrofe. La realidad fue muy distinta. Cuando los españoles llegaron a México en 1519, hacía ya alrededor de 800 años que la ciudad de Teotihuacan estaba en ruinas. Palenque llevaba siete siglos devorada por la selva. Los toltecas, trescientos años de haber desaparecido. Quien cayó en 1521 no fue la civilización mesoamericana, sino el imperio mexica, una potencia militar que había sometido a sus vecinos mediante la guerra, el tributo y el terror ritual.
Los mexicas no representaban a “los pueblos de México”, sino a sus opresores. Tlaxcaltecas, totonacas, huejotzingas y otros pueblos tributarios vieron en la llegada de los españoles la oportunidad de liberarse de un yugo insoportable. Por eso los apoyaron con ejércitos, suministros y conocimiento del terreno. Sin ellos, Hernán Cortés jamás habría tomado Tenochtitlan. La Conquista no fue una invasión europea sobre un mundo inocente, sino una guerra civil mesoamericana en la que participaron decenas de naciones indígenas cansadas del despotismo mexica. Después de la conquista, los tlaxcaltecas acompañaron a los españoles a otras expediciones, incluso hasta Filipinas.
EL IMPERIO DE LA SANGRE
Conviene recordar lo que era ese imperio que algunos presentan hoy como símbolo de orgullo ancestral. Su economía dependía del tributo y de la guerra continua. Sus ritos exigían la muerte de miles de cautivos cuyos corazones eran ofrecidos al sol y cuyos cuerpos, en muchos casos, se repartían para el consumo humano. Cronistas indígenas y españoles coinciden en la descripción del horror: templos teñidos de sangre, escaleras resbaladizas por la grasa humana, calaveras alineadas en tzompantlis. Hablar de genocidio europeo y callar estos hechos es una forma de manipulación ideológica.
LOS VERDADEROS VENCIDOS Y LOS VERDADEROS VENCEDORES
Tras la caída de Tenochtitlan, muchos pueblos indígenas sobrevivieron, se adaptaron e incluso prosperaron en el nuevo orden virreinal. No hubo tal genocidio del que ahora hablan, sino una población diezmada por las pandemias que poco antes y durante tres siglos diezmaron a la mitad de la población europea.
Los nativos de estas tierras participaron en la construcción de iglesias, en el arte tequitqui, en la agricultura y en la vida urbana de la Nueva España. La mezcla de culturas dio origen a la civilización mestiza que somos. Por eso es falso reducir la historia a una narrativa de oprimidos y opresores. Los “vencidos” de León-Portilla fueron también los victimarios de otros pueblos indígenas. Y los “vencedores” no fueron solo los españoles, sino una alianza sin la cual el mapa de México no existiría.
¿QUIÉN CONTARÁ LA HISTORIA DE LOS OPRIMIDOS POR LOS OPRIMIDOS?
¿Quién escribirá la historia del sufrimiento de los pueblos que vivieron bajo el yugo del imperio mexica? Esa parte casi nunca se cuenta. Los que se dicen defensores de la memoria indígena suelen olvidar que también hubo pueblos indígenas que lucharon por su libertad frente a otros indígenas. Lo mismo ocurrió en Chiapas, donde los antiguos indios chiapas dominaban y perseguían a sus vecinos tsotsiles y tseltales. O siglos antes donde Palenque y Tonina se enfrascaron en guerras interminables. Cuando llegaron los españoles, varios pueblos vieron en ellos una fuerza aliada para liberarse del sometimiento. No fue la caída de una cultura: la fundación de San Cristóbal los integró desde su origen en barrios que han perdurado durante cinco siglos.
EL MITO DE LOS VENCIDOS
Hablar de que “solo nos enseñaron una parte de la historia”, pretendiendo reivindicar la visión de los vencidos, es dejar de lado la opresión que vivieron los puelos mesoamericanos. No hubo un solo pueblo, sino muchos que hallaron en la caída del imperio mexica la posibilidad de renacer. Confundir la derrota de una tiranía con la pérdida de una civilización es perpetuar un mito. Si algo venció en 1521 fue la crueldad ritual, la antropofagia; y si algo nació, fue una cultura mestiza que, con todas sus contradicciones, supo convertir el dolor en identidad. De esa historia venimos, y a ella debemos mirar sin culpa, pero también sin fanatismos.
Lo mejor de la discusión, más allá de la simulación que representan esos foros, es que nos está obligando a conocer y reinterpretar la historia, con lo que llegaríamos a la conclusión de que de nada sirve borrar sus símbolos.