Corina Gutiérrez Wood
Había una vez, en un país donde todo se podía gravar, tasar, etiquetar o sospechar, una bebida que caminaba entre dos mundos. No era exactamente un medicamento, pero tampoco un refresco. No sabía del todo bien, pero todos la querían cuando el cuerpo decía “hasta aquí llegué”. Esa bebida era Electrolit, el héroe improbable de millones de crudas, gripes, insolaciones y diarreas.
Electrolit no aspiraba a la fama. Su vida era tranquila: esperaba en los refrigeradores de farmacias y tiendas de conveniencia, listo para ser llamado al frente cuando el sistema digestivo de algún mortal decidía rebelarse. Aparecía en momentos críticos, cuando la frente sudaba frío, el estómago rugía con odio y la boca era más desierto que cavidad.
Pero un día, sin previo aviso, sin una sola gota de sensatez, se desató la tormenta.
—Contiene azúcar —dijo una voz desde lo alto, desde un escritorio donde nunca se ha sudado por fiebre ni se ha vomitado por virus.
—Entonces es igual a un refresco —respondió otra voz, con el entusiasmo de quien acaba de descubrir un nuevo rubro qué fiscalizar.
—Propongo aplicar el IEPS —dijeron al unísono, y así, sin más, Electrolit fue sentenciado.
El país, por supuesto, no lo vio venir. Nadie esperaba que una bebida diseñada para evitar la deshidratación fuera tratada como la nueva amenaza pública. Mientras los ciudadanos contaban centavos para comprar uno sabor lima-linón después de una noche de tacos y tequila, en los pasillos del Congreso se cocinaba un plan maestro: convertir a Electrolit en una bebida azucarada más, como si fuera la prima nerd de un refresco cualquiera.
Y aunque Electrolit tenía azúcar, no era por capricho, ni para hacerle competencia al refresco de naranja. No. Esa glucosa tenía una función específica, respaldada por la ciencia: facilitar la absorción de sodio y potasio en el intestino. O en términos del pueblo: para que no te mueras deshidratado en el baño.
Pero en ese país, la ciencia siempre es bienvenida… hasta que estorba para cobrar.
El día que se anunció la propuesta, Electrolit lo supo. Las miradas ya no eran de alivio, sino de sospecha. Las etiquetas se leían con rencor.
—¿Cuánto azúcar tiene esto? —preguntaban los clientes, como si se tratara de una trampa en forma de botella.
—¿Esto es medicina o postre? —dudaban otros.
En el Palacio de los Impuestos, alguien había tomado una decisión: si algo tiene azúcar, se le cobra como si fuera veneno. Poco importaba si se tomaba después de vomitar veinte veces. O si era lo único que tu abuelita podía tragar cuando ni el arroz caía bien. Electrolitfue convertido en sospechoso.
Camilo, un albañil que trabajaba bajo el sol de las doce, se desmayó una tarde.
—Tráiganle un Electrolit —gritó su compañero.
Fueron a la tienda.
—42 pesos —dijo el tendero.
—¡¿42?! ¿Desde cuándo?
—Desde que descubrieron que está endemoniado. Dicen que es dulce.
—¿Y no lo van a tratar como medicina?
—No, ahora es como una soda, pero con complejos de paramédico.
En otro extremo del país, Mariana, estudiante universitaria, se enfrentaba a su tercer día de vómito y mareos. Su mamá, experta en primeros auxilios de madre mexicana, le dijo:
—Tómate un Electrolit.
—No tengo, están carísimos.
—Pues calienta agua con sal y limón.
—¿Y si no sirve?
—Pues reza. O espera a que el SAT te dé un vale.
Electrolit no entendía. Había acompañado a los enfermos, a los atletas, a los trasnochados y a los niños con diarrea. Nunca pidió reconocimiento. Solo un rincón fresco en un refri y la posibilidad de ayudar. Pero ahora, era el villano. El mal ejemplo. El dulce traidor.
Las tiendas empezaron a ponerlo detrás del mostrador. Las farmacias ofrecían versiones sin sabor, sin azúcar, sin alma.
—Este no tiene glucosa, pero tampoco sirve —decía un farmacéutico con honestidad brutal—. Pero mire, al menos no paga IEPS.
Algunos intentaron prepararlo en casa: agua, sal, azúcar y una pizca de desesperación. Otros lo buscaron en tiendas de segunda mano, donde vendían botellas sin etiquetas para esquivar la ley. Había quien cruzaba estados solo para encontrarlo más barato. La hidratación se volvió contrabando.
Mientras tanto, en los canales oficiales, la justificación se repetía como mantra:
—Es por la salud.
—Es por el bien de todos.
—No podemos permitir que una bebida con azúcar circule sin castigo.
Y mientras hablaban de salud, los hospitales se llenaban de pacientes con cuadros de deshidratación. Porque el nuevo precio de Electrolit obligaba a muchos a no comprarlo. Y aunque había alternativas, ninguna tenía su fórmula mágica que evitaba el suero intravenoso con solo 500 ml y un poco de dignidad.
En los memes, Electrolit se volvió mártir.
“El único líquido que te cura y te empobrece.”
“El suero del pueblo ahora cuesta como whisky.”
“Tomar Electrolit es el nuevo símbolo de estatus.”
Incluso se formó un culto: Los Electrolitos del Santo Reflujo, quienes afirmaban que el suero tenía propiedades divinas y que el impuesto era una herejía. Repartían Electrolit de sabor toronja en bolsas negras, como si fueran pan bendito.
Un niño le preguntó a su madre:
—¿Por qué nos cobran más si es para curarnos?
—Porque a veces —dijo ella con resignación—, los adultos creen más en pergaminos con números que en niños con fiebre
Y Electrolit, desde su rincón en el refrigerador, miraba con nostalgia aquellos días en que era recibido con alegría, como un héroe líquido. Ahora, cada que alguien lo tomaba en la mano, lo pensaba dos veces. Lo miraban como a un chocolate con culpa. Como un lujo innecesario. Como una travesura médica.
Pasaron los meses. La propuesta seguía discutiéndose, y aunque aún no era ley, el simple hecho de que estuviera sobre la mesa había manchado la reputación del suero más querido del país.
Y así, en un reino donde el sentido común había sido desterrado por escribas que contaban monedas en tablillas interminables, Electrolit fue condenado por tener azúcar. No por adictivo, sino por útil. No por dañino, sino por funcional.
Dicen que hoy, cuando alguien vomita, ya no pregunta por el doctor. Pregunta si tiene cambio. Porque en este país, deshidratarte es humano, pero rehidratarte… tributable.