Corina Gutiérrez Wood
Debo confesarlo, tengo una fascinación insaciable por lo macabro. Misterios, conspiraciones, historias policiales y casos de asesinos seriales me atrapan como mosca en telaraña. Sí, soy de esas personas que leen la ficha criminal de alguien mientras sorben su café y piensan: “Impecable… si ignoramos el pequeño detalle de que está asesinando gente”. A veces pienso que debí haber sido del FBI… o al menos la versión femenina de Sherlock Holmes.
La sociedad, por su parte, mantiene una relación enfermiza con estos personajes. Ted Bundy, con sonrisa de influencer y cabello de comercial, consiguió que millones olvidaran que planeaba horrores. Dahmer convirtió su apartamento en un laboratorio del horror que ni la mente más retorcida de Hollywood podría imaginar. Y luego están los genéricos: el tipo que saludaba al vecino mientras planificaba su caos, la vecina que repartía galletas mientras diseñaba su catálogo de horrores, y el “asesino gourmet” cuya precisión haría llorar de envidia a cualquier chef Michelin… pero que nunca apareció en titulares. No olvidemos al clásico “asesino de oficina”, aquel que se escondía tras su calculadora mientras acumulaba secretos oscuros dignos de novela negra.
Lo más curioso es cómo se comporta la sociedad frente a estas historias. Se condena, se horrorizan, pero también se devoran libros, series y documentales como si fueran el final de Game of Thrones. Condenar con una mano y aplaudir la audacia con la otra es una regla no escrita: el horror ajeno es entretenimiento, siempre que no golpee la puerta propia.
Cada error policial, cada pista ignorada, cada giro absurdo se convierte en material de análisis. La astucia del criminal, su capacidad de manipular y su ingenio perverso se observan desde la comodidad del sofá. Es un espectáculo que mezcla terror, comedia negra y un poquito de voyerismo: la tragedia se contempla a distancia, con café en mano y conciencia medio dormida.
Y llega un punto en que la serie basada en un asesino serial real hace que se pierda la línea entre lo real y la ficción. La narrativa, los diálogos dramáticos y la música que tensiona al espectador logran que, por un instante, se olvide que detrás de esa historia hay personas que sufrieron, familias destruidas y tragedias que no son inventadas. Es como si el guion cinematográfico protegiera de la realidad, pero al mismo tiempo volviera cómplice al público de su propia fascinación morbosa. Entre comentarios en redes sobre “el giro brillante del asesino”, es fácil olvidar que, en la vida real, ese giro incluyó funerales, terapias y pesadillas para gente verdadera.
La sociedad moderna convierte al criminal en celebridad. Les da nombre, historia y mística; los medios los envuelven en reconstrucciones cinematográficas, entrevistas exclusivas y música dramática que los hace parecer genios creativos. Así, asesinos seriales tienen seguidores, teorías, memes… y se aplaude desde el sofá mientras se finge horror. Es como seguir a un influencer mientras se cree estar juzgando su comportamiento: se está entretenido, pero inconscientemente se admira un poco.
El humor negro funciona como salvavidas. Analizar lo grotesco, los errores policiales ridículos, los hábitos absurdos de los criminales o vecinos aparentemente normales que esconden secretos macabros permite procesar el miedo sin perder la cordura. Sin esa risa, mirar el abismo sería demasiado aterrador. La comedia negra protege y deja disfrutar del horror sin que devore por completo.
Hay un placer especial en catalogar los absurdos: asesinos que se pierden siguiendo mapas, criminales que olvidan cerrar la puerta del apartamento y terminan atrapados en su propio desastre, o los que dejan notas poéticas dignas de Instagram mientras cometen atrocidades. La mente criminal parece tener un manual de instrucciones, y muchas veces ese manual parece escrito por un guionista en modo “horror y comedia”.
Detrás de la curiosidad y el sarcasmo hay una pregunta inevitable: ¿qué dice de la sociedad esta obsesión? Atrae la maldad envuelta en misterio, los giros inesperados y las incoherencias de la lógica, convirtiéndolo todo en entretenimiento. Memes, teorías y comentarios corren por las redes mientras las víctimas reales se desdibujan en el espectáculo, y los villanos reciben aplausos como si fueran magos en un escenario.
Podemos maravillarnos con la astucia de los asesinos desde la distancia, disfrutar del suspenso, especular sobre patrones y teorías, y hasta debatir cuál tendría mejor playlist para cometer un crimen: ¿el metódico o el “caótico creativo”? Podemos discutir qué serie dramatiza mejor la incompetencia policial sin que nadie pierda el café por el camino. Pero nunca debemos perder de vista las consecuencias reales. La fascinación por el horror es humana, pero convertirla en show sin reflexión es peligroso.
Al final, la fascinación por los asesinos seriales revela mucho sobre la sociedad: atrae lo prohibido, intriga el misterio de sus actos y despierta la curiosidad que convierte a todos en detectives desde el sofá. La verdadera satisfacción está en desentrañar pistas, descubrir patrones y anticipar giros sin ensuciarse las manos. Se puede cerrar el expediente al final del día, apagar la serie y volver a la vida cotidiana… hasta que se recuerda que el caso nunca termina realmente, porque la maldad sigue existiendo ahí fuera, esperando a ser descubierta.
El horror, el misterio y el ingenio perverso pueden fascinar desde la seguridad del sofá, pero la lección final es brutal: admirar la astucia del mal sin entender sus consecuencias nos convierte en cómplices silenciosos del espectáculo. Y mientras los detectives de sillón cierran su expediente imaginario, el mundo real sigue siendo mucho más oscuro y peligroso que cualquier serie que podamos devorar… y lo más aterrador de todo es que el monstruo quizá nos esté observando, en silencio, mientras aplaudimos desde la distancia.