Corina Gutiérrez Wood
Cumplir años es, en esencia, un milagro cotidiano: significa que seguimos aquí, que el corazón late, que el reloj avanza y que, con suerte, el pastel todavía nos gusta. Es un día bonito. Un día simbólico. Un momento personal.
Hasta que se convierte en evento social.
En algún punto de la historia, los cumpleaños dejaron de ser un día tranquilo para transformarse en producciones con horario, invitados, decoración temática y cronograma. Y no hablamos de los quince años, los cincuenta o alguna fecha “redonda”. No. Hablamos de cualquier cumpleaños, con temática de los 80’s, brunch de tres tiempos y hashtag oficial.
Porque hoy, celebrar no es solo soplar una vela: es casi una declaración de estilo de vida. Un manifiesto emocional con globos. Y el pretexto perfecto para organizar, reunir, postear y demostrar —al menos visualmente— que se está feliz.
No siempre fue así, claro. De niños, los cumpleaños eran más sencillos: globos, pastel, un par de canciones, tal vez una piñata y una montaña de dulces con tu nombre. Luego, al crecer, la cosa se sofisticó: fiestas sorpresa, cenas, botanas gourmet, playlists y juegos de mesa con reglas que nadie entendía, pero igual divertían.
Con la adultez, llegaron los eventos con títulos como cumple-brunch, cumple-maratón o incluso cumple-weekend. No porque uno quiera exagerar, sino porque así funciona la lógica moderna del festejo: si vas a celebrar, que se note. Que haya estética, intención y, preferentemente, buena luz para la selfie.
Aun así, no todos vibran igual con esta dinámica. Hay quienes disfrutan cada segundo del mes de su cumpleaños, lo planean con entusiasmo, lo viven con intensidad, lo agradecen públicamente. Y hay quienes preferirían algo más discreto: un café, una comida rica, una tarde sin apuros. Ambas formas son válidas. Pero en algunos círculos, lo segundo se ve raro. “¿No vas a hacer nada?”, preguntan con tono de preocupación, como si no celebrar fuera un signo de alarma.
Y luego están los mensajes. Ah, los mensajes. Desde las 00:01 empiezan a llegar: por WhatsApp, por redes, por correo, a veces hasta por ¡LinkedIn! Algunos muy emotivos, otros más formales, otros con emojis que no sabías que existían. Y uno agradece todo, porque es bonito que se acuerden. Responder 67 veces “gracias” se vuelve un pequeño placer, porque sabes que esas 67 personas se tomaron el tiempo de felicitarte.
Eso sí, cuando el cumpleaños es de alguien más, la regla cambia. Hay que estar pendientes, mandar algo bonito, que no se te pase. Porque un “feliz cumple” no es suficiente, si vas a felicitar, hazlo con estilo, con algo que “lleve tu sello”. No puede ser cualquier frase, claro que no.
Y luego están los regalos. Qué tema. Elegir algo que diga “me importas” sin decir “no sabía qué darte”. Y recibir algo con cariño, aunque no entiendas del todo su propósito: una vela aromática con olor a montaña nevada, una libreta con frases inspiradoras, una taza con tu nombre en letra cursiva. Cada detalle se agradece, aunque algunos sean un enigma.
También están las famosas “sorpresas” esas celebraciones espontáneas que requieren una logística profesional para parecer improvisadas. A veces salen muy bien. A veces no tanto. Pero siempre traen ese momento incómodo en que el cumpleañero intenta actuar como si no sospechaba nada, mientras todos cantan a diferentes velocidades y alguien, sin querer, enciende una bengala al revés.
Todo forma parte del ritual moderno de cumplir años. Que no es malo, por supuesto. Solo es curioso. Cómo lo que era un día íntimo se transformó en una especie de pequeña gala anual, donde todo tiene que estar “lindo”, “original” y, de ser posible, “muy tú”.
Y si un año decides no hacer nada, no falta quien te pregunte si estás bien. Como si el silencio fuera síntoma de algo. Como si no celebrar fuera una forma elegante de anunciar una crisis. Cuando, en realidad, a veces solo se trata de descansar. De no hacer planes. De dejar pasar el día con calma.
También existen los cumpleaños compartidos. Cuando alguien cumple años muy cerca de ti, o el mismo día, y aparece esa extraña necesidad social de “festejar juntos”. Y ahí estás, compartiendo pastel con alguien que te cae bien, pero con quien no tienes nada en comúnmás que la fecha de nacimiento. Ambos fingiendo que la idea fue genial, que no pasa nada, que está increíble cantar dos veces “Las Mañanitas”.
Otro fenómeno interesante es la logística del pastel. No el sabor, sino el momento exacto en que aparece. Hay quienes lo sacan cuando ya nadie lo espera, quienes lo llevan al centro de la mesa con dramatismo digno de reality show, y quienes se ponen nerviosos porque no saben si deben cantar, pedir un deseo, soplar la vela o hacer las tres cosas al mismo tiempo mientras alguien graba la cara de “no sé qué hacer”.
Y por supuesto, el famoso “¿qué le regalamos?”. Si estás en un grupo, el debate del regalo colectivo puede durar más que la fiesta. Que si le gusta esto, que si odia aquello, que si mejor una tarjeta, que si nos esperamos a que diga algo… al final, siempre hay alguien que toma el mando, organiza todo y termina comprando lo mismo de cada año: algo útil, bonito, neutro… y que no comprometa.
Todo esto es parte del folklor cumpleañero contemporáneo: una mezcla de cariño sincero, protocolo social y un poquito de presión disfrazada de entusiasmo.
Pero lo más lindo de los cumpleaños es que, en el fondo, siguen siendo tuyos. Con toda la parafernalia que se les ha agregado —mensajes, fotos, pasteles de tres pisos, letreros luminosos, desayunos con flores comestibles— siguen siendo ese momento para decir “aquí estoy”. Un año más. Con todo lo bueno y lo complicado que eso implica.
Si te nace celebrarlo a lo grande, adelante: saca los globos, contrata al DJ, imprime los menús con tipografía elegante. Si prefieres algo pequeño, también está bien. Lo importante no es el tamaño del festejo, sino vivirlo como realmente quieres. Sin guion ajeno. Sin presión decorativa. Sin tener que subir una historia cada quince minutos para demostrar que la estás pasando increíble.
Porque a veces, lo más significativo no es lo que se publica, sino lo que se siente. Y si ese día hay pastel, qué bien. Y si no hay, también.
Al final, cumplir años no es una tarea que resolver ni una meta que cumplir. Es solo una forma más de decir: sigo aquí. Celebrando la vida.
Porque no todo lo valioso se sube a redes. Algunas cosas se quedan mejor guardadas en la memoria… y en el corazón.