Corina Gutiérrez Wood
Si naciste en un lugar donde el plan de vida viene envuelto con un listón rosa y un par de reglas no negociables, entonces probablemente ya hayas sido etiquetado al nacer.
La vida, según el manual, es un ciclo perfectamente diseñado: nacemos, crecemos, nos reproducimos (o no, según el nivel de rebeldía) y morimos. Cada paso tiene su sello, como si participáramos en un concurso de vida con etiquetas que nadie te preguntó si querías usar.
Empezamos con una de las grandes: “la pareja”. Si no tienes a alguien a tu lado, algo no está bien. Es casi como si la sociedad te mirara con una mezcla de desdén y pena, como si estuvieras rompiendo alguna regla fundamental del universo. La pregunta llega rápido, como si fuera una receta de cocina:
“¿Y para cuándo el novio?”
No tener pareja es casi una falta administrativa. Pero si la tienes, ¡felicidades! Ahora te miran con alivio, como si hubieras “aprobado” la primera etapa de la adultez. Claro, hasta que llega la siguiente pregunta:
“¿Y para cuándo la boda?”
Porque no estar casado es como jugar a la vida sin el pase oficial. La boda es el certificado de finalización. No importa que tu relación funcione perfecto o que ninguno quiera hacer un circo con eso: si no te casas, te miran como si estuvieras rechazando la membresía del “club de los adultos responsables”.
Y si decides no casarte y vivir con tu pareja de todos modos, te etiquetan como “rebelde sin causa”. El mundo no lo entiende. ¿Por qué no seguir el protocolo? Porque, por supuesto, todos sabemos que lo único que valida una relación es un papel firmado. Al parecer, la existencia de ese contrato es la piedra angular de la vida plena.
Pero la verdadera prueba de fuego llega cuando la sociedad te empieza a preguntar sobre los hijos. Ah, sí, porque la meta final de todo ser humano es hacer más humanos. Si decides tenerlos, entonces serás aplaudido. ¡Felicidades, ahora estás en el club de los que “lo han logrado”! Entonces eres una persona completa, hecha y derecha. Te conviertes en un adulto oficialmente aprobado.
Ahora, si no tienes hijos, prepárate para el juicio. No importa que tu vida esté llena de logros y sueños cumplidos, la gran pregunta será:
“¿Pero no te gustaría tenerlos? Los hijos son lo mejor que te puede pasar.”
Tranquilo, la sociedad te recuerda que tu existencia no está completa sin aportar nuevos humanos al planeta. Si decides que no son para ti, ¡problemas! Porque automáticamente pasas al club de los egoístas. ¿Quién va a salvar el mundo si no lo haces tú?
Ahora, las cosas se ponen interesantes si decides divorciarte. Si te atreves a tomar esa decisión, prepárate, porque te conviertes en el fracaso de la película. El divorcio es una etiqueta que te sigue como una sombra, y la gente te mira con lástima y, por supuesto, con el gran cuestionamiento:
“¡¿Cómo pudiste?! ¡¿Qué fue lo que falló?!”
Por otro lado, si decides no divorciarte, te conviertes en un héroe trágico que se queda hasta el final de una función que ya no disfruta. Te aplauden por tu resistencia, aunque el guion ya no tenga sentido.
En ambos casos, la historia termina igual: con aplausos del público, pero nadie pregunta si eres feliz.
Pero bueno, al final llega la pregunta definitiva:
“¿Para cuándo los nietos?”
Porque esa es la última meta del manual, la validación final. Pero ojo: esta etiqueta ni siquiera depende de ti. Es el único título que no puedes ganar por mérito propio. No viene en Amazon ni lo venden en una tienda de conveniencia; depende de que tus hijos decidan. Y si ellos, por alguna razón, eligen no tenerlos, entonces se rompe la cadena dorada del linaje. Nadie lo dice en voz alta, pero en ciertos círculos eso se considera casi una tragedia familiar.
Lo paradójico es que el mundo ya cambió. Las vidas hoy se construyen con otros materiales, otras velocidades y, sobre todo, con otras prioridades. Pero las etiquetas siguen ahí, aferradas al manual de siempre, exigiendo que todo se vea “correcto”.
¿Lo más absurdo de todo? Las etiquetas sociales no son más que una serie de expectativas que se basan en un sistema que ya no tiene sentido en un mundo lleno de elecciones personales. La sociedad te dice que debes seguir un patrón: novio, boda, hijos, nietos. Y si decides salir de ese camino trazado, te miran como si estuvieras rompiendo un pacto ancestral.
Al final, son solo pedazos de papel pegados sobre una existencia que no necesita justificación. Y mientras algunos siguen obsesionados con el cumplimiento del guion, otros preferimos escribir notas al margen, tachar párrafos, ponerle puntos suspensivos o finales inesperados.
Porque tal vez de eso se trate vivir, de no obedecer tanto. De entender que la plenitud no se mide por lo que esperan de ti, sino por lo que tú eliges ser.
Y entre tanto protocolo, expectativa y “deber ser”, algunos seguimos escribiendo nuestra propia versión de la historia. Una que no necesita validación, ni certificados, ni palomitas. Una historia que no pide permiso.
Porque quien no sigue las reglas no se pierde: simplemente encuentra un final distinto.