Corina Gutiérrez Wood
Vivimos en la era gloriosa donde masticar es casi un acto político. Comer, esa actividad que antes se hacía tres veces al día sin tanto drama, se ha convertido en un campo minado de decisiones morales, ideológicas, espirituales y, por supuesto, estéticas.
Hoy, desayunar un pan tostado con mantequilla puede convertirte en el villano de la película. Un ser primitivo, sin conciencia, casi una amenaza para la humanidad. Porque claro, si el pan no es de masa madre, con fermentación natural, libre de gluten, sin pesticidas, y hecho por un panadero que canta mantras mientras amasa… no es comida. Es un atentado.
Y ni se te ocurra tocar la leche entera. ¡Suicidio puro! La leche es ahora la némesis de la digestión moderna. No importa que la humanidad haya sobrevivido siglos bebiendo leche. Ahora la ciencia de Instagram nos reveló que tiene hormonas, azúcar natural (¡horror!) y, peor aún… ¡calorías!
En su lugar, debemos consumir líquidos de frutos secos exprimidos con lástima: leche de almendra, de avena, de nuez de macadamia que estudió en el ITAM… Y si viene con espumita y en vaso de vidrio reciclado, mejor. Porque no solo se trata de lo que comes, también de cómo lo subes a redes.
Ah, porque todo se sube. Todo se fotografía. Todo se comparte. Comer ya no es algo íntimo, placentero o biológico. Comer es contenido. Si no lo subiste, no lo comiste. Y si lo subiste y tiene color beige o marrón, prepárate para los comentarios: “Eso parece comida de perro”. Pero sube una ensalada con flores, brotes, semillas y cacao orgánico, y tienes 300 likes en 10 minutos. La belleza salva… aunque te quedes con hambre.
El hambre, por cierto, también está mal vista. Ahora se supone que, si tienes hambre, es que comiste mal, pensaste mal o vibraste en una frecuencia muy baja. Hay que vivir satisfecho con aire, sol, y si tienes suerte, un juguito prensado en frío que te limpia hasta los pecados de tu tatarabuelo.
Hoy en día ya no puedes ni comerte unos cacahuates sin que alguien grite: “¡Eso tiene aceites hidrogenados!”. Antes les dábamos un Danonino y eran felices. Ahora te dan uno y corres a buscar carbón activado. Hasta la fruta, ¡la fruta! que hace 10 años era sinónimo de salud, hoy te la venden como si fuera una bomba de fructosa con esteroides. Parece que lo único permitido como snack es un apio deshidratado y dos hojas de lechuga.
Las nuevas generaciones crecieron creyendo que todo alimento es un villano encubierto. El pan: asesino. El azúcar: genocida. El aceite: petróleo líquido. La fruta: una bomba de fructosa. La carne: crimen de guerra. Y el agua… bueno, si no viene de Islandia y no tiene pH 8.3, es básicamente veneno lento.
Mientras tanto, los que andamos arriba del quinto piso observamos todo desde la cocina mientras nos comemos una milanesa con papas, tratando de descifrar si somos valientes o simplemente felices.
Porque seamos honestos, hoy nadie sabe qué demonios se puede comer. Cada semana aparece una dieta nueva que promete salvarte la vida mientras te quita la panza. Keto, paleo, detox, ayuno intermitente, dieta alcalina, dieta carnívora, dieta de colores, de fases lunares, de compatibilidades emocionales… ¿Y qué pasa si ninguna te funciona? Fácil, es tu culpa por no haberlo manifestado bien en tu carta astral.
Y ni hablemos de los influencers del bienestar. Esas criaturas que parecen vivir a base de matcha y aire puro, que hacen yoga en Tulum a las 6 AM y se filman meditando sobre una roca mientras el sol les acaricia los pómulos. Te dicen que hay que honrar al cuerpo, pero lo que quieren es que tú te sientas culpable de haberte comido media quesadilla a las 11 de la noche viendo La Rosa de Guadalupe.
Y cuidado con las palabras. Ya no se dice “comer sano”, eso es muy 2010. Ahora se dice: nutrirte conscientemente. Alimentarte con propósito. Elegir lo que vibra contigo. Yo solo quería una tostada, pero ahora tengo que preguntarle si vibra conmigo. ¿Y si no vibra? ¿La lanzo como frisbee? ¿Le ofrezco disculpas?
Todo viene con culpa. Si comes mal, engordas. Si comes bien, quedas insoportable. Si no comes, eres un ejemplo de disciplina, pero también una estatua de ansiedad con nombre. Y si comes “normal”, eres un ser no evolucionado que vive en el 2005. Ni hablar si todavía usas sal de mesa.
Porque si, ¡la sal! ¡por favor! Ahora tiene que ser sal rosa del Himalaya o sal marina ahumada en barricas de mezquite reciclado. Porque si vas a subir la presión, al menos que sea con estilo.
También está el pequeño detalle de que comer “limpio” sale más caro que pagar renta en la zona más lujosa de tu ciudad. Todo lo orgánico, vegano, sin azúcar, sin nada, cuesta el triple. El bienestar ya no es un derecho, es un lujo. ¿Quieres un pan sin gluten, sin grasa, sin alma? Son $150 la pieza. ¿Un jugo verde de 200 ml? $200. Y sin popote, porque si vas a irte a la quiebra, al menos no contamines.
Y es que no estamos comiendo alimentos, estamos comprando identidades. Ser vegano, carnívoro, gluten-free o plant-based que es comer como conejo, pero con presupuesto, no es una elección nutricional, es una bandera. Una forma de decirle al mundo quién eres, qué piensas, a quién sigues en TikTok y cuántas veces te haces detox al mes.
Entonces, ¿qué queda? Comer por gusto ya es casi un acto de rebeldía. Pedir una pizza doble queso sin “nada raro” es como salir a la calle gritando “¡viva el colesterol!”. Y ojo, que esto no es una apología al descuido. El problema no es comer bien. Comer bien es importantísimo. Lo ridículo es haber convertido la alimentación en una cruzada moral, una batalla espiritual, y un constante autoexamen de pureza digestiva.
En resumen, hoy en día, todo engorda, todo inflama, todo tiene gluten, grasa, azúcar, transgénicos, karma negativo o historia colonial. Y ¡¡cuidado!! Porque si lo que comiste no te hizo daño, espérate a leer los comentarios.
Así que adelante. Come. Pero come sabiendo que te están mirando, evaluando, comparando, escaneando como si fueras un código QR nutricional, y, sobre todo, juzgando con la intensidad de un tribunal de MasterChef vegano.
Porque en este nuevo mundo, nadie tiene la panza llena, pero todos están inflamados de dietas, saturados de ansiedad, y evacuando fibra orgánica con un aire de superioridad espiritual.
Buen provecho, y que Dios, el universo, tu nutrióloga holística, la virgen de la espirulina, tu chamana de Tepoztlán y la inteligencia artificial, bendigan tu bowl, tu intestino inflamado y tu ansiedad … Namasté