1. Home
  2. Columnas
  3. Suegra en casa, calma en pausa / Sarcasmo y café

Suegra en casa, calma en pausa / Sarcasmo y café

Suegra en casa, calma en pausa / Sarcasmo y café
0

Corina Gutiérrez Wood

Casarse no es solo unir dos almas que se aman: es invitar a la suegra a mudarse a tu cerebro con contrato vitalicio.


Ella tiene la increíble habilidad de estar en dos lugares al mismo tiempo: en persona en la sala y en tu cabeza recordándote que “deberías hacer esto mejor”, con voz dulce y crítica lista para disparar. Viene incluida en el paquete como los comerciales de YouTube: no los pediste, no los quieres, pero ahí están, metiéndose en lo que debería ser una experiencia placentera.

Y ojo, que este asunto no es exclusivo de mujeres. No señor. También hay yernos que sufren. Hombres buenos que se ven obligados a demostrar, domingo tras domingo, que sí saben cambiar un pañal, hacer un arroz que no se bata y que no van a dejar a la nena plantada por irse a ver el América-Chivas. Las suegras no discriminan: su capacidad para incomodar es de cobertura universal.

Porque casarte con alguien no es solo casarte con esa persona. Es casarte con su mamá, sus tías, el primo que vive en Estados Unidos y que “es muy trabajador”, y por supuesto, con una señora que se siente accionista mayoritaria de tu relación.

Y ahí empieza la novela. La suegra promedio tiene un máster en crítica constructiva no solicitada. Todo lo que haces lo podría hacer “mejor, pero pues ya ni modo”. Si llegas tarde, “ay mijita, ¿qué pasó? Antes no era así”. Si cocinas, le faltó sabor. Si no cocinas, pobrecito de su hijo. Y si pides comida, Dios te guarde, porque “eso de andar comiendo porquerías es lo que enferma”.

Además, la suegra moderna ya no es esa señora de chongo y mandil que se quedaba viendo novelas con un té de manzanilla. No, señor. La nueva versión escribe columnas, tiene WhatsApp, Facebook y opiniones sobre cualquier tema: el presidente, la inflación, las vacunas, el tarot, tu corte de cabello, tus hábitos alimenticios y el Feng Shui de tu sala. Todo eso comprimido en una nota de voz eterna, rematando con un “pero no te lo digo con mala intención, ¿eh?”.

Y claro, su hijo es su máximo orgullo. Una criatura perfecta que fue criada con leche materna, rezos y disciplina. Y ahora resulta que tú vienes con tus ideas raras de terapia, astrología y leche de chícharo a desprogramar lo que ella tardó décadas en construir. ¡Por favor! Te ve como si fueras una aplicación pirata en su teléfono emocional. Una amenaza.

Y cuando cocinas para su criatura, ella “casualmente” deja un guisado en el refri con una nota que dice “por si no han comido”. ¿Perdón? ¿Cómo que “por si”? ¿Acaso cree que lo tengo a pan y agua? Pero ahí vas, sonriendo, guardando el guisado y prometiéndote a ti misma que la próxima vez no le vas a abrir la puerta. Pero sí se la abres.

Y si de refrigeradores hablamos, aguas. Porque cuando tu suegra entra a tu cocina, el refrise convierte en zona de guerra. No han pasado ni tres minutos desde que llegó y ya limpió, reordenó y etiquetó tus tuppers. Tiró tu yogur “porque ya se veía raro” (aunque tenía una semana más de vida útil), reacomodó tu verdura y dejó espacio suficiente para otro mes completo. Tu refrigerador deja de ser tuyo: pasa a ser una sucursal de la cocina materna con franquicia incluida.

También están las otras. Las que no cocinan, no visitan tanto, pero dominan el arte de la mirada y el suspiro. Esas que dicen más con un “hmmm” que con tres párrafos. Las que en plena comida familiar sueltan un “yo no me meto, pero…” y luego se meten hasta la cocina, el clóset y la vida sexual de la pareja. Y todo con una sonrisa que, si fuera más grande, sería amenaza.

Pero no se confundan. Existimos las suegras buenas. Muy buenas. De esas que hasta da gusto tener. Te ayudan con los niños, te defienden, te cocinan, y lo más importante: no se meten. Son como ninjas del amor: raras como los eclipses, discretas como fantasmas y valiosas como unicornios con mandil.

Y otras, pues, digamos que hacen lo que pueden. Lo intentan. A veces les gana el instinto, el ego, el trauma, el cariño mal entendido. Algunas tienen buenas intenciones, lo juro. El problema es que las buenas intenciones con acceso a WiFi y ganas de opinar se convierten en armas de destrucción emocional masiva.

Porque ser suegra no es malo. Lo malo es no saber serlo. Creerte indispensable cuando ya no lo eres, sentirte desplazada por la pareja de tu hijo como si fuera una competencia, y querer meter mano en todo, como si siguieras manejando el control remoto de su vida.

La suegra no necesita drama, necesita terapia, pero como eso implicaría revisar sus propias emociones, prefiere canalizarlo en frases envueltas en celofán. No grita, no reclama. Solo insinúa con maestría olímpica. Te lanza ese combo sutil pero letal:

“No me hagas caso, yo ya soy de otra época…”
“Haz lo que tú quieras, mijita… total.”

Y tú ahí, viendo cómo el cariño viene en forma de juicio suavecito, de ese que no deja moretón, pero arde por dentro.

Mientras tanto, tú, intentando mantener la calma, recordándote que es parte del paquete. Como los frijoles en la torta: no siempre los quieres, pero ya vienen ahí. Así que respiras, sonríes, y activas el modo zen. O al menos finges que no viste el mensaje… aunque ya lo reenviaste a tus amigas para reírte.

Porque al final, todas tenemos una suegra. Y si la vida quiere, un día seremos una. Así que cuidado con lo que criticas, no vaya a ser que en unos años tú también estés dejando guisados con etiquetas en el refri de alguien más.

Y por eso, hay que reírnos. Porque el humor es el único antídoto contra la suegritis. O tu otra opción es aprender a desconectar el cerebro sin apagar la sonrisa hipócritamente linda, porque el paquete viene completo.

Sobrevivir a una suegra debería dar puntos en el currículum: más que una maestría, más que un curso de liderazgo. Porque el matrimonio pasa, los hijos crecen… pero la suegra, esa, nunca se jubila.

LEAVE YOUR COMMENT

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *