José Antonio Molina Farro
Y llevaba una corona real
Y en su puño brillaba un cetro;
Le vi una marca en la frente:
SOY DIOS, EL REY Y LA LEY.
Shelley, “La máscara de la Anarquía”.
En esta columna abracé el eclecticismo y quise resumir, en un sincretismo que me pareció fértil, el pensamiento de diferentes autores, en diferentes espacios, con algunas ideas propias que son tan sólo pinceladas en la vastedad creativa de sus autores originales.
Cuando Rosa Luxemburgo escribió que la dictadura consiste en el modo en que la democracia se utiliza y no en su abolición, hacía referencia a los izquierdistas radicales que, al llegar al poder, por medio de las elecciones, intentan cambiar las reglas, transformar los mecanismos electorales, basarse en el poder de las masas que han movilizado, imponer distintas formas de autoorganización local y cambiar toda la lógica del espacio político.
El populismo es, por definición, un fenómeno fundado en un rechazo, incluso en una admisión implícita de impotencia. En el fondo se sustenta en la desesperación de la gente común y corriente: “¡Las cosas no pueden seguir así!”. Es un estallido de frustración y de impaciencia, y la convicción de que hay un líder que encarna sus aspiraciones y sabe canalizar sus frustraciones. El populismo actual es diferente del tradicional. No está ausente la justificación ideológica. Tiene una misión constitutiva: no enfrentarse a la complejidad de una situación y reducirla a una lucha encarnizada contra un enemigo pseudoconcreto. El populismo fundamentalista llena el vacío de un sueño de la izquierda dogmática: hay que amputar el cadáver putrefacto de lo viejo y construir de sus cenizas el nuevo orden emancipador.
Protofascismo. La crisis económica y de salud excita, en no pocos países, tendencias autoritarias que se anidan debajo del discurso populista, fuente de una democracia degradada. El populismo deviene protofascista, cuando desaparece la razón política y adopta la forma de un estallido de ciegas pasiones utópicas. No es un movimiento específico sino lo político en estado puro. So pretexto de satisfacer exigencias económicas y sociales legítimas, invoca al pueblo como sujeto político universal. Todos los antagonismos particulares se reducen a una lucha antagonista global entre nosotros, “el pueblo” y ellos, “los otros”. Se concentra al enemigo, ergo, el campo de la política queda inmerso en una tensión irreductible. Institucionaliza el antagonismo.
Laclau dice del populismo que “Su Leitmotiv dominante consiste en situar los males de la sociedad no en algo intrínseco al sistema económico, sino más bien… en el abuso de poder de grupos parasitarios y especulativos que controlan la política, la vieja corrupción… por este motivo, el aspecto que más resaltaban era su ociosidad y parasitismo”. Slavoj Žižek lo define magistralmente: “para un populista la causa del problema no es nunca, en el fondo, el sistema como tal, sino el intruso que lo ha corrompido (los especuladores financieros, no los capitalistas como tales, etc.), no una tara fatal inscrita en la estructura como tal, sino un elemento que no desempeña adecuadamente su papel dentro de la estructura”.
Medidas anticapitalistas que mantienen incólume el edificio del capitalismo. Lo hizo Chávez, lo hace Maduro, con su extravagante estilo caudillista que predicaba la autoorganización de los pobres y desposeídos, y basaba su liderazgo no sólo en su ridícula oratoria sino en los recursos provenientes del petróleo, cuidando mucho los contratos con los Estados Unidos. Es oportuno mencionar a Nietzsche, la diferencia última entre la auténtica política radical-emancipadora y la política populista es que la auténtica política radical es activa, impone, hace valer su visión, mientras que el populismo es reactivo, es una reacción ante un intruso perturbador. Dicho de otro modo, el populismo es una versión de la política del miedo: moviliza a la masa invocando el miedo al intruso corrupto.
Estado asténico y abusivo. Quiero concluir con una afirmación de Natalio Botana, Profesor Emérito de la Universidad Torcuato Di Tella, cuando la crisis de las hipotecas subprime en 2008, y que bien puede aplicarse hoy día: “Adolecemos de un Estado abusivo pero asténico, maneja arbitrariamente a la sociedad civil, pero es débil, falto de musculatura para solventar la seguridad ciudadana, enfrentar los desafíos del narcotráfico y promover el desarrollo”. Yo agregaría, además, la incapacidad para fortalecer el pacto federal y de enfrentar con eficacia los retos de la desocupación, la caída de la planta productiva, el incremento de la violencia, las extorsiones, los feminicidios, el desastroso sistema de salud, la reforma al poder judicial, la desaparición de órganos autónomos de Estado, el descrédito internacional por el pésimo manejo de la pandemia, la caída de la inversión fija bruta, y también de la IED, pues es una falacia que se haya incrementado en términos reales, pues creció en 9.2% y la reinversión de utilidades (proyectos de larga maduración) en 84.4%, lo demás fueron transferencias entre empresas de un mismo grupo. Ya ni hablar de la obstinación en sembrar semillas de odio, rencor y antagonismo. Las políticas populistas se hacen difíciles de sostener, ellas fueron el hijo espurio de la bonanza. Apostar todo a un Estado dispensador de bienes sin límites, despreciando a la economía real, no es opción, no cuando arrastramos un nulo crecimiento económico, un altísimo déficit fiscal y una proporción deuda PIB de 54% para finales de 2025.