Corina Gutiérrez Wood
Si existe una revolución que no despeina, no quita el sueño ni exige ponerse pantalones, es el activismo de sofá. Ese noble arte de cambiar el mundo a punta de historias de Instagram, hashtags comprometidos y una indignación que dura lo mismo que la batería del celular al 10%. Bienvenidos a la era del “compromiso con filtro”, donde ser activista es tan fácil como dar like, compartir y seguir con tu vida como si nada pasara, porque, seamos honestos, nada pasa.
El activismo de sofá es cómodo, elegante y absolutamente inofensivo. ¿Protestar bajo el sol con pancarta en mano? Qué vulgar. ¿Organizar una comunidad? Qué agotador. Leer un libro para entender el conflicto sobre el que opinas, ¿Y arriesgarte a perder tu algoritmo de TikTok por eso? No, gracias.
Funciona así, alguien sube una foto dramática de una injusticia. Tú la ves, te invade un calorcito moral, la compartes, escribes un “¡Qué terrible esto!” o un “No podemos seguir así” y listo, ya eres parte de la resistencia digital. Después, dedo arriba, dedo abajo, hasta encontrarte con un video de un perro bailando bachata. Y tu activismo se diluye más rápido que un café instantáneo en agua tibia. Al día siguiente, nada. Porque la causa ya no es tendencia. Ahora es otro escándalo, otro país, otra tragedia exprés. En este tipo de militancia, la memoria colectiva dura menos que una dieta después del desayuno.
La versatilidad es otra de sus virtudes. Puedes luchar contra el cambio climático mientras sorbes un frappuccino en vaso de plástico. Denunciar al capitalismo salvaje desde el súper nuevo iPhone 17 que pagarás a 24 meses. Criticar el consumismo con un outfit de Shein. Y lo mejor, ser experto en todos los temas. Hoy Palestina, mañana feminismo, pasado derechos indígenas, y el viernes, lo que dicte la tendencia. Todo sin leer un artículo, sin contrastar una fuente, sin escuchar a nadie que piense diferente. Porque el conocimiento está sobrevalorado y la opinión, en cambio, está de remate.
Antes, para cambiar el mundo hacía falta organización, resistencia, liderazgo y paciencia. Hoy basta con escribir #NoALaGuerra y creer que estremeciste al sistema, mientras posteas desde un Airbnb en San Miguel de Allende con cara seria y la frase “reflexionando mucho estos días”. Es tan ridículo que hasta da risa. Como si los problemas sociales fueran vampiros y tu hashtag, una estaca al corazón. ¿Desigualdad estructural? #YaBasta. ¿Violencia machista? #NiUnaMás. ¿Corrupción política? #QueSeVayanTodos. Nunca se hizo tanto con tan poco.
Estos activistas digitales son los nuevos mártires, cargan la cruz de decidir qué causa compartir y a qué hora. Publicar tarde es un pecado mortal. Publicar mal, un crimen. Y no publicar, traición. Algunos valientes hasta redactan tres líneas de opinión en Twitter, justo antes de retuitear un meme de “odio los lunes”. Comprometidos, pero cool. Indignados, pero irónicos. Como debe ser.
Y claro, no basta con compartir, hay que hacerlo en tiempo récord. Existe una especie de olimpiada del dolor donde compiten por ver quién se indigna primero. Si posteas la tragedia a las 9 am, eres visionario. Si lo haces a mediodía, tibio. Y si llegas en la noche, ni lo intentes, ya no cuenta. No importa si ayudaste de otra manera, lo importante es la medalla digital a la “conciencia inmediata”. En esas olimpiadas nadie pregunta por acciones concretas, solo se mide la rapidez con que subiste tu historia y la creatividad de tu hashtag. Aplausos de pie, medalla de oro en indignación exprés.
¿Sirve de algo todo esto? A veces, un poco. Hay campañas que visibilizan, que recaudan fondos, que presionan estructuras. Pero la mayoría sirve para mover egos, no sistemas. Si por cada injusticia compartida donaras 10 pesos en vez de tu indignación digital, ya habríamos resuelto media agenda de la ONU.
El problema no es publicar. Es creer que publicar basta. Que compartir reemplaza actuar. Que indignarse en línea equivale a comprometerse en la vida real. Que subir una historia es “estar del lado correcto de la historia”, cuando en realidad estás recostado, con el celular apoyado en la panza, sin siquiera haberte bañado.
No todos tienen que ser Malala Yousafzai, que enfrentó al Talibán y habló en la ONU a los 17 años con un Nobel en la mano. No se trata de arriesgar la vida, pero sí de hacer algo más que un clic.
Porque los activistas reales existen, y no están detrás de un filtro. Son esos que se organizan en barrios para repartir comida sin pedir selfies de agradecimiento. Los que acompañan a mujeres violentadas a denunciar, aunque eso implique exponerse al mismo peligro. Los que marchan bajo el sol, bajo la lluvia, o bajo la amenaza del gas lacrimógeno. Son los que estudian leyes, estadísticas y políticas públicas para tener argumentos, no solo frases bonitas. Los que incomodan porque se plantan frente al poder, aunque eso cueste cárcel, golpes o exilio. Esos no tienen “engagement”, pero sí cicatrices. Y si los comparas con el activismo de sofá, el contraste es brutal, unos dejan huella, los otros apenas dejan huellas digitales.
Este texto es para el que siente la incomodidad quemándole en la nuca. Para el que compartió mil causas, pero no recuerda la última vez que hizo algo fuera de la pantalla. Tal vez te moleste que te llamen activista de sofá. Pero es cierto que usamos la indignación digital como un espejo, nos muestra comprometidos, aunque nos mantenga inmóviles.
No se trata de exigir hazañas, sino de mirar más allá del sticker de “informar” y del emojide manos juntas. Porque a veces, el cambio real empieza cuando uno se da cuenta de que no está haciendo tanto como cree. Ese momento duele, pero puede transformarte.
Y sí, claro que incomoda. Porque el sofá siempre gana, es blando, cálido, cómodo, indulgente. Nunca te exige nada más allá de cargar el celular. El sofá no cuestiona tu pereza, al contrario, la celebra. Pero si la revolución cabe en la palma de tu mano, ¿para qué salir a la calle? ¿para qué gastar tiempo en leer, escuchar, ayudar? Basta con indignarse bonito y con buen ángulo de luz.
Así que la próxima vez que publiques tu indignación con filtros y hashtags, antes de sentirte héroe digital, piensa en esto:
¿Quieres cambiar el mundo de verdad, o solo verte bien mientras no haces nada?