Juan Carlos Cal y Mayor
¿Quién es dueño de la verdad? La pregunta parece filosófica, pero en México se ha vuelto política. La 4T quiere convencernos de que la verdad es única, inapelable y, por supuesto, la suya. Cuando la realidad los desmiente, acuden a sus viejas herramientas: otros datos, cifras maquilladas, culpables a modo. Y ahora, incluso, voces cercanas al régimen sugieren “coartar la libertad de mentir”, es decir, censurar.
No descubren nada nuevo. George Orwell lo imaginó en su novela 1984: un Ministerio de la Verdad encargado de reescribir la historia, ajustar los hechos y borrar lo que incomode al poder. La paradoja es cruel: se busca sancionar la mentira, pero en el fondo lo que se persigue es imponer una sola versión de la realidad, aquella que conviene a quienes mandan.
LA VERDAD COMO BOTÍN POLÍTICO
El problema no es el exceso de mentiras —que siempre han existido en la vida pública—, sino que la política en México convirtió la verdad en botín. Hoy se acusa con facilidad de traición a la patria, de complot o de conspiración a todo aquel que discrepa. Se estigmatiza al opositor como “conservador”, “fifí” o “enemigo del pueblo”. Y mientras tanto, lo que realmente ocurre —la infiltración del crimen organizado en la burocracia, la corrupción endémica, la desigualdad que no cede— queda relegado a un rincón del debate.
La 4T acusa lo que antes padecimos con otros gobiernos, pero calla lo que ocurre bajo el suyo. Se han vuelto cínicos: predican la transparencia, pero gobiernan con opacidad; dicen combatir la corrupción, pero toleran a los suyos; hablan de pueblo, pero castigan la crítica. En su lógica, todo lo malo viene de los anteriores y todo lo bueno se debe a ellos, aunque los resultados contradigan el discurso.
EL RIESGO DE LA CENSURA
Quien propone un tribunal para sancionar periodistas que “mienten” olvida que en México las instituciones están lejos de ser neutrales. ¿Quién decidiría qué es mentira? ¿Un juez simpatizante del partido en turno? ¿Un burócrata obediente? ¿Un político con sed de venganza? El remedio sería peor que la enfermedad: la censura disfrazada de justicia.
No hay que ser ingenuos. El poder siempre ha tenido tentación de controlar la información, pero la democracia mexicana se construyó —con todo y sus tropiezos— gracias a una prensa crítica, a medios independientes y a la pluralidad de voces. Silenciar esa diversidad equivaldría a regresar a los tiempos de la “verdad oficial”, cuando el boletín gubernamental era palabra santa y los periodistas incómodos terminaban marginados, perseguidos o muertos.
La prensa necesita crítica, sí; pero no mordaza. Lo que urge es fortalecer el periodismo de investigación, la verificación de datos y la pluralidad de voces. La sociedad tiene derecho a equivocarse, a contrastar, a discutir, porque la verdad surge del debate, no del dogma.
LA REALIDAD NO SE TUERCE
La 4T puede insistir en que México vive su época de gloria, que los pobres son primero y que la corrupción se acabó. Puede repetir hasta el cansancio que todo va “requetebién” y que quienes cuestionan son “adversarios”. Pero la gente sabe lo que vive: la inseguridad en las calles, la carestía en los mercados, la violencia que no cesa. La realidad siempre termina rebasando la narrativa.
Y la historia lo demuestra: ningún régimen que intentó imponer una sola versión de los hechos logró sostenerla indefinidamente. Tarde o temprano, la realidad asoma y los mitos se derrumban. México ya vivió los excesos del PRI con su “verdad” inapelable; la alternancia política se abrió precisamente porque la sociedad dejó de creer en un relato único. Pretender ahora reinstaurar un Ministerio de la Verdad tropical es un retroceso que ofende la inteligencia ciudadana.
EL VERDADERO PELIGRO
El verdadero peligro no son las mentiras de la prensa, sino el intento de erigir un aparato que decida qué podemos leer, decir o pensar. Porque una democracia sin verdad plural se convierte en dictadura con disfraz democrático.
La verdad, como la libertad, no puede ser monopolio del poder. No hay democracia sin voces incómodas, sin disidencia, sin crítica. Y, aunque les incomode, la mentira también es parte de la libertad de expresión. El antídoto contra la falsedad no es la censura, sino más información, más debate, más contraste.
El régimen podrá maquillar cifras y proclamar victorias inexistentes, pero la verdad —la de carne y hueso, la que se vive en la calle— siempre acaba imponiéndose. Ese es el muro contra el que tarde o temprano choca todo poder que se cree eterno.