Corina Gutiérrez Wood
Vivimos en tiempos tan absurdamente confusos que ya no basta con ser interesante en esta vida, ahora hay que tener también un currículum estelar. No alcanza con contar quién eres o qué has hecho aquí; hay que sumar lo que fuiste antes, en otras encarnaciones. Como si el presente solo tuviera sentido si viene respaldado por un pasado místico, legendario o ancestral.
Cada vez más personas te miran con la misma seriedad con la que firmarías una hipoteca y sueltan:
“Yo en mi otra vida fui un chamán inca.”
Ah, claro. Y yo fui sandwichera en la Revolución Francesa. Porque si vamos a repartir títulos, que sean parejos, ¿no?
Curiosamente, jamás me he topado con alguien que diga:
“En mi vida pasada fui el bufón de una corte tan aburrida que ni el rey se reía.”
O un ujier de palacio cuya única función era cargar pergaminos ajenos. Nadie reencarna siendo peón: todos fueron realeza, hechiceros, chamanes o, en el peor de los casos, cortesanas con información confidencial. Parece que en las vidas pasadas solo se reparten coronas, túnicas y secretos sagrados.
Nunca falta quien diga “Fui alquimista en Egipto” o “Custodia de los portales olvidados del universo”. Jamás escucharás: “Fui vasallo sin tierra ni dientes durante la peste negra.” Eso no vende. Lo que sí vende es un pasado con sabiduría ancestral y un toque de glamour esotérico que justifique tu presente de gurú digital o vendedor de cuarzos por Instagram.
Y ojo, no tengo nada contra los cuarzos. Pero sí algo sospechoso en el misticismo barato que se distribuye por WhatsApp junto con cadenas de buena vibra. La reencarnación, como concepto, tiene lo suyo: es elegante, cierra ciclos, da segundas (o infinitas) oportunidades. Esa idea de que nada se pierde, todo se transforma, reconforta. Ayuda a calmar la angustia de pensar que esta es la única vida que tenemos. Pero seamos sinceros: ¿cómo es que nadie recuerda haber sido un campesino medieval con lombrices intestinales y cero autoestima?
En la rueda del samsara solo parecen girar los especiales: gente con “propósitos trascendentales”, “lecciones kármicas” y “pendientes energéticos”. Básicamente, vidas pasadas con más trama que un capítulo de Netflix (sí, ya sé, siempre meto a Netflix, pero ¿qué mejor ejemplo de drama innecesario con producción millonaria?).
En esas historias todos somos héroes épicos, sabios antiguos o víctimas iluminadas. Nadie es el que moría de gripe o la señora que cocinaba en silencio mientras todos olvidaban su cumpleaños.
No es que uno quiera burlarse… bueno, sí, un poquito. Pero con respeto. Porque entiendo el valor simbólico de la creencia: pensar que todo tiene un motivo mayor, que el dolor actual es parte de una deuda espiritual pendiente, es reconfortante. Como pagar un crédito kármico a meses sin intereses.
El problema aparece cuando esa fe se convierte en excusa, o en estrategia de marketing personal.
“Soy intensa porque en mi otra vida fui bruja.”
No, amiga. Eres intensa porque no duermes y tomas tres cafés antes del desayuno. Esa intensidad no es de otra dimensión: es insomnio y ansiedad contemporánea.
Muchos usan la reencarnación como forma elegante de no hacerse cargo del presente. Como diciendo: “Estoy aquí, pero en realidad soy parte de algo mucho más grande que tú no entiendes porque no estás despierto.”
Traducción: no hago nada porque mi karma aún está en ajustes.
Qué alivio debe ser tener un plan universal, ¿no? Yo, que apenas logro organizar mi semana sin olvidar pagar la luz, envidio esa certeza sideral. Me encantaría saber que después de esta vida voy a ser un halcón o un monje zen. Pero lo más probable es que, si hay reencarnación, vuelva como burro de carga en la Barranca de Huentitán. Porque así es el karma real: sutil, cruel y sin sentido del espectáculo.
Y, sin embargo, hay algo envidiable en esa fe: la convicción de que todo tiene sentido, aunque no entendamos nada. Que somos piezas de un rompecabezas espiritual, donde hasta los ex tóxicos, los políticos y el SAT cumplen un propósito. Y a veces, solo a veces, da envidia esa paz fabricada.
Tal vez todos hemos sido otros. Tal vez esta no es mi primera vida, y por eso tengo la constante sensación de que ya escribí esta tontería antes. O tal vez, más simple, lo que tenemos no es un alma reencarnada, sino una imaginación sobreestimulada y mucho, mucho ego.
¿Y quién soy yo para juzgar? En otra vida seguramente fui igual de escéptico. O peor: el psicólogo de almas que no quieren reencarnar, pero tampoco superar a su ex ancestral. Ese que escucha, anota y solo quiere que se acabe la sesión para irse a fumar… incienso.
Y ya que estamos filosofando, déjenme decir algo más:
A mí no me salgan con que “si en esta vida no fue, en la otra nos encontramos.”
Por favor. ¿Qué es eso? ¿Amor versión beta? ¿Romanticismo con garantía sideralextendida?
Eso no existe. Son frases de sobremesa, de esas que se sueltan con copa en mano después de una ruptura, para sonar profundos sin comprometerse con nada. Porque seamos francos: si realmente existiera otra vida y, por algún milagro, nos reencontráramos, lo más probable es que ni siquiera lo sabríamos. Pasaríamos uno junto al otro como completos desconocidos, repitiendo los mismos errores, pero con otros nombres, otras caras y otros traumas.
La idea de que al cruzarnos nos miraríamos a los ojos y diríamos:
“¡Ay, amor! ¿No sientes que nuestras almas ya se conocieron en otra vida?”
Es tan bonita como improbable. Como si nuestras almas llevaran un historial secreto o se mandaran notificaciones entre vidas.
¡Por Dios!… ¡que no se les ocurra enviarme esas alertas astrales que ya tengo suficiente sobreviviendo a esta vida sin drama extra!
Lo cierto es que, si acaso volvemos a cruzarnos, será en una fila, en un café o en una vida completamente nueva. Donde ni tú serás tú, ni yo seré yo, y el “nosotros” será apenas un eco perdido en alguna intuición que no alcanza para armar la historia. Nada de secuelas, solo un episodio piloto que nadie grabó.
Así que no me vendas promesas reencarnadas ni romances con prórroga galáctica.
Si algo va a suceder, que sea ahora. En esta vida. Con esta versión nuestra, llena de fallas, miedos y ganas.
Porque la vida real, con su caos, sus golpes y sus risas, es la única en la que realmente podemos decidir si nos quedamos, si huimos, si amamos o si mandamos todo al carajo. Pero eso sí, sin necesidad de disfrazarlo de lección kármica ni de prometer que en otra vida lo haremos mejor.
Esta es la única oportunidad que cuenta. Lo demás son excusas con incienso. Y si vas a arruinarlo, al menos hazlo tú, no tu “yo del siglo XII que aún no sana”.
Y si no, ahórrate el “nos vemos en otra vida”.
Por favor… ¡ni en esta te ubicas, y quieres andar reencarnando!