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La diferencia entre un político con sinergia y un político en guerra consigo mismo

La diferencia entre un político con sinergia y un político en guerra consigo mismo
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Juan Carlos Toledo

En la política mexicana, rara vez se aplaude la decencia. Menos aún cuando viene acompañada de resultados, diálogo y liderazgo genuino. Por eso, vale la pena detenerse en el contraste que dejó el cierre del último periodo en el Senado de la República.

Mientras Gerardo Fernández Noroña, altanero hasta el último segundo, se va entre gritos, fracturas internas y señalamientos —fiel a su estilo incendiario—, Oscar Eduardo Ramírez Aguilar se despidió del Senado como llegó: con dignidad, consenso y altura de miras. Entre aplausos de todas las bancadas y el reconocimiento de quienes, más allá de la ideología, saben distinguir a un político que construye de uno que solo destruye.

En su toma de protesta, Noroña lanzó la frase: “los plebeyos hemos decidido tomar el destino de la patria”. Grandilocuente, teatral, vacía. Como si gritándolo en voz alta pudiera disimular que, en realidad, no representa más que a un proyecto personalista envuelto en discurso de “rebelde institucionalizado”.
Y mientras el “plebeyo” jugaba a tomar el destino del país desde su curul, Ramírez Aguilar ya lo estaba moldeando con acuerdos y trabajo serio.

Ramírez Aguilar no necesitó protagonismos baratos ni escándalos mediáticos para dejar huella. Como presidente del Senado, supo ejercer el poder con responsabilidad. Escuchó. Negoció. Consensuó. Hizo política, sí, pero de la buena: la que se basa en la sinergia, no en la grilla.

La comparación no es gratuita. Incluso Ricardo Monreal, figura central del mismo movimiento que Fernández Noroña representa, no pudo evitar marcar la diferencia: al despedirse del Senado, puso como ejemplo la salida respetuosa y madura de Ramírez Aguilar frente al caos que dejó Noroña. Y no es para menos.

Porque mientras uno se dedicó a armar escándalos, a jugar el rol de mártir de un sistema que dice combatir mientras se alimenta de él, el otro se dedicó a tender puentes. Ramírez Aguilar entendió algo que muchos aún no logran: que el poder no sirve para imponer, sino para construir acuerdos. Que el verdadero liderazgo no grita, persuade. Que la firmeza no está en el puño alzado, sino en la palabra respetada.

Noroña, fiel a su estilo, termina su paso por el Senado viviendo una cucharada de su propia medicina: confrontado, solo, sin el respaldo ni de su propia bancada. Su legado es un escándalo más. El de Ramírez Aguilar es un precedente de cómo se puede ejercer poder sin caer en el espectáculo.

Hoy más que nunca conviene preguntarse: ¿qué clase de liderazgo queremos para este país? ¿El del discurso ensordecedor o el de los hechos que unen?

La respuesta está en la memoria de quienes vieron partir a un senador entre aplausos… y a otro entre sus propios escombros.

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