Corina Gutiérrez Wood
El 6 de agosto de 1945, la humanidad llegó a una de esas cumbres que nadie debería celebrar.
No, no fue la llegada a la Luna ni el descubrimiento del ADN. Fue Hiroshima: el día en que el ser humano decidió probar que sí, que podía destruirlo todo, de forma científica, rápida y con estilo.
A las 8:15 a.m., el bombardero Enola Gay, sí, como la madre del piloto, porque hay que añadirle un toque íntimo al apocalipsis, dejó caer sobre la ciudad japonesa una bomba de uranio de cuatro toneladas llamada Little Boy. Como si ponerle un nombre tierno a un arma de destrucción masiva hiciera todo más digerible. En menos de un minuto, Hiroshima se convirtió en un horno radiactivo. Más de 70,000 personas murieron al instante; otras 60,000 en los meses siguientes. Y sí, las cifras siguieron creciendo por generaciones. Pero la ciencia no se detiene por efectos secundarios.
Todo, según la narrativa oficial, fue “para acortar la guerra” y “salvar vidas”. Porque si algo hemos aprendido de los manuales de poder, es que nada protege tanto a la humanidad como aniquilar una ciudad entera. Un argumento tan sólido como el hongo atómico que lo respalda. Japón ya estaba militar y económicamente colapsado, cercado por un bloqueo naval, y buscando una rendición condicionada. Pero claro, había que enviar un mensaje. A Japón, sí. Pero sobre todo a la Unión Soviética, que ya olfateaba la victoria en Asia. La bomba no fue el fin de la guerra, fue el inicio de la Guerra Fría.
En el centro de esta coreografía atómica estaba J. Robert Oppenheimer, el físico brillante que dirigió el Proyecto Manhattan. El hombre que, al ver su creación consumar la catástrofe, citó entre lágrimas, o culpa, quién sabe, una frase del Bhagavad-gītā: “Me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos.”
Para quien no lo ubique, el Bhagavad-gītā es un texto sagrado hindú donde un dios le explica a un príncipe por qué debe pelear una guerra que no quiere. Oppenheimer, que no era religioso, lo leyó y se le quedó grabada esa línea. Porque no hay nada como una cita espiritual para acompañar la explosión más letal de la historia. Fue una forma bastante poética de decir “la cagamos”.
Oppenheimer terminó marginado, despojado de su credencial de seguridad y perseguido por sus posturas antimilitaristas. Nunca se escudó en el clásico “yo solo seguía órdenes”, lo cual ya es casi heroico en un mundo donde la obediencia ha sido la coartada de tantos crímenes.
Y Albert Einstein, ese ícono de la genialidad pop, tampoco queda fuera del drama. Fue él quien, en 1939, firmó una carta al presidente Roosevelt advirtiendo que Alemania podría estar desarrollando una bomba atómica. Esa carta impulsó el Proyecto Manhattan. Años después, Einstein diría: “De haber sabido que los alemanes no lograrían desarrollar la bomba, no habría hecho nada.” Tarde para retractarse, justo a tiempo para cargar con la culpa.
El presidente Truman, por su parte, justificó la bomba diciendo: “Fue para evitar más muertes americanas.” Traducido: que mueran los otros, si eso mantiene al imperio en pie.
Por si todo esto suena lejano o abstracto, y todavía no has visto Oppenheimer, la película de Christopher Nolan, hazlo. No porque sea un film de tres horas con explosiones bonitas, sino porque es una obra que te sienta frente al espejo. Una de esas joyas que deja claro que el infierno no siempre huele a azufre. A veces, huele a laboratorio.
Hoy, 80 años después, nos damos un tiempo para recordar. Con actos solemnes, velas, discursos cuidadosamente redactados y declaraciones de paz que suenan muy convincentes,mientras los arsenales nucleares siguen activos, modernizados y en manos de líderes que compiten a ver quién tiene el botón más grande.
Hablamos de Hiroshima como si fuera una lección, pero seguimos escribiendo el mismo libro con distintos capítulos: Nagasaki, Chernóbil, las pruebas nucleares en el Pacífico, las amenazas cruzadas de la Guerra Fría, y la elegante normalización de las 13,000 cabezas nucleares listas para activarse “por si acaso”.
No, no es una conmemoración. Es una radiografía del cinismo. Una fecha que no invita al homenaje, sino al juicio. Y no precisamente el histórico.
Porque Hiroshima no fue un error. Fue una decisión. Fría, calculada y ejecutada con precisión quirúrgica. Y si algo debería estremecernos hoy, 80 años después, no es el horror de aquella mañana, sino lo cómodos que hemos aprendido a vivir con él.
Y tal vez lo más inquietante de todo no es que lanzamos aquella bomba,
sino que, si hiciera falta, podríamos hacerlo otra vez. Y sin dudarlo; porque el verdadero horror no fue lanzar la bomba. fue descubrir lo fácil que resultó justificarla.