Corina Gutiérrez Wood
No soy historiadora, ni analista política, ni pretendo serlo. Solo soy una ciudadana que ve las noticias y trata de entender qué demonios pasa en este país mientras se toma su café. Y desde La Perla Tapatía, observo que todo lo interesante, y surrealista, ocurre en las glorietas de la Ciudad de México, porque ahora resulta que van a “reinaugurar” las estatuas del Che Guevara y Fidel Castro en un parque de Iztapalapa.
Y me pregunto: ¿reinaugurar? ¿No estaban ya? Pues sí. Resulta que esas esculturas existen desde 2017, pero ahora las están restaurando, desempolvando, y volviendo a presentar como si fueran la última novedad ideológica. ¿Por qué? No lo sé. Tal vez porque hace falta una buena foto con discurso combativo, o tal vez porque reciclar la historia es más barato que enfrentar el presente.
Las estatuas están en el Parque Ernesto Guevara de la Serna, un espacio que ya desde el nombre avisa de qué va. El argumento oficial es que se trata de honrar la hermandad entre México y Cuba, reconocer la lucha antiimperialista y celebrar a estos dos personajes como símbolos de resistencia. Suena bonito. Hasta que uno se acuerda de ciertos detalles. Como que Fidel fue un dictador de tiempo completo, y el Che tenía poca tolerancia con la diversidad, la prensa libre o cualquiera que no aplaudiera lo mismo que él.
Pero bueno, hay quienes dicen que esas cosas no importan. Que hay que verlos como íconos, como parte de una historia más grande, como inspiración revolucionaria. El problema es que esa inspiración suele venir sin pie de página. Nos venden el mito, la boina, la pose épica, pero omiten el fusil, el paredón y las pugnas ideológicas. Y con eso, la figura del Che se convierte en un souvenir bronceado de lo que no nos atrevemos a discutir.
Desde el occidente del país, lo que percibo es más bien un teatro simbólico. Un gobierno que desempolva estatuas porque es más fácil homenajear el pasado que hacerse cargo del presente. Porque es cómodo hablar de luchas ajenas mientras se ignoran las propias. Y porque siempre hay quienes aplauden fuerte cuando ven una escultura de alguien que nunca los gobernó.
La CDMX tiene su propia lógica. Glorietas que desaparecen, monumentos que aparecen, y símbolos que se administran como si fueran hashtags, útiles mientras den likes, desechables cuando incomodan. Y mientras tanto, muchos de los que realmente han dado la vida por causas justas en este país siguen sin calle, sin parque, sin bronce y sin homenaje.
Como Rosario Ibarra de Piedra, que dedicó décadas a buscar a su hijo desaparecido por el Estado, y en el camino se volvió la voz de miles más. Fundadora del Comité ¡Eureka!, pionera de los derechos humanos en México, y primera mujer candidata presidencial. Pero claro, no tuvo boina.
O Marisela Escobedo, que fue asesinada frente a un palacio de gobierno por exigir justicia para su hija. La mataron en plena protesta. Y no hay estatuas, ni placas, ni “reinauguraciones”. Solo la memoria terca de quienes aún se indignan.
O Hermila Galindo, que luchó por los derechos de las mujeres antes de que existieran espacios feministas en el debate público. Postuló ideas radicales como el voto femenino y la educación laica en plena Revolución. Pero no fue revolucionaria de exportación, así que no figura en parques temáticos.
Y Javier Sicilia, que cambió la poesía por las marchas tras el asesinato de su hijo. Fundó un movimiento entero por la paz, dio voz a víctimas, enfrentó al poder y cargó con el dolor de todo un país. Sin bronce, sin placas. Solo con dignidad.
Y cómo olvidar a las madres buscadoras, esas mujeres que, literal, escarban la tierra con las uñas buscando a sus hijos. Que trabajan más que cualquier fiscalía, con menos recursos, menos respaldo y cero homenajes. Son las verdaderas rastreadoras de justicia en un país que aplaude discursos, pero le da la espalda a los desaparecidos.
Y claro, hay muchísimos más. Tantos, que si los mencionara a todos esto no sería una columna: sería una novela. De esas que duelen. De esas que nadie quiere leer, porque no traen pose épica ni banda sonora de revolución.
En fin, que la reinauguren, claro que sí. Que hablen de dignidad, de lucha, de historia compartida. Que la boina del Che brille más que la memoria selectiva.
Total, aquí es más fácil levantar estatuas de bronce que asumir responsabilidades de carne y hueso.
Porque en México, honrar el pasado siempre sale más barato que enfrentar el presente.
La justicia se busca con palas. La revolución posa para la foto.