Gilberto Bátiz López
Efraín Bartolomé me mandó un correo en el que me preguntaba qué habría opinado Daniel Robles Sasso del título de este libro: Con el viento al hombro. Le contesté que sí, que efectivamente Viento al hombro es un poemario de don Daniel, maestro querido. Y que lo que yo intenté no fue fusilar el nombre, sino evocarlo con cariño. Traerlo a la memoria como un acto de homenaje.
En la portada del libro incluí un pequeño poema de mi autoría:
Cabalguemos por las nubes donde se forman los pares sin persecución de gloria.
Con el viento sobre el hombro cual mochila de ilusiones.
Ese es el sentido del nombre. Es un tributo a don Daniel, sí, pero también es una imagen que me acompañó durante todo el proceso: ese viento sobre el hombro que impulsa al personaje, que lo empuja, que le carga la mochila de ilusiones y lo hace andar.
Ahora bien, ¿por qué el Che?
¿Por qué escribir sobre un personaje de fama mundial, del que se ha dicho tanto, escrito tanto, filmado tanto? La respuesta es sencilla y al mismo tiempo muy íntima: esta historia la llevo guardada desde hace cincuenta y ocho años, desde una tarde de octubre de 1967, cuando me enteré de su muerte siendo un joven estudiante de leyes.
Recuerdo esa tarde perfectamente. Era una de esas grises y otoñales del antiguo Distrito Federal. Salí de mi casa en la colonia del Valle y caminaba rumbo a tomar el autobús hacia la Escuela Libre de Derecho, cuando me topé con un voceador que levantaba el periódico en una mano y una revista en la otra. Gritaba:
—¡El Che ha muerto! ¡Mataron al Che Guevara en Bolivia! ¡Entérese de todo detalle!
No sé por qué, pero esa noticia me impactó. No me consideraba admirador del Che. Sabía que era argentino, que había participado con Fidel Castro en la revolución cubana, que se había ido a África. Pero no era, como tantos jóvenes de la época, alguien con quien yo me identificara plenamente. Sin embargo, sentí un escalofrío. Compré la revista —Alarma, de portada amarilla y contenido sensacionalista— y la leí más tarde en mi cuarto, después de cenar.
Lo que me impresionó fue una fotografía. El cuerpo del Che, tendido sobre una mesa desvencijada. El pelo largo, alborotado, los ojos abiertos, brillantes, la sonrisa burlona aún en su rostro. Esa imagen me siguió por años.
La revista la guardé en un cajón. Soñé con él esa noche. Y con el paso de los años, el Che fue quedando dormido en mis recuerdos. Pero nunca se fue. Cada tanto, encontraba un libro sobre él, lo compraba, lo leía. Siempre estuvo presente, como si esperara su momento.
Ya de vuelta en mi querido Tuxtla, con el tiempo y la afición a la lectura, comencé a escribir sobre otros temas, otros personajes. Pero una noche, el Che volvió. Me movió el hombro. Me susurró:
—¿Y vos qué decís? ¿Te apetece si escribimos algo?
—¿Vas a cooperar? —le pregunté.
Él solo sonrió.
Y aquí estamos, cincuenta y ocho años después, poniendo en sus manos esta obra. Es fruto de la memoria, de la historia y de la imaginación. Espero que al leerla disfruten lo que yo disfruté al escribirla: el viento, la mochila, la utopía, y esa sonrisa que todavía nos interpela desde algún rincón de la historia. Es cuanto.