Dénos Dios a todos nosotros, bebedores,
tan liviana y hermosa muerte.
Joseph Roth, La leyenda del santo bebedor
María Ramos
Al pueblo de Baja California llegó Enrique, un hombre pequeño, moreno, de aspecto frágil, de mediana edad y alcohólico; nadie sabe de dónde venía, no lo sabía o no lo quiso recordar. Se la pasaba en las calles cantando, simulando que tocaba una guitarra, pero era simpático, jamás fue grosero. Siempre saludaba con su clásico buenos días, mamachita y una sonrisa; la gente del ejido le regalaba comida, café con pan y uno que otro unas monedas con las que el hombrecito salía gustoso corriendo a la tienda a comprar su moroca –botella de trago de 100 mililitros–, porque era bien tunante. Nunca tuvo un hogar propio, pero eso sí, las autoridades le dieron lugar en la casa ejidal para que no durmiera en las calles, porque a menudo se quedaba tirado, totalmente borracho.
Enriquito, como solían decirle por su estatura, no medía más de 1.40 m. Vivió muchos años como si fuera uno más de los locales, siempre cobijado y procurado en la medida que se podía por el gesto solidario de la mayoría de los caleños.
Con el paso de los años el pequeño caminante se enfermó, al fin el trago le había causado estragos, pero hasta el final de sus días tuvo comida, medicamentos y cuidados en sus momentos de agonía. Cuando falleció los pobladores cooperaron para comprar su caja, hacerle su velorio y un funeral digno.
El pequeño viajero había partido y nadie supo nunca su edad, sus apellidos, quiénes fueron sus padres, dónde nació; creo que ni él mismo lo sabía, la vida anterior de ese hombre era un verdadero misterio. Se fue de este planeta silencioso, así como llegó, salvo lo feliz que pudo haber sido en sus borracheras eternas.