Nadia Ruiz
El día apenas bosteza cuando los primeros motores comienzan a rugir en alguna calle del barrio. Aún no ha salido del todo el sol, pero los transportistas de las combis ya están despiertos, listos para emprender una jornada más. Son los primeros en saludar al nuevo día y los últimos en despedirlo, con el volante entre las manos, la mirada fija en la calle y el oído bien entrenado para detectar cambios de clima, tráfico… y chisme.
Antes de arrancar, hacen la parada obligada: las tortas, los tacos de canasta o el tamal con atolito de la esquina. No hay menú que se compare con ese desayuno al paso que se come con una mano, mientras con la otra ya están dando vuelta a la manzana. Algunos puestos hasta les guardan su orden habitual. Porque si hay algo constante en este mundo, además del tráfico, es que el chofer de combi no perdona el desayuno.
Y claro, no puede faltar el ambiente. Hay combis que, desde que encienden el estéreo, parecen listas para animar una fiesta. Las cumbias sonideras salen por las bocinas con esa voz clásica de locutor que manda saludos al aire: “¡Para la gente trabajadora de la ruta 4, con cariño del Sonido Cachorrooo!” Y si no son cumbias, son mezclas de reguetón con salsa, electrónica con banda, o pop noventero con un remix inesperado. La música suena fuerte, y aunque no todos la pidieron, nadie se atreve a cambiarla. Al contrario, hasta parece que los baches se sincronizan con el ritmo, como si la calle misma bailara con cada rebote.
Durante el trayecto, los choferes saludan a otros compañeros de combi con códigos que solo ellos entienden: un claxon corto, una seña discreta con la mano, una ceja levantada o una mirada de “ánimo, compa, ya casi es mediodía”. Es una hermandad silenciosa que recorre las avenidas todos los días.
Y justo cuando el asiento aún conserva el calor del sol, comienza el desfile de personajes: sube la señora que todos los días toma la misma ruta, a la misma hora, con su misma bolsa del mandado. Ya no necesita hablar: el chofer la ve por el retrovisor y asiente. Ya se conocen. Luego viene el señor, joven o la señora que lleva su celular como si fuera una bocina portátil. Reproduce videos a todo volumen, sin audífonos, y sin pena. Que si la pelea del fin de semana, que si la reseña de un videojuego, que si el remix de moda. Lo cierto es que, nos guste o no, todos terminamos viendo y escuchando lo mismo que él. Porque en la combi, lo que se oye, se comparte.
No faltan los clásicos de la ruta: el que se queda dormido y se pasa tres paradas, el que paga con billete de 500 justo cuando va empezando la ruta y uno se encuentra más aire que gente, o la señora que sube narrando en voz alta la receta que le dio su comadre mientras habla por teléfono con altavoz. Aquí no hay secretos, ni espacio para la vergüenza: todos convivimos con todos.
Y sin embargo, entre tanto caos cotidiano, también hay momentos de ternura. La señora que agradece al chofer con una sonrisa, el niño que se asoma curioso a ver cómo se maneja una combi, o la risa compartida cuando alguien dice algo que rompe el silencio del pasaje. A veces, el camino se vuelve una cápsula de comunidad, donde todos formamos parte de una historia que dura unas cuantas calles.
Pero no todo es música y compañía. También hay que aguantarse las ganas de ir al baño durante horas, lidiar con personas groseras que suben de malas, que gritan o se quejan por todo. Y lo más pesado: el tiempo que no se pasa con la familia. Mientras otros disfrutan desayunos tranquilos, comidas en casa o una sobremesa de domingo, ellos están ahí, recorriendo la ciudad, como si el reloj nunca se detuviera.
Porque ser chofer de combi no es solo manejar: es tener el oído listo para cada historia, la paciencia de quien ha visto de todo y el alma de quien acompaña a cientos de personas a su destino sin saber exactamente qué carga lleva cada una. Son cronistas silenciosos de la ciudad, testigos anónimos de alegrías, enojos, reconciliaciones y mañanas con sueño.
Cuando el sol comienza a caer y pinta de naranja las esquinas, los choferes siguen al volante. Recogen a los últimos del día, saludan por última vez a sus compañeros de ruta, y bajan el volumen del estéreo que tantas emociones transportó. Uno que otro pasa de regreso por el puesto donde venden chicharrines… para pasar el antojo.
Así termina otro día en la combi, entre chismes, cumbias, baches y carcajadas. Y aunque cada día es diferente, todos tienen algo en común: en cada viaje, siempre —siempre— se recuerda dónde se toma “su” combi.