Guillermo Ochoa-Montalvo
Poesía en la ciudad, ¿qué es eso? Se lo pregunto a Ximena, quien fabrica sueños desde su oficio como poeta, como filósofa y trotamundos a quien me encuentro atravesando por el largo túnel de sus cincuenta años una mañana lluviosa en su viaje a Comitán.
La escucho hablar de la ruptura con su marido; de su decisión de no tener hijos; de su corazón sangrante ante batallas perdidas reconociendo que lleva un yo interno que todo lo boicotea quien todo lo destruye, de su incapacidad para retener parejas y ese dolor que le provoca causar dolor. Entonces abre su libro y me habla de poesía entremezclada con su vida de frivolidad donde sólo ella es el centro del universo y la ciudad pierde sus reflejos.
Y al escucharla, le insisto, ¿qué es poesía en la ciudad?
La poesía en la ciudad es una avalancha de autos en sentido contrario sobre el distribuidor vial, un semáforo en rojo, suficiente tiempo para encender un cigarrillo y apagar alguna pasión desbordada en el gran canal donde deben depositarse los malos momentos, es la espera del autobús ocultándome entre las letras negras del periódico para eludir la mirada inquisidora de los transeúntes deambulando como sombras por las calles con la carga de sus preocupaciones cotidianas y la prisa de un tiempo que los rebasa a cada segundo; un cielo gris de nebluhumo dejando pasar un rayo de sol por algún hoyo travieso por donde se asoma Dios curioso por saber a qué viene tanto ajetreo citadino.
Poesía la encuentras al ser devorado por la serpiente del Metro por donde viajan las melodías de cada mañana y hasta el anochecer entre millones de rostros anodinos presurosos al encuentro de una salida no equivocada en 17 segundos, suficientes para decidir un próximo destino incierto; la encuentras en el rostro añejo de una anciana sentada en el umbral de una iglesia con la mano abierta y tan vacía como su mirada; las calles duelen y un claxon te despierta del sueño en medio de la cinta asfáltica que algún día fueron lagunas y bosques por donde la historia deja testimonio de guerras y derrotas entre iguales y con ajenos.
Poesía en la ciudad es voltear los ojos hacia el apacible silencio del cementerio al encuentro de tus muertos, escúchalos hablar entre el viento que cala los huesos y lleva sus voces hasta tus sentidos hablando de lo que hay más allá de la tierra y los cielos; son ellos, los espíritus viajeros en este mundo de contradicción donde sus voces se escuchan como un estallido al caer el terrón de azúcar sobre una taza de café salpicando la hoja en blanco de alguien que no logra traducir en tinta esas voces imperceptibles para quienes viven envueltos en el mundanal ruido.
Poesía en la ciudad es la flor seca entre las páginas de un libro recordándote un episodio memorable en el inmenso torbellino de la sobrevivencia. Son los olores fétidos de un barrio mugroso donde habita el desdén, donde la basura no es tan asquerosa como la miseria humana de los millonarios y los hombres del poder ensoberbecidos.
Poesía citadina es caminar hacia la librería con los bolsillos rotos sin perder la avidez por un buen libro que no podrás comprar pero bastará con hojearlo y dejar su tinta impregnada a tus manos y tus huellas a sus hojas como prueba de presencia; es entrar a una cantina a orinar y encontrar un rostro conocido, embriagado sobre la fotografía de su desalmada amante y para quien no hay palabra posible; es mirar hacia los rascacielos de acero y cristal de Santa Fe, pensar que estás en la cumbre de alguno de ellos y con una alegre sonrisa de satisfacción lanzarte al vacío… poesía citadina es caer lentamente desde las alturas y sentir una mano amiga rescatándote de la muerte sin alardes ni reproches, regalándote de nuevo la vida con una sonrisa.
Poesía es el olor a fritangas, gorditas de chicharrón y suadero extendidos en el comal aceitoso y polvoriento de un puesto insalubre sobre la avenida Cuauhtémoc a la entrada del hospital; poesía en la ciudad la encuentras también en cualquier crucero donde la policía extorsiona al pobre, al transeúnte y al automovilista quien no reparó en la señal de contra flujo porque en esta ciudad todo es caótico y sombrío; son los coyotes aullando a las afueras de los tribunales de justicia, confundidos con judiciales y rateros pues entre ellos no hay mucha diferencia; es la mujer angustiada sentada a la puerta del reclusorio buscando la forma de liberar a su marido acusado de robar en la farmacia el medicamento para su hijo moribundo; poesía es la señora justicia cuya ceguera no la ha dejado sorda al dulce sonido de los billetes; poseía son los millones de mexicanos desempleados entregando decenas de solicitudes de empleo que nadie atenderá ni entenderá que detrás de cada una de ellas hay una familia hambrienta.
Poesía citadina es salir cada día con los zapatos rotos y el vestido ajado para lavar ajeno en la residencia del magnate que se levanta con la resaca de la noche anterior donde la cuenta de la borrachera equivale a dos años de trabajo de un obrero; puedes leer la poesía en los barrios populares donde los chavos se unen en bandas por no tener otra cosa que unir; son los grafitis irreverentes que gritan desde el silencio de un anonimato que hiede a miseria, despojo, enojo y marginalidad; poesía es también el canto desafinado de los trovadores callejeros con sus sacos grises deshilachados y cochambrosos en pos de una moneda; es la niña en medio del crucero de Reforma e Insurgente dando marometas entre los automóviles con la cara pintada de payaso metida en su vestido luido por el tiempo y su cara de desilusión al sentir el desaire inhumano de los indiferentes al dolor ajeno.
Poesía en la ciudad es cuando caminas por las empedradas callejuelas de San Angel y una jovencita teje sueños frente al balcón sin perderse una palabra del amigo cibernético aconsejándolo cómo conquistar el amor del más guapo de la preparatoria, escribiendo miles de mensajes prefabricados en su celular. No me podrás negar que eso no es poesía.
Pero no hay poesía citadina más elevada que aquella que se declama en la cenas elegantes de filantropía donde las alhajas brillan tanto como las sonrisas y la palabras de quienes se jactan de ayudar a los pobres con el dinero recaudado en la televisión que donaron otros más pobres y que llega a los miserables, pero no a los miserables de las colonias sino a los que acumulan cuentan bancarias millonarias. Poesía elegante, la que se escucha en los comedores de los restaurantes finos con el tintineo de las copas de Champagne brindando por una nueva alianza estratégica que permitió un delito más de cuello blanco impune ante la justicia y que abonará recursos al narcotráfico generando nuevas firmas al lavado de dinero.
Poesía bucólica es observar a la mujer haciendo un slice en el hoyo 17, escuchar el sonido del palo de madera golpeando la pelota de golf hasta la zona arbolada y luego un drive para dejarla en el green; deleitarse con su pasión por el golf al patear la bola hacia un bunker muy profundo en espera que su joven cadi acuda presurosos a rescatarla para luego departir con él en la clandestinidad del hoyo 20 de algún hotel furtivo, porque el hoyo 19 está demasiado atiborrado de miradas indiscretas.
Poesía es ver el rostro orgulloso de un periodista encerrado por escribir la verdad de un gobierno corrupto y soberbio donde los negocios de familia diezman los bosques, colapsan los puentes; sustraen los recursos de los damnificados por un huracán; o el gesto incrédulo de una periodista acusada por denunciar a los pederastas que lucran con la explotación sexual de las niñas y los niños.
Descubres la poesía de la ciudad, el canto sonoro de una madrugada al charlar con las mujeres de la esquina con sus faldas tan cortas como sus esperanzas, porque sus palabras de odio y rencor son poemas al corazón, ese cinismo aparentado oculta su debilidad y la venta de la pasión también oculta su deseo de ser amada. ¿No es eso poesía? Como la de la mujer solitaria en busca del príncipe que nunca ha de llegar porque ella, nunca se atreverá a salir del hoyo de su hogar.
Poesía citadina es mirar a través del ventanal a una mujer fumando con un vaso de tequila en la mano, y la atención puesta en la pantalla escuchado a la vidente televisiva; ¡qué poema es verla marcar el teléfono con desesperación en busca de un consejo de 35 pesos por minuto con la esperanza de recuperar el amor traicionero y el dinero perdido! Es su voz quebrándose al relatar su historia la que me hace estremecer, y en el otro ventanal, los consejeros de la vidente cagándose de la risa con las historias de esa mujer, recaudando dinero a raudales con los pobres ingenuos en busca de la felicidad.
Poseía es vivir muerto en esta ciudad y matar con tal de vivir. Poesía, en fin, es transitar por las calles oscuras en un gélido y lluvioso día, detenerte bajo la tenue luz de una luminaria del segundo piso del periférico, contemplar las luces de la gran ciudad, respirar el aire espeso, recordar el mar y las caminatas por el bosque, esperar pacientemente, sin prisa alguna para lanzarte a las ruedas del primer Mercedes Benz sin ninguna culpa para poder vivir en paz.
Poesía en la ciudad es, sin embargo, ver al fin el rostro de la mujer amada y saber que un beso bastará para quitarte los muros de encima y volver a creer que todo es cuestión de amor.
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