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Del “Querido niño guerra” al “Cabellitos de elote”

Del “Querido niño guerra” al “Cabellitos de elote”
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Elena Poniatowska

Hasta la fecha ninguna escritora mexicana había dejado un documento tan enriquecedor como estas cartas que le escribe Rosario Castellanos a Ricardo Guerra, de julio de 1950 a diciembre de 1967, con una interrupción de 1958 a 1966, año en que una Rosario deshecha se va de profesora visitante a Madison, Wisconsin.

Ojalá contáramos con documentos semejantes de Sor Juana Inés de la Cruz; pero, claro, entre las dos escritoras median trescientos años y la informática de nuestro siglo. Al menos la carta a Sor Filotea de la Cruz y los sonetos cortesanos a la Divina Lysi son suficientemente reveladores para que no tengamos que lamentarlo demasiado.

Las cartas de Mariana Alcoforado son –la duda ofende– muestra suprema de epistolario amoroso, que no correspondencia, pues a diferencia de Eloísa, quien consigna la voz de Abelardo, la monja portuguesa canta el amor a una sola voz. También Rosario Castellanos canta su amor en un solo sostenido y doliente que conforma su biografía.

De Virginia Woolf tenemos una correspondencia de una extraordinaria complejidad. Virginia nunca olvida que es inglesa y por lo tanto no pierde la ironía, la flema y la distancia frente a los acontecimientos. Nos resulta demasiado intelectual.

Con Rosario Castellanos podemos identificarnos todas las mujeres y su recit de vie, estas 77 cartas (de ellas dos de Gabriel a su papá y dos de Rosario a Gabriel), su lucha con el ángel que es ella misma (nunca palabra más apropiada para calificarla: ángel) nos la hacen irremplazable. Es cierto, cada ser humano es irremplazable, pero unos lo son más que otros y Rosario lo es totalmente.

Las cartas de Rosario son devastadoras, estrujantes, obsesivas, oro molido para psiquiatras, psicólogos, analistas, biógrafos y, ¿por qué no?, críticos literarios. Lo son también para nosotras las mujeres, que en ellas nos vemos reflejadas. ¿Qué mayor prueba de que muchas mujeres lo apostamos todo al amor que este documento epistolar? Nunca hubo otro hombre en la vida de Rosario; sólo Ricardo, siempre Ricardo. La suya es una inmensa carta de amor y desesperación que dura los 17 años de su convivencia y más, porque cuando Rosario venía de Israel solía interrumpir las conversaciones con una pregunta eterna: “Oye, ¿y no has visto a Ricardo?”

Ricardo y Rosario se conocen en México en la Facultad de Filosofía y Letras de la Unam, en Mascarones, a fines de 1949. Desde su primera carta del 28 de julio de 1950, los términos son de entrega absoluta. Le habla de “usted” antes del matrimonio. “Mire, le voy a decir cómo soy porque usted no me conoce.” Después le habla de tú. Se analiza mejor que cualquier psicoanalista. Se mira débil, hace propósitos de fortaleza; se mira dispersa, hace propósitos de trabajo y los cumple; se mira antisocial, es encantadora, deleita a todos con su conversación. Uno de los rasgos más conmovedores de su personalidad es la conciencia que tiene de su vocación de escritora: “Voy a matarme de trabajo, pero voy a ser escritora”. Otro, desde luego, es su fidelidad amorosa. Rosario confiesa:

Fui tan perfecta, tan plenamente feliz en los últimos 15 días gracias a ti, que esta separación no ha alcanzado a turbarme ni a destruirme. Estoy todavía demasiado llena, rebosante de esta felicidad que me diste; tengo todavía grandes reservas de dicha y espero que no se agoten antes de que tu presencia las renueve.

Se obsesiona: “Todas las noches lo sueño, pero es siempre la misma cosa angustiosa; de saber que usted está en alguna parte, de ir a buscarlo y de caminar y caminar y no alcanzarlo nunca”. Repite: “Nunca pensé que se pudiera necesitar tanto a nadie, como yo te necesito a ti”. Lo raro es que siempre es ella la que se va. En los años finales de su relación amorosa, 1967, precisa:

Creo que en estos últimos días he tenido una experiencia muy clara de lo que es la fidelidad. Ya ves que me quedé con la miel en los labios porque apenas estaba descubriendo las delicias de la sexualidad […] Yo te amo y eso le da un sentido perfectamente determinado a mi deseo. Mi deseo únicamente lo satisfaces tú. Yo no quiero que nadie ni nada se interponga entre esa nueva realidad que para mí es ahora tan rica y tan importante […] Es muy mi gusto y mi orgullo y mi alegría y mi seguridad de saber que mi cuerpo no conoce nada más que el placer que tú le has proporcionado. Y te aguarda con muchas ganas y con mucha paciencia […] Y piensa en mí ahora no como la esposa que exige el débito conyugal sino como la enamorada que quiere decir con gestos, con actos lo que no se puede decir con palabras.

Podría creerse que nos estamos asomando a una intimidad a la que no fuimos convidados y que la vida de pareja de Rosario no debería exhibirse en las plazas públicas. No lo pensó así el hijo de Virginia Woolf al sacar a la luz la relación amorosa de su madre con Vita Sackville West, no lo pensaron tampoco Ricardo Guerra Tejada y Gabriel Guerra Castellanos, quienes tuvieron el buen sentido de permitir que se publicaran estas cartas sin ningún tipo de censura. A ellos, a Raúl Ortiz que las conservó, al editor Juan Antonio Ascencio, tenemos que agradecérselo.

En 1950 Rosario viaja a Comitán, donde vive con su medio hermano Raúl, y desde allá escribe a Ricardo. Aunque las respuestas escasean y Rosario no cree merecer su atención, no deja de insistir: “…le escribiré mucho sin esperar a que lleguen sus respuestas”. Con que él exista basta. Añade con ironía: “Si usted quiere, haga lo mismo”. A lo largo de los años se repite la misma queja, Ricardo casi nunca responde y no conocemos sus pocas cartas. Sin embargo, cuando parece que Rosario ahora sí ya entendió y está a punto de la renuncia, le llega una tarjetita amarilla de las que vendían en el correo con el timbre ya impreso, misiva que da al traste con sus buenos, para ella malos, propósitos. Cualquier postalita basta para que ella olvide todo su sufrimiento y responda agradecida. Y en qué forma. Se desborda. Su alpiste se vuelve un haz de trigo. El amor tiene entonces a su más encendida panegirista. Como todos los enamorados, repite la fórmula de encantamiento: “Teamoteamoteamoteamoteamoteamo”, sólo que ésta, en su caso, no logra abrir puerta alguna.

Sus primeras cartas de Tuxtla y de Comitán son fascinantes porque habla de su tierra, Chiapas, a partir de ella misma. Rosario es una flor de invernadero, una blanca en medio de indios, una terrateniente en medio de desheredados. Más tarde, en 1952, al regresar de Europa, habrá de ir a Chiapas a trabajar por ellos. En sus cartas de 1950 se encuentran los puntos de partida de sus cuentos (Ciudad Real), de sus novelas (Balún Canán) y hasta de su poesía. En la carta del 7 de agosto de 1950 puede leerse casi textualmente el relato del indio que va colgado en la rueda de la fortuna y que ella describe en Balún Canán.

Su apreciación de Tuxtla Gutiérrez es pavorosamente exacta: “…pero además el trópico está sorbiéndome, la selva me traga. Tuxtla es una ciudad para la cual el único calificativo posible es éste: chata”. De Comitán escribe: “Este pueblo es completamente inverosímil, totalmente improbable”. Habla de San Caralampio. “No, no es broma. Así se llama el santo y le tienen una gran devoción y una espantosa iglesia.” Le cuenta a su niño Ricardo, a su “querido niño Guerra”, su propia infancia, que resulta ser la trama de Balún Canán: “Usted sabe que tuve un hermano y que se murió y que mis padres, aunque nunca me lo dijeron directa y explícitamente, de muchas maneras me dieron a entender que era una injusticia que el varón de la casa hubiera muerto y que en cambio yo continuara viva y coleando”.

Ya en su segunda carta aparecen los celos. Desborda impaciencia. Hace hipótesis. La asalta la duda. Sufre.

Si para Sor Juana el amor se perfecciona por los celos, en Rosario es, al contrario. Sus celos son patibularios, la destruyen y a lo largo de su vida se convierten en un refinadísimo instrumento de tortura que ella misma va puliendo y los demás alimentan con sus chismes. En Ricardo Guerra los celos de Rosario encuentran al sujeto ideal y una base muy sólida, tan concreta y voluminosa como el Monumento a la Revolución.

“Monstruo” es una palabra frecuente en sus cartas, las más de las veces atribuida a sí misma. ¿Sería una palabra de la época, así como el “grrrrrrrr” de las tiras cómicas para señalar su enojo? Monstruo, monstrua, monstruitos. Le entra “un angustioso deseo de ser perfecta”. Escribe:

Quisiera saber bailar y no ser gorda de ninguna parte y gustarle mucho y no tener complejos. Si usted me lo permite y me da tiempo me corregiré. Quiero ser tal como usted quiere que yo sea. Pero no me diga cuáles son mis defectos sino con mucha lentitud. Porque de otro modo me da tanta tristeza tenerlos que me enfurezco y decido conservarlos.

A punto de la crisis, estalla como un fuego de artificio su esperado sentido del humor. Aun así, la imagen que Rosario da de sí misma es lastimera, patética y, para quienes la conocimos, inexacta: “…soy tan insuficiente, me siento tan necesitada del calor de los demás y me sé tan superflua en la vida de todos. En cualquier casa a la que voy soy una intrusa, me ven como un bicho raro y desarraigado cuando no como un estorbo”. A Guerra le asegura:

…no me siento, bajo tu mirada, como bajo la mirada de los demás, como un insecto bajo un microscopio sino como una persona frente a otra persona, como una mujer frente a un hombre, como tu mujer. Y soy feliz de serlo, de estar marcada por ti para siempre; y no me arrepiento y no me avergüenzo y no niego ante nadie, ni ante mí misma, que soy tuya.

No hay respuesta: “…escríbame, mi vida. ¿Qué le cuesta? Aunque sea una tarjeta chiquita diciéndome que está bien y ya. Si lo hace, en el cielo ha de hallar sus tarjetitas postales para que esté contento y consolado. Y si no ya lo pagará con Dios”. Salta el autoescarnio: “Pero yo soy indudablemente un monstruo”.

En 1950, al concedérsele una beca del Instituto Hispánico, se embarca en Veracruz con Dolores Castro, su mejor amiga, y permanece en España de 1951 a 1952. Su letra redonda, compleja, nerviosa, es endemoniadamente difícil de leer. Ella lo sabe y prefiere escribir en máquina. En la proa del barco SS Argentina se sienta frente a la máquina portátil de Lolita Castro mientras otros pasajeros se asoman a observarla. Describe todo lo que ve en torno suyo, cómo se pasan las mañanas en cubierta y “las tardes subimos a proa a recibir todo el viento contra nosotros”. “Hay también piscina en las tardes y cuando uno se aburre demasiado organizan un ciclón.” Sus cartas son una preciosa crónica de viaje, describe ahí su relación con Dolores Castro, sus juicios sobre los españoles, sus compañeras en el Instituto Hispánico, su deslumbramiento ante El entierro del conde de Orgaz de El Greco.

 Resulta curioso comprobar que, a lo largo de sus cartas, Rosario no escribió sobre política o problemas sociales. Poco dijo cuando estaba en España, en sus últimas cartas no hay una alusión siquiera a los conflictos del país ni en sus artículos en Excélsior enviados desde Israel, aunque el ser embajadora la obliga a tener un buen conocimiento y por lo tanto a hablar y a escribir de política y muy bien (por algo es inteligente). De eso no escribía, pero actuaba. Mucho camino anduvo en Chiapas con el teatro Petul entre las comunidades indígenas. Y en su obra es evidente su preocupación por los problemas sociales, que como tales son también políticos.

Durante su estancia en España, la gran revelación para Rosario Castellanos es Santa Teresa. Decía: “[A] Dios, lo he perdido y no lo encuentro ni en la oración ni en la blasfemia, ni en el ascetismo ni en la sensualidad”. Ahora se abisma en la vertiente mística del amor:

…todo lo que usted me cuenta de que ha estado leyendo su Imitación de Cristo coincide con lo que he estado leyendo yo de Santa Teresa y San Agustín. Es que con este problema religioso yo no sé en qué voy a parar. Desde luego la religión es algo que jamás me ha sido indiferente y mucho menos ahora. Con mi corazón tengo un hambre horrible de ella, pero cuando trato de acercarme a saciarla se me oponen una serie de objeciones de tipo (¡!) intelectual. Yo que jamás razono, que no tengo ninguna capacidad lógica y sobre todo en este caso ninguna instrucción religiosa, me pongo a criticarla y a parecerme todo absurdo e irracional y por eso mismo inaceptable. Ahora estoy empezando a sospechar que estoy usando para entenderla unas categorías equivocadas. Porque no es con la razón, así en frío, como se puede llegar a ella […] Pero entonces me entró una curiosidad por lo que era la mística y me puse a leer a Santa Teresa. Mire, es uno de los libros que más me han conmovido y que más alcance han cobrado ante mis ojos. Volver a poner frente a uno la humildad y la caridad, con toda su trascendencia, con toda su importancia. Mi primer movimiento fue de total adhesión y el plan de cambiar de vida. Pero, ay, mis propósitos me duraban dos o tres días.

De Europa regresa a México a fines de 1952 y seguramente no se concreta su relación con Ricardo porque sale de nuevo a Chiapas para permanecer con su hermano Raúl en su rancho de Chapatengo. Allí comete un acto que la asemeja a Sor Juana Inés de la Cruz pero que a mí me parece una autoflagelación espeluznante: se rapa. Más bien dicho, con su complacencia, la rapa su hermano. Para que no se vaya, para que no la vean. Rosario se lo comunica por carta a Ricardo y a mí me suena a broma cruel:

Hoy para entretenernos organizamos una diversión que nos tuvo ocupados toda la mañana: Raúl me rapó, primero con unas tijeras; zas, afuera los mechones de pelo: luego, con otras tijeras más finas, cortarlo hasta dejarlo pequeñito. Por último, con la máquina de afeitar. Me dejó la cabeza reluciente, pulida, lisa. Nos divertimos mucho. Y además así no puedo irme, aunque quiera, hasta que me crezca, aunque sea un centímetro, el pelo. A ver qué jueguito se nos ocurre mañana.

Ricardo no ha tenido a bien informarle que se ha casado en 1951 con Lilia Carrillo y que esperan un hijo: Ricky. Mientras Rosario insiste en sus apasionadas misivas (y habrá de insistir siempre, cualesquiera que sean las circunstancias, salvo en 1967 en que de plano pide el divorcio), Lilia y él, becados en París, dejarán a Ricky con Socorro García, madre de Lilia. Tal parece que Ricardo da vueltas y revueltas como la ardilla de la fábula y resulta difícil seguirle.

En 1954 Lilia conoce al pintor Manuel Felguérez, se separa de Guerra en París, aunque esté embarazada de su segundo hijo, Juan Pablo, y regresa a México. (Más tarde, Rosario tratará a Ricky y a Pablito como propios.) Juan Pablo nace en casa de Socorro García, madre de Lilia, mientras Guerra va de París a Heidelberg. Al regresar él a México se divorcian.

Rosario regresaba de Chiapas, de su trabajo en el Instituto Indigenista, dirigido por Alfonso Caso; volver a ver a Ricardo y casarse es un solo acto. Se desposan a los tres meses de su reencuentro.

Rosario se casa con Ricardo en Coyoacán en enero de 1958, a un año de la publicación de su primera novela, Balún Canán, y cuando cuenta con 33 años. Salió vestida de blanco de la casa de Guadalupe Dueñas en la calle de Puebla 247, que antes fue de Xavier Villaurrutia.

Todo está implícito en las cartas, no es ella la que lo cuenta. Lo sabemos porque Rosario es ya una figura pública, circulan biografías, tesis, sobre su vida y su obra. Lo sabemos también porque el silencio es terriblemente elocuente. Las cartas nos esconden siempre los momentos cumbres, el del reencuentro en México con Guerra después de su estancia en París con Lilia Carrillo, el matrimonio en 1958, la vida en común, la muerte de la primera hija, los abortos, los intentos de suicidio, el nacimiento de Gabriel, la mudanza a la alta y moderna casa de Constituyentes, frente al Bosque de Chapultepec. Si Rosario entonces no escribe cartas por estar al lado de Ricardo, escribe poesía, cuento, novela, ensayo.

No cuesta trabajo adivinar lo que sucede dentro de la casa de Constituyentes. A veces visualizamos una película de suspenso; otras, una de terror. No es que como toda pareja Rosario y Ricardo se peleen, se dañen, se separen, se reconcilien, hagan propósitos de enmienda y se toleren, sino que, ante la incertidumbre y el rechazo, Rosario opta por culpabilizarse. Pide perdón. En realidad, ella es la única responsable por no saber aceptar, por padecer celos desmesurados, por no entender, por caer en estados de rabia, por reclamar. Ella debe comprenderlo todo, buscar la convivencia y, para no volver a hacer nunca más una escena, recurrir a los tranquilizantes. Se piensa fea, gorda, fodonga, histérica. Con toda razón, él busca en otras lo que no encuentra en ella. Todas las demás han de ser mejores. Rosario no lo satisface porque es un “monstruo”. De Ricardo realmente no sabemos sino lo que Rosario nos dice o lo que resulta fácil deducir de las cartas cuando Rosario es explícita. Su desgracia gira en torno a la infidelidad de Ricardo, pero la única responsable es ella. ¿Cómo son las otras? Lilia Carrillo es apenas un fantasma, una aparición momentánea, un único telegrama que avisa que tal día recogerá a sus hijos. Selma en cambio tiene más presencia y Rosario, que a pesar de todo busca siempre la reconciliación, le escribirá a Ricardo que no acepta viajar con él a Puerto Rico porque no quiere herir a Selma.

Y también se sentirá culpable: “Ojalá que yo no pierda los estribos al volver a México y que la gente que tenga que vivir conmigo no tenga que compartir mis problemas que, en última instancia, son míos y nadie más que yo puede ayudarme a resolverlos”.

La atmósfera con la que lidia Rosario en Constituyentes no es precisamente apacible. Se suicida la madre de Lilia Carrillo, Socorro, abuela de los niños que Rosario cuida, y aunque del suicidio se hable mucho en Constituyentes –a tal grado que hasta Gabriel de cuatro añitos en uno de sus berrinches amenace con quitarse la vida–, todos lo toman con calma.

Nada le afecta más al ser humano que el aprendizaje sentimental, que nos tortura hasta el último minuto de nuestra existencia. La vida amorosa de Rosario es una tragedia porque es trágico no obtener respuesta y empecinarse, revolcarse en la esperanza nunca realizada. Rosario vive esa tragedia cotidiana y sin embargo escribe. Su cerebro dividido en dos lóbulos frontales está en realidad habitado por dos propósitos: uno para escribir, otro para sufrir. Aparentemente no se mezclan. Rosario puede pasar de la más pavorosa escena de celos a su mesa de trabajo. Y no se desfoga sobre el papel. Escribe. No se vuelca en catarsis psicoanalítica. Hace abstracción, traza sus signos, al descifrarse descifra al mundo.

Por fin, en 1966, Rosario decide salir y aceptar una invitación como Visiting Professor a Madison, Wisconsin. Ha tenido una muy mala época: jefa de Prensa e Información en la unam, la afecta la violenta salida del doctor Ignacio Chávez de la Rectoría, obligado por una runfla de estudiantes. Sin embargo, en medio de su tragedia personal que la lleva a la zozobra y al desfallecimiento, a intentos de suicidio y a estancias en el hospital psiquiátrico, a recurrir incrédula y rechazante a psicólogos y a creer que en el Valium 10 “se condensa, químicamente pura, la ordenación del mundo”, Rosario Castellanos jamás deja de expresarse, decir, comunicar. En los años cruciales se publican 14 libros entre prosa, ensayo, poesía. Nada valen, no importan, a Rosario se le borra por completo su bibliografía cada vez que descubre una nueva infidelidad. Es admirable ver cómo en la soledad de Madison un ser tan desbaratado va armándose a sí mismo, aprende a manejar sus depresiones, se da cuenta de lo cíclico de sus estados y se previene contra las caídas. Finalmente logra desarmar los mecanismos de sus dolores, que son de la inteligencia, aunque hay marcas que no desaparecen en ninguna de sus cartas, la huella de una infancia que regresa continuamente a perseguirla. En Madison aprende a cargarla, el costal de recuerdos y vivencias dolorosas ya no la tira. Simplemente Rosario se rehúsa a ser víctima.

Una de las cartas de Madison, Wisconsin, la de septiembre 14 de 1966, dice:

A esas altas horas de la noche me preocupo porque se fue María, porque Gabriel tiene gripa y se puede enfermar, porque pueden suceder tantas desgracias. Luego me doy cuenta de que lo único que estoy haciendo es sacar el bulto a mi verdadero problema, al que me tengo que enfrentar ahora sin ningún paliativo y sin ningún pretexto: ¿soy o no soy una escritora? ¿Puedo escribir? ¿Qué? Como preparar las clases me lleva mucho tiempo, voy a dedicar los fines de semana a eso, en serio. A ver qué pasa. Si no lo soy no me voy a morir por eso.

Para este momento, Rosario ya había escrito sus dos novelas, Balún Canán (1957) y Oficio de tinieblas (1962), y los libros de cuentos Ciudad Real (1960) y Los convidados de agosto (1964). En poesía había publicado Trayectoria del polvo (1948), Apuntes para una declaración de fe (1949), De la vigilia estéril (1950), El rescate del mundo (1952), Poemas (1953-1955 y 1957), Al pie de la letra (1959), Judith y Salomé (1959) y Lívida luz (1960).

En 1961 había recibido dos premios: su hijo Gabriel y el Villaurrutia. Escribía el prólogo a La vida de Santa Teresa. En 1962, los críticos habían puesto en sus manos el premio Sor Juana Inés de la Cruz. Desde 1963 sus artículos de crítica literaria aparecían con regularidad en Excélsior. Era reconocida, después de la del Centro Mexicano de Escritores le había sido otorgada la beca Rockefeller en 1956, era catedrática en la Facultad de Filosofía y Letras de la Unam. ¿Será posible que la inseguridad amorosa aniquile lo que debería ser su más íntima convicción: su oficio? Rosario ya ni siquiera se plantea si es buena o mala escritora, lo cual parecería normal, sino si es o no escritora. ¿Se tortura por ello? Quiere comprobarlo a los 41 años en la soledad de su nueva vida en Wisconsin.

Algo tremendamente conmovedor es ver que Rosario trabajó toda su vida; ni en las peores circunstancias, ni en los momentos más duros eludió sentarse frente a su mesa, acudir a su oficina en el noveno piso de la Unam, dar su cátedra en Filosofía y Letras, impartir conferencias. Trabajó siempre, pasara lo que pasara, y no es que se obligara o fuera estoica, sino que tenía una enorme disciplina y un sentido feroz del deber. En su discurso del 15 de febrero de 1971, en el Museo Nacional de Antropología, Rosario reitera que el ser que trabaja merece el respeto de los demás, y afirma que en México no es equitativo el trato entre hombre y mujer. En la universidad de Madison, como tiene demasiados alumnos, el decano decide que una parte debe pasarse a la clase de otro maestro. Ninguno se quiere ir, protestan y finalmente todos se quedan con ella. Rosario posee en la universidad un séquito de alumnos que la adoran y sin embargo no logra abandonar el lenguaje de la derrota.

La correspondencia de Rosario es un formidable documento vital, un testimonio de primer orden que seduce a las mujeres y a los hombres a quienes les interesa comprender a las mujeres. Después de leerla uno se queda con ganas de comentar, discutir, sacarla del atolladero y, al sacarla, sacarnos también, aunque nuestra situación no sea exactamente la misma e incluso creamos que es mejor.

Las cartas son un proceso liberador y un triunfo, una guerra compuesta de muchas batallas ganadas por ella misma día a día. Me atrevería a afirmar que, si no supiéramos de su prosa ni de su poesía, sus solas cartas harían de Rosario Castellanos un ser humano admirable.

Aspecto notable es el del humor, incluso a costa, o, mejor dicho, sobre todo a costa de sí misma, y esto no abunda entre las escritoras mexicanas, aunque no le gustan los chistes que se hacen sobre su relación con Ricardo y se queja de Sergio Pitol y de Luis Prieto y de que “Ricardo quería un Castillo, pero se lo dieron con Castellanos”, chiste del propio Guerra, que le parece cruel. Antes que ella, María Lombardo de Caso es la única que ha incurrido en el terreno de la ironía. Sólo los inteligentes son capaces de hacer chistes sobre sí mismos. Los tontos son los que repiten chistes ajenos. A Rosario, su inteligencia le hace darse cuenta muy clara de sus procesos y muy pronto aprende cómo penetrar en ella; pero no sólo en ella, sino en su propio hijo, Gabriel, al que conoce al derecho y al revés no porque esto le sea dado o porque su hijo se le parezca como gota de agua, sino porque es una observadora fuera de serie. Sus insights en los demás son más que penetrantes, deslumbrantes y por ello sus críticas literarias resultan muy lúcidas, muy afortunadas. Al único que nunca logra ver porque lo ama de amor loco y ciego de enamorada loca, sorda y ciega es a Ricardo. Ricardo se le escapa en todos los sentidos.

El viaje de su hijo Gabriel a Madison es para Rosario un prodigio, pero nunca tanto como para nosotros lo es la lectura de las cartas de doña Rosario Castellanos enviadas a Ricardo Guerra a partir del 5 de enero de 1967. Digo doña Rosario Castellanos porque no puede uno menos que quitarse el sombrero ante su valentía, el amor con el que trata a su hijo y, de paso, también a Ricardo Guerra.

Gabriel, el niño de cinco años, repite exactamente la misma conducta, pero ahora la “otra” no es Selma, la nueva “pareja” de Ricardo, sino su propia madre, que no merece regresar a la casa de Constituyentes, que no debe tener un Volkswagen, que es una criada a la que su padre corrió a cachetadas. Rosario lo escucha todo con una suprema ironía y con un conocimiento de la gente menuda que ya quisieran los psiquiatras. Aplica su terapia, más eficaz que cualquiera se haya dado en hospital alguno. Su sentido del humor no la abandona ni tratándose de su hijo, no la abandona ni en las peores circunstancias, no la abandona ni cuando el niño, haciéndose eco de otras patizas, la patea una y otra vez mental y emocionalmente o, como dice la propia Rosario, se dedica a chuparle el hígado hablándole de un suceso que Ricardo no ha tenido el cuidado de informarle. Rosario no acepta, como una abnegada madrecita mexicana, el sufrimiento que su hijo le inflige, al contrario, lo combate con una nobleza apabullante. Si Gabriel ha de salvarse ha de ser por su madre, y precisamente aquí y ahora. Rosario toma el toro por los cuernos. Nunca deja de observarlo. Su inteligencia del corazón es tan vasta que resulta muy difícil entender cómo es posible que no la haya logrado en su relación de pareja. La única explicación parece ser la de que Guerra no la quería, nunca tuvo voluntad ni capacidad de amarla…

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