Guillermo Ochoa-Montalvo
En otro momento, la visita de Virginia, me habría entusiasmado; ahora esperaba impaciente a Aurora. Un mes sin verla, un mes esperando su visita para el famoso bautizo como Testigo de Jehová. Y en su lugar, llegaba Virginia. No pude simular la sorpresa de encontrarme con Virginia después de dos años de no verla.
─¿Cómo me localizaste?, le pregunté , especulando en silencio, sobre las diferentes posibilidades.
─Fue sencillo. Apenas regresé a México acudí a casa de tus padres a buscarte. Supuse que a la muerte de tu padre, te quedarías con la casa. La señora a quien se la rentas, me proporcionó la dirección adonde debía enviar la correspondencia; y ahí, tu sobrino me dio esta dirección.
Virginia echó un vistazo rápido a la habitación. La mesa-escritorio; la máquina de escribir; platos, cubiertos y vasos apilados en el fregadero; la despensa improvisada, los comales eléctricos y un pequeño refrigerador en la cocina; las sillas de madera; la ausencia de una sala; al fondo, la cama y el baño. Tampoco disimuló su desagrado al percibir tanta humedad; ese olor característico de los vetustos edificios del Siglo XVII.
De pie, aún en la puerta, me disparó sin misericordia una batería de preguntas, a las cuales, no deseaba responder.
─¿Cómo es posible que vivas en estas condiciones contando con la residencia de tus padres? ¿Qué tanto haces con el dinero de las rentas? ¿Qué le hiciste a tu departamento? ¿Qué clase de manda cumples o a qué se debe este sacrificio? Virginia no dejaba de hacerme otras preguntas similares; sus ojos reflejaban terror, incredulidad, desazón, y quizá, hasta decepción.
Quise explicarle, pero me contuve. Estaba harto de vivir como la gente deseaba verme, no como yo me sintiera a gusto. Eso explicaba todo. Empero, de antemano sabía que mi argumento resultaba pobre e inverosímil para cualquiera. La gente asocia el confort con el éxito, el triunfo y el estatus. Yo, después de lo sucedido, ya no.
Durante la preparatoria y la universidad, Virginia y yo, conformamos un buen equipo de trabajo. A mí se me facilitaba escribir las tareas y a ella, exponerlas en clase. Su léxico y dicción fluía como manantial. A su atractivo físico, se sumaba la elegancia en el vestir y en esos ademanes tan suyos que cautivaban a cualquiera. Su capacidad para disertar e improvisar le daba un toque doctoral durante sus exposiciones; acariciaba cada palabra, las frases las convertía en jardines floridos; le bastaba darle una leída al escrito para encadenar eslabones de ideas con magistral capacidad retórica; lo oral siempre fue lo suyo, tanto en clase como en la cama.
Sucedió en una excursión de prácticas de campo de la preparatoria cuando nos conocimos en términos bíblicos. Al acampar, ocupamos la misma carpa. Quizá por miedo, frío o ambas cosas, nos abrazamos esa noche sin saber cómo terminamos haciendo el amor. Al día siguiente, ni siquiera tocamos el tema. Cada cual amaba a su pareja con verdadera lealtad
De alguna forma, sin embargo, a partir de entonces, nos cobijábamos el uno al otro cuando nos necesitábamos.
─Virginia, me siento deprimido, te invito esta noche. ¡Hagamos el amor…!
─Hecho. Pero no mames, tú y yo jamás haremos el amor; simplemente cogemos y eso es todo. No lo quieras adornar.
Y así, pasaron los años. Siempre acudiendo el uno al otro como compañeros sexuales sin mayor compromiso, que despertar y salir corriendo cada cual a su casa. Esa fue la única regla no escrita entre nosotros, ni tu casa ni la mía. Y ahora, en estas condiciones, mucho menos querría pasar una noche en mi cuarto.
Salimos a almorzar con los árabes a San Jacinto y más tarde, al Bazar del Sábado a comprar pinturas para decorar el cuarto. Comimos, entramos al cine y al anochecer, nos encontrábamos caminando por la calzada de Tlalpan.
El humo del cigarrillo danzaba en la habitación haciéndose visible con las luces intermitentes de neón que se filtran por la ventana dibujando sobre la pared la palabra “Motel”. Sobre el rostro de Virginia, se proyectaba la letra M con que se escribe mujer. Ella duerme; la observo. La delineo en mi mente como queriendo archivar su expresión laxa; sus mejillas delicadas; sus labios entreabiertos y saciados. En sus párpados inquietos, adivino su sueño; su cabello es una cascada serpenteando sobre su cuello. No puedo dejar de observarla.
Yo no soy poeta; si acaso, un poco poético; sin embargo, Virginia es la poesía encarnada. Podría dibujar cualquier segmento de su cuerpo y encontraría en cada imagen un motivo de admiración. Yo siempre me preguntaba, ¿Por qué un fotógrafo puede descubrir, lo que yo nunca veo? Y hoy, entiendo que la fotografía es una cuestión de enfoque, como la vida misma.
Enfoco mi mirada en Virginia; ahora cierro los ojos para seguirla viendo. Desde esa perspectiva la reinvento, la delineo, le escribo una nueva historia. Pero apenas abro los ojos, sé que seremos por siempre, las huellas que vamos dejando en el camino y así debemos aceptarnos.
—No eres tú, son tus deseos sobre el futuro lo que me perturba; podremos estar separados pero siempre nos mantendremos unidos, —me dijo mientras apuraba el último cigarrillo.
—Eso es mejor que estar juntos y desunidos; aunque preferiría estar juntos y unidos, —le respondí, mientras nos vestíamos. Nunca antes habíamos hablado de ese tema ni en esos términos; pero a los 37 años, uno empieza a sentir la necesidad de estar acompañado de otra manera. No obstante, cuando lo pensaba dos veces, regresaba sobre mis propios pasos para dejar las cosas como estaban.
—Ya viví la experiencia de estar junto y separada de alguien al mismo tiempo; no deseo tropezar con la misma piedra, vivir unidos pero separados, es lo indicado, —me insistió.
Al salir del motel abordamos un taxi con rumbo a la Condesa. Caminamos en silencio por las oscuras calles de Ámsterdam, tomados de la mano. Yo construía para mis adentros, el diálogo perfecto. Ella, de seguro, hacía lo mismo.
—¿Por qué vives en cautiverio?, —me preguntó.
—Si no salgo, me acusan de ermitaño y si salgo, me acosan, eso debe ser, —le respondí esbozando una sonrisa pícara.
—Entonces, ¿por qué yo?, —me pregunta sin esperar respuesta.
—Pasaste a mi lado; fueron tus feromonas las causantes, eso fue todo, lo sabes. —Reímos y nos besamos a media calle.
Nos acomodamos en una banca del Parque México. A media noche tiene un cierto encanto que embruja. Atravesé las piernas entre la banca, me recargué en el tronco que sostiene el techo, también de troncos. Virginia, subió los pies y se recargó en mí. Ambos dirigimos la mirada hacia el lago; hacia el mismo horizonte y sin embargo, distintos pensamientos nos invadían.
Hay veces, que preguntar es peligroso, se corre el riesgo de conocer la verdad; de anticiparse a la realidad y desde ahí, quedar en la orfandad de la ilusión. Preferí callar.
—Tu cabello huele a leña de otro bar, —le dije bromeando.
— ¡Qué raro!, es el mismo de siempre, —me respondió levantando la cara, en busca de mis labios, encontrándolos sedientos de ella. La turgencia de su deseo se dibujó bajo su blusa; de inmediato, mis dedos exploradores la cubrieron con delicadeza.
— ¿Te quedarás conmigo esta noche?, —pregunté.
—Pero ya sabes, ni en tu casa ni en la mía, ─respondió, mordiéndome las palabras en lo más profundo de mi boca.
—Como tú quieras; siempre es como las mujeres quieren.
—Nosotras siempre queremos que ustedes quieran lo que nosotras queremos, eso mantiene el equilibrio.
Una pareja, igual de extraviada que nosotros, a la chica la envolvía una luz morada; a él, una luz parda.
─¿Regresarás a Miami con Alfredo?, le pregunté con curiosidad.
—No quiero ser una pareja como esas que hacen del amor un suplicio; un pretexto para sufrir porque encuentran en el sufrimiento el único placer digno de sentirse con emoción. Quiero seguir viajando para encontrar mi espacio. Quiero constatar que nunca se está demasiado lejos cuando se está con una misma. Quiero extrañarlo, invocarlo con la certeza de sentirlo a mi lado aún en la distancia, ¿comprendes?
— ¿Quiere decir que tu idea de viajar a Argentina sigue en pie?
—Nunca he desistido de ello, — me dijo secamente.
—Cuando un mexicano migra al Norte, pienso que es muy pobre; cuando lo hace a Europa, doy por hecho que es muy rico; cuando migra al Oriente, los admiro por su espiritualidad; pero cuando migra a Sudamérica…. ¡no sé qué pensar!
De un giro, Virginia se montó en la banca frente a mí para mirarme a los ojos. Me tomó de las manos y sentí en ellas, la tibieza de su corazón. Con la voz más dulce que emana de sus labios, me dijo:
—¿Sabes?, de Occidente al Tíbet hay una distancia insalvable para las mentes sin luz… en el Tíbet aprendí que nunca moriré, que será mi cuerpo el que se pudra… pero antes de eso, aprendí que la ropa nos disfraza y nos hace pecaminosos, morbosos, y al ocultar el cuerpo, exterminamos su belleza para convertirla en algo terriblemente feo. La piel es un vestido que debe lucirse con elegancia y delicadeza. Pero debo reconocer que el Tíbet tiene una altura tan, pero tan elevada, que los pobres occidentales todavía nos aferramos a los mitos y tabúes sexuales debajo de la tierra, mordiendo el rebozo con vergüenza…
Virginia volvió a girarse para recarga su espalda en mi.
¡Hazme piojito!, —remató diciendo con ese humor siempre sorpresivo.
Un policía se acercó para advertirnos del riesgo que corríamos al estar a medianoche en un parque solitario. Nos invitó a retirarnos y así lo hicimos.
A los lejos se veían las luces de neón de un viejo motel.
¿Por qué no te quedaste a vivir en el Tíbet? Habrías sido feliz practicando la poliandria. ¡Imagínate! Con varios esposos podrías construir a uno perfecto, así tendrías uno para cada estado de ánimo y para cada ocasión según sus habilidades y gustos.
—No necesito tener maridos para hacer eso. Ya lo comprobaste esta noche, así como todos estos años en que recurrimos presurosos el uno al otro sin discursos románticos de por medio.
─¿Sabes que ya vamos a cumplir 20 años de conocernos?, comentó en voz baja, como si alguien la escuchase.
─No. No es algo que tenga en mente; siendo así, ya podemos regularizar nuestro amasiato…
—No te apasiones querido, sólo me gustas más de acompañante sexual, —me espetó cuando le dije que ya sentía que la amaba.
—No me imagino viajando juntos, manteniendo una casa; mucho menos, despertando cada mañana juntos…
Subimos a la habitación. El lúgubre motel hedía a sudores de sexo apresurado; a lavanda barata y a humedad que se añeja con las huellas furtivas de sus visitantes.
Entramos a la habitación. Virginia se desnudó y de inmediato se tendió en la cama. Yo pasé al baño a darme un duchazo y mientras el agua corría por mi cuerpo, pensé en sus palabras: “El sexo es una necesidad biológica. Placentero cuando hay emoción; lúdico en la aventura; deslumbrante cuando se carga de ilusión; pasional en la atracción; sentimental en el amor; creativo en la confianza; cosquilleante en la abstinencia, y mecánico cuando sólo se trata de sacarse las ganas… Pero entre nosotros, todo se conjuga en un sexo sentido…”
Cuando salí del baño, ella dormía profundamente. No la molesté siquiera. Cuando desperté, ya se había marchado.
de