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Aroma de copal en el jardín de los Martínez Pola

Aroma de copal en el jardín de los Martínez Pola
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Contando historias desde Napiniaca

Desde la antigua Napiniaca, en la casa de la familia Martínez Pola, una familia tradicional de Chiapa de Corzo, este pasado viernes, nos abrieron las puertas de su hogar, ubicado en la avenida Domingo Ruiz del centro de la ciudad, para concluir la última etapa de nuestro taller de alfarería. Esta fase corresponde a la quema o cocción de las piezas, la cual requiere un espacio al aire libre. Recibimos un trato de lo más amable por parte de don Lalo y su hermana Rosa María, hijos del matrimonio del arqueólogo Eduardo Martínez Espinosa (♱) y la profesora María de los Ángeles Pola (♱).

A este taller lo hemos denominado “Victoria Pérez Sánchez” como homenaje a la gran alfarera de Nucatilí (toponimia de “nucandilii”: nucá = piedra o peñascos y ndilii= cerros o lomas, lugar ubicado a 8 kilómetros al oriente de la ciudad), quien fuera madre de la maestra que imparte este curso y que falleció lamentablemente el año pasado. Todo esto me recuerda el poema de la mujer del centenario, Rosario Castellanos, que dice: “Manos también de barro/cántaro, te moldeaban/Y un amoroso aliento/en tu barro guardaban”.

Este último paso, lleno de análisis y observación, nos permite imaginar cómo funcionaba esta producción artesanal y las formas en que se organizaba una sociedad indudablemente prehispánica. Familias que en la antigüedad fabricaban estos artefactos para satisfacer necesidades básicas de cooperación entre comunidades, actualmente han quedado reconocidas por barrios o colonias en Chiapa de Corzo, identificados con su peculiar quehacer artesanal, como los mascareros, escultores, laqueadoras, bordadoras y, por supuesto, alfareros que viven en resistencia ante el mundo globalizado; de los últimos mencionados quedan prácticamente pocos.

Con un buen vaso de pozol ofrecido por la familia anfitriona, observábamos tanto a la maestra como a las alumnas lijar sus piezas con piedras de río antes de construir el horno donde serían quemadas. Conversábamos un poco sobre cómo estos actos de creación involucran al pensamiento y la palabra, que al final del día se verán transformados en un objeto tangible.

La cerámica es vista como parte de una continuidad que nos permite reconstruir la historia y el desarrollo social de los grupos humanos que nos antecedieron. Al menos eso conversábamos en algún momento con alumnos y maestros de la escuela de Arqueología (UNICACH), que participaron en este taller el cual cumple este mes su cuarto ciclo. Entre otros aspectos destacables a la vista de estos futuros arqueólogos, está identificar a los artesanos, su identidad, el ámbito familiar de la producción y, por supuesto, su asentamiento.

Mientras recuerdo anteriores cursos, don Lalo y don David Díaz Gómez (don Deivid, como le digo de cariño), quien es un tejedor de instantes fugaces, un artista de la fotografía cuyo lienzo sin duda es el tiempo y su pincel su particular mirada para capturar momentos que pocos ven, ambos interrumpen de manera oportuna comentando que, como en este mes, pero en 2018, en este preciso jardín se encontraron vestigios arqueológicos. Don Lalo nos narró que se hallaron ofrendas y dos personas en posición fetal divididas por una laja cuadrada a 50 cm del piso. Las vasijas encontradas eran las clásicas chiapanecas, redondas con tres patitas de bola. Uno de los cuerpos hallados, como dato curioso, tenía problemas de columna según la arqueóloga encargada del análisis. Entre las cosas que sucedieron en esa ocasión, nos comenta la siguiente anécdota:

“Ese día le mandé a la muchacha que me ayuda en la casa que me trajera periódicos viejos para envolver lo encontrado y así pudieran llevárselo los arqueólogos del INAH. Tal cual obedeció lo que le dije, me trajo los más viejos, de hace 30 años. Yo, sin darme cuenta, eran los periódicos de mi acervo (se soltó una pequeña carcajada). No me había dado cuenta hasta que uno de los arqueólogos me dijo”:

— Oye, Lalo, en este periódico hay una nota de tu papá.

— ¿Cómo? Cuando lo vi, en vez de molestarme con ella, pude sentir que mi papá estaba presente ese día tan importante en el jardín.

Después me encontré un tercer entierro, pero cometí la tontería de limpiar las piezas y recibí regaños de los mismos arqueólogos porque me comentaron que casi siempre quedan restos de lo que comían. Actualmente, todo lo encontrado se encuentra en las bodegas del INAH.

Para ese momento, doña Marthita acomodaba la leña de madera de copal y mulato. El copal expide un olor agradable que inundó el jardín y que fue detectado inmediatamente por doña Rosa María. El copal, en su vocablo náhuatl “copalli”, significa “resina” o “que huele”. Se conoce que en México y en algunos otros países de Centroamérica, es una resina aromática que se usa como incienso. Los inciensos son mezclas o, a veces, ingredientes puros que al quemarse desprenden un olor fragante y que desde hace miles de años se utilizan en muchas partes del mundo con fines rituales y religiosos. La resina de copal se obtiene de árboles o arbustos, también llamados copales, clasificados por los botánicos dentro del género Bursera, que pertenece a la familia Burseraceae, una familia de plantas que producen aceites y resinas aromáticas apreciadas por la humanidad desde la antigüedad, como lo comentábamos anteriormente, para elaborar inciensos e incluso perfumes o remedios. Los copales no sólo son quemados en sahumerios, también, en algunos casos, la resina se usa en té para la bronquitis o se aplica localmente como cataplasma para la tos y las reumas.

La segunda madera, el mulato, tiene un uso similar según Faustino Miranda. Este árbol resinoso es fuerte y firme, aunque ligero y fácil de trabajar. Es poco durable si se expone a la intemperie por el riesgo a pudrirse, por eso se usa solo como leña, pero si se seca rápidamente puede ser aprovechada para chapas, cajas y para construcción en interiores. La resina se usa en algunas partes como sustituto de la cola y como cemento para pegar piezas rotas de loza o vidrio. Hervida en agua y endurecida, se usa a manera de copal incienso. A veces, el principal uso que se le da al mulato es para cercas, ya que las estacas prenden con facilidad y crecen con rapidez. Por cierto, Jacob Moreno, hijo del destacado artesano Javier Moreno, nos acompañó ese día en la quema e hizo un comentario final sobre esta madera diciendo que don Pedro Jiménez, otro renombrado artesano de Chiapa de Corzo, la usaba anteriormente para hacer máscaras de Parachico.

En la última etapa, doña Marthita acomodaba las piezas de barro bien pulidas dentro de este pequeño horno que ella misma fabricó en cuestión de minutos, con una cama muy bien extendida de olote, que es realmente útil ya que ayuda a que el fuego prenda rápidamente, dejando dentro de estas paredes de madera las piezas de las alumnas participantes, entre ellas la antropóloga Wendy Moreno, la profesora María Aída Molina y la joven Rocío Guadalupe Gómez. Mientras esperamos la cocción de las piezas, algunos preguntan: “¿En qué tiempo estarán las piezas?”. La maestra contestó:

— Hasta que la leña se queme toda.

Entonces todos quedamos como espectadores viendo a la naturaleza marcar su propio tiempo. Doña Marthita sabe mucho de eso, demiurga del barro ya que desde los 12 años inició haciendo trastecitos como si fueran juguetes. Recuerda a su mamá en este oficio desde su casa de horcón y lodo, hoy llamada arquitectura vernácula, construida con los elementos de su entorno. En vida, realizaba grandes piezas de barro, desde tinajones u ollones, que todavía en su casa se conservan algunas piezas de terrosas siluetas que seducen a cualquiera que las ve. Toda esta enseñanza se la deben a doña Rosa, su abuela, aunque su abuelo no se quedaba atrás, también trabajaba las tejas de barro, solo que él buscaba un poco más cercano al río porque este barro es más arenoso. Nos platica con melancolía:

“Antes todo era libre, lo que necesitabas para trabajar solo lo buscabas y ya. La naturaleza te daba lo necesario sin pedir permiso a nada ni a nadie. La fortuna que tuve es que mi mamá nos dejó un terreno que es nuestra materia prima para seguir trabajando.”

A esto los arqueólogos lo denominan bancos de arcilla. Recuerda que doña Victoria comercializaba sus piezas en los mercados, entregaba docenas de comales. Llegaba gente de Palestina a buscar las piezas bien hechas de doña Victoria. Se dormía a las 2 de la mañana, le gustaba trabajar en la quietud nocturna moldeando sueños en el barro frío, y aunque la luz era un impedimento, trabajaba con un quinqué. Puedo imaginarme a doña Victoria entre las sombras alargadas dándole vida a ese barro mudo, una mujer que dormía poco, se levantaba a las 4 de la mañana a terminar los encargos. En algunas ocasiones hacía trueques de trastes por carne. A sus 87 años cerró sus ojos y descansó de una vida de esfuerzos, de caminatas para lograr la venta de sus piezas, quedando en la memoria sus cálidas manos en cada objeto nacido de su oficio.

En el pasado de Nucatilí, recuerda doña Marthita que antes había más personas trabajando el barro y fueron desapareciendo debido a su deceso y a que los descendientes ya no encontraron el gusto por este oficio. Doña Josefa era una de ellas, contemporánea de su mamá, también muy reconocida, vivía muy cerca de su casa y realizaba grandes piezas, pero falleció aproximadamente hace 3 años. Así nos comenta de otras señoras como doña María y doña Antonia; esta última sigue viva, pero sufre de sus facultades mentales, lo cual hace imposible que continúe su labor. Sumado a eso, una de sus hijas experimentó sentimientos de desagrado, incomodidad o incluso vergüenza, ya que decían que “no eran lombrices para estar en el barro”. Entonces ahí se cerró un capítulo en el viejo Nucatilí.

Seguimos a la espera de las piezas. De esta manera rústica de quemarlas, observábamos que ya casi se consumía la leña y se lograban ver algunas de ellas, siendo testigos de esta actividad milenaria donde nos impresiona su formación, la mezcla adecuada con la que se cuaja, el bruñido buscando la calidad de la pieza. Se siente la armonía y sonoridad de la misma al momento de chocarlas. Aprendemos más en cada ciclo de este taller sobre su valor utilitario, logrando que cada alumno obtenga una experiencia primigenia.

Se sacaron las piezas de la brasa para colocarlas en ladrillos, porque si caen en la tierra se oscurecen. Doña Marthita tiene mucho cuidado con eso. La cocción dura aproximadamente de 30 a 35 minutos y solo queda esperar el enfriamiento. Culminado el día, agradecimos la hospitalidad de los hermanos Martínez Pola por prestarnos el jardín de su casa, con mucha historia, pero con poca justicia social por parte de las mismas autoridades locales. Aquí nos despedimos a los pies de un árbol de flor de mayo con tono rojo intenso como cereza y de esa pequeña casita en el segundo piso que, en palabras de don Lalo, es donde se escribió la famosa novela chiapaneca Los arrieros del agua de don Carlitos Navarrete.

Puede que regrese el miedo ahora que el mundo se está

haciendo más grande. Me parece que si querían acabar con el

miedo hubiera sido mejor no salir nunca de la tierra.

Capitulo VIII, Los arrieros del agua

Edgar Zenteno Sol/

Director de la Casa Cultural Napiniaca

Contacto: 9611499228

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