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Café con Paul Valera / Al Sur con Montalvo

Café con Paul Valera / Al Sur con Montalvo
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Guillermo Ochoa-Montalvo

-encuentro egregio-

Querida Ana Karen, 

Encontré a Paul Valery en un café de París; en esa época encontraba en el arte “la única cosa sólida”, en la metafísica “nada más que necedad”, en la ciencia “una potencia demasiado especial”, en la vida práctica “una decadencia, una ignominia”. Era un hombre taciturno cuya palabra viajaba entre la poesía, la filosofía, la literatura y el pensamiento reflexivo, propio de quien hace del tiempo un baúl de sabiduría. 

Él esperaba a alguien con impaciencia golpeando la mesa con la punta de su lápiz. Con cierta reserva, me acerqué a él y por hacer plática, le pregunté: ¿espera usted a la señora Jeannie? Me miró de hito sin reconocerme, pero de forma amable me respondió: No, en esta ocasión, espero a la señorita Jeanne.

De momento, pensé que me bromeaba cambiándole el nombre a su esposa Jeannie, pero en ese instante, arribó presurosa la joven escritora Jean Voullier de quien había leído algunos textos fascinantes. Paul se levantó galante a darle la bienvenida acercándole la silla a la atractiva señorita Voullier. Jeanne, le presento al señor…

Guillermo, Guillermo Montalvo, respondí, sabiendo que Paul, abría esa pausa para darme oportunidad a presentarme.

Me alegra conocer a los amigos de Paul, mi nombre es Jeanne Loviton.

 ¡Oh, disculpe!, la he confundido con Jean Voullier. ¡Qué torpe soy!, me disculpé ruborizado por el error.

No se ruborice usted; Jean Voullier es el seudónimo con el que escribo me respondió, echándole una mirada cariñosa a Valery.

Apenado por mi ignorancia, sin mayor protocolo, me despedí felicitando a Paul por su cumpleaños Me retiré de inmediato de aquella mesa para dejar al maestro con su discípula. Al salir de la cafetería, observé cómo la joven de unos 35 años, besaba ardientemente los labios de Valery con verdadera pasión.

Antes de saber que aquella relación de Paul con Jeanne, duraría casi 8 años en la más absoluta clandestinidad, lo volví a ver con Jeanne sentados en un prado de Champs Elisees muy juntos el uno del otro. El escribía afanosamente mientras ella recargaba cariñosamente, su cabeza sobre su hombro. 

Al retirarse de la banca, Paul depositó en la papelera, unas notas en papel arrugado que no dudé en recoger. El texto decía: “¡Vamos! ¡En pie! ¡Surge! ¡Escucha! ¡Escucha! ¡Despierta! Rompe tus cadenas; sé. Sal de las sombras. Arráncate de la noche; emerge; ¡En pie! ¡En pie! ¡Endurécete! que aparezca tu fuerza. Y que tus ojos sean una corona de los más claros ojos. Corónate. Compón tu mirada. Siéntete todo el instrumento de este día que empieza y del acto que te llama.” 

Intuí entonces, que ese poema era una dedicatoria hacia él mismo, para seguir a lado de su joven Ninfa. Ahí recordé que en alguna ocasión, cuando alguien lo lisonjeaba demasiado, solía a decir: “Cuando alguien te lame las suelas de los zapatos, colócale el pie encima antes de que comience a morderte.”

Los vi alejarse. Tomé por el Boulevard de Sebastopol en busca de la estación Cluny para dirigirme a la Soborna cuando los descubrí a lo lejos, entrando a un discreto cafetín en Monnaie.

Encaminé mis pasos hacia allá y con total desenfado los abordé. 

 ¡Qué feliz casualidad encontrarlos de nuevo!, les dije mustiamente, al tiempo en que un mesero me acercaba la silla.

En el tono más gentil, me extendió la mano y me invitó a sentar con ellos.

 ¿Sabe? Estoy por terminar mi obra y pasaba por aquí para revisarla… Antes de poder continuar, me interrumpe para decirme:

 Sepa usted que “LAS OBRAS NO SE ACABAN, SE ABANDONAN”me soltó a bocajarro. Debo advertirle que “los libros tienen los mismos enemigos que el hombre. El fuego, la humedad, los animales, el tiempo y su propio contenido”. ¿De qué trata su libro?, me pregunta con curiosidad simulada.

 Se trata de una novela cuyo personaje es un viejo enamorado de una joven escritora. ¿Usted cree en esa posibilidad, Paul?, le solté de frente.

Mire usted, “la educación profunda consiste en deshacer y rehacer la educación primera”. “En paz, la hostilidad de los hombres entre sí se muestra a través de creaciones en vez de mostrarse a través de destrucciones, como sucede en la guerra”. Y cuando un hombre mayor se enamora, debe vivir este proceso sin importar las consecuencias que arroja la edad.

Pero, Paul, la creencia generalizada, nos habla del absurdo de este tipo de relaciones donde la brecha generacional se abre irremisiblemente, le dije convencido de mis palabras.

 Pues yo, podría decirle que “nuestros pensamientos más importantes son los que contradicen nuestros sentimientos”. Cuando un viejo como yo, se enamora de una joven como Jeanne, opera en quienes los rodea, una violencia silenciosa que lacera; pero “la violencia es siempre un acto de debilidad y generalmente la operan quienes se sienten perdidos”. No olvide usted, Guillermo, que “lo que ha sido creído por todos, siempre y en todas partes, tiene todas las posibilidades de ser falso”.

Comprendo lo que usted me dice, Paul; pero no olvide que la política es una tirana que sojuzga hasta las relaciones entre parejas y se inmiscuye en cuestiones de amor, sentencié.

Sólo puedo decirle que “lo que más irrita a los tiranos es la imposibilidad de poner grilletes al pensamiento de sus subordinados”; al final, “la política es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que le atañe”.

Después de un café, me despedí de Paul y Jeanne. 

Siete años más tarde, en 1945, supe que había muerto dos meses después de ser abandonado por Jeanne quien lo deja para casarse con el editor Robert Denoël.

Fue entonces cuando adquirí su poemario de amor, intitulado CORONA & CORONILLA, donde me reconocí a mí mismo. Al pasar la última página, comprendí lo que Paul me dijo aquella tarde cuando le cuestioné su relación con una mujer mucho más joven que él: “UN HOMBRE SOLO SIEMPRE ESTÁ EN MALA COMPAÑÍA”.

Cierto, pensé para mis adentros, pero, ¿cómo descubrir los secretos de una mujer, cuando ella misma, los oculta para sí misma? Y en caso de hacerlo, ¿vale la pena conocer cada uno de esos secretos que la envuelven y comprenden como personaje enigmático que es y con quien se podría compartir la mesa, el vino y hasta la cama, antes de escuchar de sus labios una confesión “de profundis” sin reserva ni pudor alguno?

Los secretos son nuestro más íntimo ropaje, lo que nos queda después de desnudarnos. En ellos, refugiamos nuestra verdadera identidad y Jeanne Loviton lo sabía mejor que nadie. A la vuelta de los días, uno piensa que todo está visto y experimentado; que nada nuevo hay bajo el sol y nada puede impresionarnos ya. A la vuelta de los días, uno se imagina el ritual del día a día con pocos giros, sin sorpresas ni novedades; nos afanamos en cerrar ciclos tratando de no abrir otros que nos compliquen la existencia. A la vuelta de los días, uno se vuelve más ermitaño, menos mundano y se empieza a viajar ligero sin la monserga de los baúles de antaño.

Empero, a la vuelta de los días también, se descubre que uno andaba equivocado; porque de pronto, nos atrevemos a perderle el miedo al tiempo y a los días; para descubrir que hay alguien que nos mira, nos absorbe el pensamiento y nos sacude las emociones de forma inusitada. A la vuelta de los días, tejimos palabras y en ellas nos convertimos en otros para descubrir lo extraordinario que hay en las cosas ordinarias y saber que la vida continúa y que, en cada segundo, los días nos dan de vueltas para retornar al encuentro de ese ideal que se comparte y nos da certeza de estar vivos porque como Valery dijo: “las obras no se acaban, se abandonan”, como una cuestión de amor.

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