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Sobre la vanidad de creer que cada quien puede hacer lo que su razón manda

Sobre la vanidad de creer que cada quien puede hacer lo que su razón manda
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Carlos Álvarez

La idea de que cada quien puede hacer lo que le plazca mientras no ofenda a nadie, no es máxima menos falsa que hipócrita; primero porque por más nobles y gustosas que sean nuestras acciones, muchas de ellas siempre significarán una torpeza irreflexiva en el ánimo de alguien más; segundo porque nada es más vanidoso que una máxima que da por hecho los alcances de las pasiones de todas las criaturas. Decir que tenemos el derecho de hacer lo que deseamos mientras no afectemos malévolamente las pasiones de los seres más cercanos es igual de superfluo que decir que nadie tiene el derecho de ofender a nadie. Las dos máximas suponen someter nuestra voluntad a una idea imperfecta del bien, porque no solo no dice lo que está bien para todos, si no que da por hecho no es malo lo que sea bueno para nosotros.

Esta suele ser la misma condición en la que tiranos, locos, adúlteros, y codiciosos, viven sin la necesidad de inclinarse a ninguna pasión que no sea la propia. No tengo otra certeza más que la que me ofrece mi fantasía, para considerar que es igual de propenso de oscurecer la gloria de nuestro género, considerar que no fomentar el mal es un bien suficiente. Por un lado, las malicias y los ultrajes son generalmente accidentales; sin importar las ideas que tengamos sobre el bien y el mal, es muy difícil que un ser humano comete un agravio plenamente intencionado. Las expresiones que suelen emitirse luego de una falta que pretenden evidenciar que nuestras acciones no provienen de un esquema racionalmente planeado son demasiado comunes y recurrentes, que no podría evidenciar lo incapaces que somos de sentir culpa, si no antes mostrar el poco poder que nuestros juicios tienen sobre nuestras acciones.

Si observamos nuestras empresas diarias podemos ver con suma sencillez que una sola pasión es causante de males terriblemente universales; la arrogancia fabricada entre seres de cualidades diversas permite que la infamia no pueda tener la misma influencia en las inteligencias menos sólidas; la falta de rigor o constancia permite la prudencia no puede mover con la misma intensidad todas las voluntades; la falta de sensibilidad puede permitir en el mismo sentido que la falta de pudor no signifique algo anormal en todas las mentes, así como dar cierto permiso a los seres más perceptivos a venerar sus propios juicios. Tampoco se puede juzgar como absolutamente responsable a una sola pasión de la mayoría de los crímenes humanos, pero por lo general el estudio de una sola coopera para la aniquilación de nuestros aspectos más negativos. En lo tocante a actos de ultraje provenientes de la consciencia, nada puede ser más responsable que las nociones de venganza; la codicia de un hombre puede causar estragos en miles de ser menos favorecidos, pero por la fuerza de ninguna remota máxima, dicho hombre tendría razones para sentirse de cometer una aberración que tuvo la oportunidad de cometer en favor exclusivamente propio. Podemos apreciar el adulterio; generalmente es cometido por el exceso de placeres sensuales, pero cuando es motivado por sentimientos de aversión, es cuando hablamos propiamente de una traición.

Resulta que muchas acciones similares en sus efectos proceden de diferentes pasiones; no puede considerarse la pobreza como una causa suficiente en la búsqueda obsesiva de mérito y riqueza de quienes han sufrido los estragos del hambre y el yerro de la miseria; pero no me aventuraría a considerar a un objeto demasiado general como el sufrimiento una fuente perpetua de infelicidad, y de ninguna manera diría sin un fin satírico como Sor Juana, que no está Dios sordo por no oír nuestros lamentos, sino que antes beneficio nos hace con no darnos lo que pedimos y aún más grande con quitarnos lo que no sabíamos que teníamos.

Me parece entonces que inculcar a los demás que no existe ningún riesgo de hacer lo que nos plazca si nuestras vivacidades no ofenden o deprimen a nadie, no expresa ninguna veneración de nuestra parte hacia el mal, pero sí comunica que nuestro espíritu desprecia por igual las dificultades que son productos de nuestras debilidades naturales, y que sus placeres son mucho más fáciles de perturbar que sus felicidades. Retomando las ideas sobre las causas de las ofensas que cometemos con los demás, de nada parecer servir discernir si el sufrimiento, la felicidad, la miseria, o el disgusto, son ideas por sí solas, o muchas nociones al mismo tiempo, para juzgar si el derecho que poseemos para perturbarnos es justo o no.

La idea de hacer lo que más nos favorezca, prescindiendo de la virtud general, es el mismo recurso que permitió a los creyentes más despiadados cometer atrocidades corporales y luego declarar que su acto fue el efecto de una represión divina y que sus cuerpos solo fueron el medio para que Dios hiciera su potestad.

Todos merecemos poseer el conocimiento más simple y profundo sobre pasiones de la forma más ordenada que las odiosas complacencias del alma lo permitan; en el mismo sentido que Rousseau considera que multiplicando por igual los medios y los fines de nuestros gozos todo ser sería el amo por igual de sus agravios como de sus necesidades, estamos casi obligados a creer en los extraordinarios efectos que habría en el entendimiento del hombre al que se le enseñe que existe un número infinito de causas para que sus sentimientos más negativos no sean verdaderos, y eventualmente se interese en despertar nociones más dignas a través de la razón, y ninguna idea gobierne sus ambiciones si no es descubrir el peligro de ceder a las pasiones más inmediatas y de asumir los dictados de nuestras pasiones como si fuera un decreto del porvenir.

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