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Sobre el derecho que siempre se halla en la razón para burlarse de los menos agraciados

Sobre el derecho que siempre se halla en la razón para burlarse de los menos agraciados
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Carlos Álvarez

La mayoría de las empresas públicas demanda una seriedad que rara vez es necesaria; este no suele ser el caso de la disputa que suele existir cuando alguien señala a alguien por alguna cualidad de naturaleza inferior; esto sí suele ocurrir cuando alguien señala a alguien por alguna característica irrelevante de su aspecto. Señalar la fealdad de una criatura rara vez despierta alegría salvo en los seres más despiadados que gustan de llevar al extremo las condiciones de la razón; no queda una sola duda del derecho que tenemos para aborrecer a quienes sienten un placer demasiado sofisticado para el sentido común en explorar los carentes fines del desprecio mediante empresas de índole públicas; personalmente me parecen mucho más aborrecibles los seres que niegan la existencia de los males en su persona y por ende señalan los ajenos como si se trataran las carencias más perpetuas que los ojos humanos puedan ver en nuestros tiempos. 

Sor Juana dijo más o menos que es peor la muerte que la ausencia, que porque es dolor la ausencia, y es la muerte dolor y ausencia; e este mismo sentido creería que la misma razón podemos aplicar para decir que peor es ser superior que inferior, porque ser superior es saber no perder razón, y ser inferior saber no hallarla. No tengo ninguna objeción en cuanto la percepción de cualquier ser declara que un objeto es más hermoso que otro; de hecho, así como es intolerable la idea de que todo es tolerable, es igualmente insoportable la idea de que señalar los aspectos repugnantes de un ser humano resulte ser algo odioso. Al menos para una criatura complejamente puntual en lo que significa condenar las imbecilidades involuntarias de niños, ancianos y casadas, nada me parecería ofensa más grande que razones tan viles e incompletas se apoderen de su susceptibilidad. No puedo llegar tan lejos para admitir con la seriedad de un místico y la negligencia de un santo que el desprecio hacia los demás es el camino más racional para la autocontemplación de nuestro género, pero que las disputas sobre lo que es bello y vindicable en un ser humano sean motivo de disputas tan desafortunadas, únicamente orilla a que nuestro entendimiento sea una especie de placer esporádico, y que cualquier percepción inmediata pueda tener el mismo valor que las adquiridas mediante larguísimos y arduos periodos de contemplación.

Las mentes más jóvenes de todos los tiempos han sido afectadas por escrúpulos incompletos; fácil es de apreciarle que por la fatiga que sufrimos en los continuos placeres a los que toda juventud se arrodilla, no parece haber ardid que nos mueva el pensamiento si no es el adorar lisonjas que por más pequeñas que sean ante más grandes y saludables verdades, y así no parece que puede salir de nuestra persona cosas verdaderas, porque no solo está indispuesta nuestra a razón a las simples, que son las más cercanas a los perfecto, sino que desobedece el sentido las razones más ciertas como lo son aquellas que señalan todo lo que es malo, y por sujetarse a nociones que nunca dejan de menos deliciosas que entretenidas, ni más dañinas que favorables, como son aquellas que dicen estar en desacuerdo con rígidos preceptos, prohibiciones civiles, y cuantas razones hacen uso del desprecio y el señalamiento para la promoción de bienes más absolutos, que a cierto punto no es menos notorio lo poco discreta que es nuestra inteligencia, ni menos secreta la falta de madurez de nuestras reflexiones más suaves y flexibles.

Nunca deja de ser sorprendente cuando los hombres, verbigracia de mi educación que no me refiero con incluyo en este nombre a las mujeres, ennoblecen sus sentimientos mediante la privación de sus apetitos más rústicos, y pasan de ser una existencia irregular que basaba sus necesidades en derechos naturales, a un ser más agradable y más melancólico capaz de regular sus piedades y de jadear con toda seguridad que nada es más importante que defender lo que es suyo. No es difícil observar que nuestra ternura siempre se haya desprotegida por preceptos cuyas soluciones son fáciles de degradar por el sentido común. La bondad que podemos sacar de amplias expectativas en la búsqueda de beneficios más altos, termina por ser agraviada por el desprecio que autoridades más veneradas han ofrecido hacia la obediencia; así la abstinencia que únicamente puede fomentarse mediante la esperanza de una remuneración para nuestro espíritu, se siente arrojada a una nadería en la cual nuestras emociones se enredan a cierto punto en el que ya no somos capaces de pausar el dolor y los placeres temporales nos resultan tan gratificantes como inagotables.

Dicho esto, no creo en ningún sentido hallarme en una posición diferente a la de los lectores; por igual mis compasiones tempranas han terminado por ser desajustadas por los defectos del entendimiento, y mis trabajos más nobles no han estado destinados a una gratificación que no sea propia; el mismo derecho por el que alguna persona elige creer que hay objetos de la existencia sin un significado más valioso que accidental, y que en ese sentido escoge saludablemente ignorar la fragilidad de causas groseramente sofisticadas, yo tengo el mismo derecho a creer que podemos hacer uso de los significados de las más pequeñas de las inocencias, calumnias o vanidades para evitar la depravación de nuestro mérito, y hacernos cargo de cualquiera que sea la gravedad de las faltas que cometemos al cumplir con los deberes de un sistema que nunca antes ha sido corroborado. 

Debo partir de una serie de preceptos que, si bien no estoy complacido en su totalidad para que en su plenitud completen un cambio en mi vida, creo que pueden significar cierto temor de nuestro propio entendimiento para rectificar la inutilidad de muchos de nuestros afectos. Es un hecho que -tomando las palabras de Sor Juana- no puede haber criatura más indigna ni más ingrata de cuanto ha criado la razón crió, a la cual ni por la mejor vía que la heredad natural pueda darle mediante la infinita clemencia de los piadosísimos cielos, le pueda bastar los infinitos infiernos para absolver los infinitos crímenes que labra en cada instante su consciencia. 

Puede existir cierta norma que gradual y tranquilamente sea trasladada de una mente a otra en lo que respecta la adoración de objetos más nobles y joviales; pero en ningún sentido creo que pueda existe un precepto con la minuciosidad de soportar las diversas nociones que integran los gustos de todos los seres; jamás podrán haber dos percepciones iguales respecto al mismo objeto y pretender fabricar normas que orille a un número más grande de espíritus defienda el placer recibido de la misma empresa únicamente genera antipatía en cuanto a lo que podemos despreciar con todo el derecho que naturalmente nuestra inacabada naturaleza tiene. 

Sobre el desprecio que figura en nuestra naturaleza, no me parece más que un tipo de ira; puede ser el resultado de una melancolía uy uniforme o de una obvia envidia, pero en ningún sentido me parece que este tipo de imbecilidad, causante de tantos agravios en nuestras más cálidas percepciones, sea algo involuntario. Sería fácil desde cualquier posición filosófica considerar que nuestros sentidos tienden tanto a la insinceridad como a la humillación como un hecho suficiente para considerar que bajo esta misma inercia puede ser sometida por la virtud como si se tratara de una lotería en la que perpetuamente estamos beneficiados de placeres ocasionales. Admitir la estupidez que hay detrás de nuestras acciones mejor pensadas solo contribuye a desarrollar una incurable indiferencia hacia nuestros objetos de pensamientos, y e incapaces de destruir los defectos que nos hacen reprobar las leyes más simples y las razones más obvias. “Los vasallos se persuaden -dice Quevedo- que el recibir les toca a ellos siempre, y al príncipe siempre el dar; siendo esto tan al revés, que a los vasallos toca el dar lo que están obligados y lo que el príncipe les pide; y al príncipe el recibir de los vasallos lo uno y lo otro.”

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