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Que si es peor que busque un hombre dama de compañía o que sea la mujer zurcidora de carnes

Que si es peor que busque un hombre dama de compañía o que sea la mujer zurcidora de carnes
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Carlos Álvarez

I

Recuerdo haber escuchado hace no mucho a un hombre extremadamente sabio decir que hay que darle el lugar a quienes se lo merecen, y de no haberme parecido este precepto enteramente irracional estando en un estado en el que alguna de mis impaciencias pudiera haber dejado atrás los medios más seguros de la razón, habría creído con una certeza que solo se le puede envidiar a los más imbéciles que todos los seres merecen cosa alguna, pero como en realidad pensé que nadie puede merecer propiamente algo de este mundo; pensé primero en aquellas palabras de Fray Luis sobre Job, que con decir que no era de ánimo torcido ni de costumbre desviada le era lícita enderezarse de una parte sin que dejara de ser recta porque no obraba como merecedor de cosa que él quisiese, porque según en lo doblado y lo torcido –dice el Fray– hay una gran variedad de muchedumbre; no parece haber modo de que estas palabras no tengan razón, y para nuestro mal no parece haber modo de creer que sí las tienen.

Todas las criaturas de este plano tienen cierto derecho a estar erradas en las razones en las que han confiado el recreo de sus cansancios; si existe cierto poder en aliviar nuestras mortificaciones, ya sea en el aislamiento de nuestras meditaciones, o el acompañamiento de seres de reputación dudosa, siempre existirá cierta una especie de permisividad tolerable cuando se trata de aliviar las opresiones de nuestro espíritu. En qué medidas los diferentes cursos de la naturaleza disfrazan nuestras desesperaciones como algo vil y nuestras malicias como algo racional es una empresa de la cual tengo tanto temor como dudas, que a menos que el ardid de una cuantiosa suma de dinero me obligue, no tengo otra opción que guardarme en la idea que dice que no es menos culpa nuestra el no saber apartar la ignorancia sino de la sabiduría por no querer aprehendernos.

Hay miles de máximas con la potencia de dar ciertas cláusulas a nuestra falta de conocimiento sobre los temas superiores. Burton dijo que basta ver como hombres riñen y abjuran contra errores pasados enriqueciendo a abogados reciben un mérito incuestionable cuando los tribunales se ponen de su lado, para darse cuenta que si bien el mérito no es algo completamente entendible, ser racional la parecía lo más inteligente; Balzac promovió con eficacia la idea de que todas las acciones de las mujeres, nimias, voluptuosas o impensadas, guardan nociones suficientes para quien ofrece un poco de atención en sus causas originales. Estos dos ejemplos me parecen suficientes para admitir que mi adoración por las generalizaciones nunca ha sido un impedimento para distinguir los poderes propios de los dos géneros que han constituido casi en su totalidad la fuente de las más preciosas paradojas, las más lamentables metáforas y las más desgraciadas de todas las leyes posibles. 

No me habrían faltado motivos para invalidar los prejuicios en contra del género femenino o masculino de no haber visto casi todos los días las afrentas en las que los pertenecientes al género propiamente humano veían sus pasiones más honestas rebajadas por ridiculeces, sus honestidades difamadas por tiranías, y sus mejores cualidades minimizadas por ansiedades infundadas.

Indagar en los crímenes que cada sexo ha cometido en contra del otro me parece igual de inútil que estudiar las actitudes irreflexivas y perniciosas que cada ser ha cometido para no considerarlo digno del favor de Dios. No parecen haber oídos suficientes para escuchar con debida atención las quejas de las señoritas que pierden el verdor de sus mejores cualidades pasando una eternidad complaciendo a un hombre aficionado a los candores de la sensualidad y allegado de la impertinencia, ni las molestias de los hombres que han perdido el cetro de sus mejores ventajas para complacer a una mujer que ni en dos vidas entendería las exuberancias que son necesarias hacer un lado para estar satisfecha. 

Sin importar el grado de inteligencia con el que los no muy comunes mecanismos de la Providencia se hayan precipitado en favorecer a todos los seres por igual sin una generosidad que sería más bien una obstrucción en la responsabilidad que todos debemos tener de nuestras propias insuficiencias, me parece que en nada podemos parecernos más hombres y mujeres si no es en lo imposible que nos resulta darnos cuenta de nuestras propias debilidades. Poseemos esperanzas enormes de incrementar nuestra inteligencia en cualquier empresa que la fortuna nos lo permite; tan mal sufrimos los dos sexos el que nuestros deseo no piensen en lo que nos conviene, que al decirnos la razón qué es lo que nos conviene, sobra siempre el tiempo para no creerle; pruébase que no es vanidad propia del uno ni vicio del otro el pasar por encima de las sospechas que nos ofrecen nuestras reflexiones sobre lo incapaces que somos en la administración de ciertas pasiones, en que siempre que podemos ser halagados por cualidades que no existen en nuestra persona nos convencemos de la bondad de quien nos ofrece tales adulaciones, o bien cuando nos complacemos de haber evitado un infortunio que merecíamos plenamente, una parte de nosotros se mantiene en la certeza de que por algún designio insoportablemente más benigno y elevado no fuimos presa de las consecuencias de nuestros malos actos.  

Nunca he tenido la necesidad de dimensionar si la exposición es cosas falsas es capaz de presentar peores males en el teatro del mundo, tanto como la exposición defensa de cosas verdaderas expuestas mediante dictados falsos. En el tema sobre las rencillas entre uno y otro sexo no puedo ofrecer salvo incomunicables horas de ocio que me han ofrecido reflexiones depravadas sobre una maldad que solamente es propia en cada género. A diferencia de cualquier otro papel en el que mis letras sangrarían en la medida placentera que comunicar mis ideas aliviarían mi memoria y fomentarían en mi fantasía la capacidad para ver en la razón errores que nadie más sospecha y de los cuales pudiera sacar ventaja posteriormente, discutir bajo la noción de que ser hombre fuese condición suficiente para que mis experiencias den lugar a principios respetables, solo me haría participar en las transacciones que se van administrando mediante el sentido común; el destino de estos juicios comunicados gradualmente sin el cuidado de ninguna influencia favorable, ha sido siempre el de fermentar depravaciones en concepciones privadas y el de orillar a que el público se fije en detalles incompletos de pasiones rígidas que representan lo más parecido a una ley inmutable en la doctrina de nuestros sentires. 

Existen imborrables corrupciones entre los contratos entre hombres y mujeres; así como una mujer que no tenga intereses extravagantes, igual un hombre desinteresado de los placeres sensuales, son considerados seres ajenos a todas las diligencias terrenales, estas cualidades terminan por ser alevosías similares a las que nuestra voluntad forma sobre amabilidades públicas de personas de las que no tenemos un ápice de conocimiento. 

Comenzaré este tratado con una historia; usted lector no está obligado a entender en la relevancia que la fantasía tiene en los asuntos más serios, ni yo a declarar si de verdad pienso en lo que escribo. Pero los acasos de mis elecciones pudieran cooperar en algo, diría que la fórmula de esta alegoría es la misma empleada por el señor Montemayor en su Diana, por el señor Calderón de la Barca en su Teatro del mundo, y por el señor Johnson en una alegoría sobre el tiempo y el reposo.

Érase un ser de nombre Deseo, el cual obraba como con la memoria desfallecida, diciendo que no podía placerle ninguna virtud que si no eran las que le decían secretamente sus sentimientos que a nadie más que su devenir favorecía. Esta criatura era tan inexpresiva que daba la sensación de haber cometido un error luego de haber realizado la bondad más honesta; su miseria no levantaba ninguna simpatía, y con esto es más que suficiente para decir que los preceptos que obedecían eran inmanejables en toda forma; podía decir con el mismo ánimo que jamás escucharía a Razón salvo porque así le obligaran los males más insoportables, juzgar las intenciones de Bondad como deshonestas, y concluir que toda la calidad de su desgracia era responsabilidad de Esperanza.

Alegaba que prefería que los fraudes de los que su voluntad era causante fuesen castigos como el más grave de los males, a que fueran tratados como el síntoma de un espíritu irregular. Había entendido que cuando es necesario añadir pruebas de la existencia de nuestra virtud es más fácil admitir que somos tontos de naturaleza que seguirnos esforzando por probar que la inexistencia de nuestros vicios. Luego de haber conocido a Tiempo dejaron de parecerle indiferentes los placeres más generales; comenzó a reírse de lo que antes padecía, tolerar cuanto le resultaba impropio, y en suma desarrolló una antipatía por los medios de la sensibilidad que nos llevan a ser peligrosamente rígidos en la búsqueda de lo correcto.

Hay opiniones muy variadas sobre la devoción que un género entrega hacia el otro: hay mujeres cuya plenitud puede resumirse al compromiso de perpetuar la felicidad mediante la sumisión de los caprichos y opiniones de un hombre; de forma muy juiciosa esta nobleza resulta estúpida y es más parecida a un vicio; un hombre que dirige su atención a reconciliar los dolores de una mujer mediante la retribución y la devoción de sus obras no resulta ser un espíritu más ajustado a los parámetros de la licitud que a los de la más laxa de las imbecilidades. Pero por el bien de esta historia me conviene más recordar las palabras escritas en “Guárdate del agua mansa”: que no es hombre, ni mujer el alma. Tiempo aventajaba en dotes a cualquier otra criatura de la que Deseo hubiese tenido conocimiento, y sin importar las ventajas que Deseo daba a entender que podían hallarse en la merced de cumplirle con la imposibilidad que Tiempo daba de poderle amar del modo que ni la reputación de uno fuese escarmentado, ni el mérito del otro rebajado, no hubo otro remedio si no darle razones a Deseo para saber que no eran comparados los beneficios de ser amado con los del inmérito de no serlo, y como no era allegado a hacer uso del entendimiento, alegaba que había sido obra de Destino que no acertaran en darle cuantos muchos más habían dado del modo que lo habían pedido; al fin Tiempo se retiró a la contemplación y a punto suficiente cabe decir que hasta el día de hoy nadie ha sabido mucho de ella si no es por las noticias que Memoria dice tener de ella; Deseo se sirvió de los favores que podía darle Vergüenza, los consejos de Deshonor, y los afectos de Dolor, y terminó por concebir sus nupcias con Virtud; hasta donde se nos es permitido saber, es incomparable el amor que Virtud tiene hacia Deseo, y son indiscernibles los motivos por los que Destino permitió que quedaran juntos. Hay varios proverbios provenientes de Oriente con la idea de que en el transcurso de muchísimas mónadas, Deseo terminó por llamarse Hombre, y Virtud terminó por ser conocido con el nombre de Mujer.

II

Es probable que mi desconocimiento en alegorías me impida relacionar adecuadamente las moralejas y en lugar de consolar los ruegos de mi razón, de permiso a que mis pensamientos se entretengan lo suficiente con ideas, si no falsas, cuando menos descabelladas. Me centraré en esta última versión y se entienda que esta historia son los preceptos a los que me adhiero para exponer mis empresas.

En edades más avances es más complejo contenerse en la idea de no ceder ante asperezas mínimas; mientras los jóvenes son más adeptos a la costumbre de ser indiferente a cualquier entendimiento que no sea el suyo, los seres en edades más avanzadas tienden a ser devotos a gratificar sus propias obras; casi todas las acciones que prolongan una imagen positiva de nuestra existencia son fácilmente degradadas si se presta un poco de atención al mínimo esfuerzo que criaturas más vulnerables y más imperfectas han hecho con más nobleza y con menor esfuerzo. Es costumbre antigua y seguirá existiendo mientras el hombre hombre sea, y la mujer mujer sea, que un adulto dueño de una cantidad fija de dinero acepte la compañía de una señorita, la cual en época de Quevedo llevaba el nombre de tejedora de antojos, que hallé en la rara voluntad y falta de afecto del hombre el medio para el cumplimiento de sus vanidades. 

Es igualmente vil dar argumentos en contra de reproches que antes toleramos como reincidir en un desdén que se nos ha comunicado antes evitar; no creo que sea más grave la falta de declarar que nunca cederemos ante cierto vicio, que no reconocer los defectos de nuestras elecciones una vez que han sido reprobadas por el público. La voz del sentido común no se ha cansado de vociferar que el honor que es restado a un solterón viejo por la búsqueda de su complacencia mediante unariqueza que forjó con honestidad por años es infinitamente menor al que la inocencia de una mujer que saca ventaja de sus atributos físicos puede perder de forma irrecuperable. Creo que hay muchas más nociones de las que nos hemos despreocupado, las cuales han establecido cierto límite a nuestros conocimientos al punto que no podemos distinguir las malas acciones que son producto de mera vanidad y aquellas que son el fruto de una empedernida y malicia comprensión. 

Ninguna mujer parece sufrir más duramente que una obsesionada con los elogios del mundo, ningún hombre parece menos capacitado para el mundo que uno obsesionado con el afecto de las mujeres; esto no habla de una mezquindad general, sino de insuficientes naturales de cada género. Sin embargo, la misma constancia que puede ayudarnos a pronunciar sentencias severas para el auxilio y la educación de cada género, únicamente nos lleva a formar doctrinas irreconciliables, en donde la cualidad de uno, sería detrimento del otro. 

Yo siempre he sido tímido para descargar mis penas en situaciones en las que no podrían conmover mi espíritu salvo porque un hombre se hincara al piso a denunciar a Dios por la acumulación de sus fracasos. Tampoco llegaría tan lejos como para decir que no lloraría por una mujer salvo en la exclusiva condición que mi hijo se haya transformado en una, y tampoco me siento en la disposición de aumentar las tristezas de mi género mediante una descripción natural de nuestros comunes sufrimientos, porque no impediría que quienes se sientan vulnerables por alguna condición de su sexo sigan buscando placeres inesperados y prolongados. Hume consideró que cada unión está adherida a contratos exclusivamente suyo; descuido el hecho de que una unión civil sea la representación de las normas de una sociedad. Bloy apreció sin mucha minuciosidad que las prostitutas no son el resultado de nada más que el peor crimen de todos, que es la pobreza; en los arduos pasajes de Emerson me parece haber leído sobre sobre que es más fácil ofrecer el perdón a quienes son conscientes de los efectos de su crimen, que se la pasan desquiciando a medio mundo por la inconstancia de las ideas a las que su conducta está allegada. 

No puedo dimensionar en qué calidad es más fácil que un hombre perdone al asesino de su hijo, a que un ser que caiga desquiciadamente enamorado de una zurcidora de carnes se perdone a sí mismo la privación de un destino menos acelerado. Que no podamos ser prudentes en la medida que nuestra razón pretende, habla más del desconocimiento que tenemos de nosotros mismos que de la incompetencia de las cualidades más saludables de nuestro espíritu; no es menos necesario aplaudir los preceptos que nos asisten en nuestras necesidades que demeritar las máximas que minimizan los peligros de placeres más desmedidos. No me siento en la facultad de considerar si es un desperdicio enamorarse de una dama de compañía, más de lo que creo que un solo adulterio dentro de un compromiso puede alterar la paz de la humanidad con una delicadeza que las reflexiones más insaciables no están dispuestas a imaginar. Tanto como no he tenido un solo motivo para considerar que un hombre que ha dedicado toda su vida al trabajo llega a un estado físico desagradable pueda destruir la complacencia pública subsidiando a una mujer que ha destruido su felicidad por la falta de una educación más refinada, tendría motivos suficientes para considerar que este tema es de una calidad superior que involucraría estar dispuesto a privar de la libertad para dar su opinión a quienes están acostumbrados a la ridiculez y la impaciencia. En el mismo sentido que el fin del debate es decir que cada unión está sometida al yugo de sus propios contratos, deberíamos pensar que en la medida que nuestras máximas descuiden con negligencia que tanto puede beneficiarse un género del otro, y omitan la felicidad que cada uno puede hallar en bajo el yugo del otro, toda discusión es intrascendente. 

Los sentimientos negativos hacia la traición, las mentiras, el oportunismo y los adulterios han sido diversificados por una cantidad inmanejable de temperamentos y una cifra despiadada de principios, al punto que los miedos más racionales hacia los seres que amamos terminan de alimentarnos con ideas irregulares sobre nuestros merecimientos; el mérito de repetir las máximas más antiguas sobre la vanidad de las mujeres o la indisciplina de los hombres, es inferior al de vindicar un sentimiento que ha sido repudiado por un largo tiempo sin causas justas. 

La misma razón que nos permite considerar que ningún gusto es absurdo y ninguna perspectiva es ridícula, nos debe colocar en la condición de mirar toda falta como perdonable y toda ofensa como accidental; todo ser puede llegar a la conclusión de que existe una desigualdad natural en los gustos y los sentidos cuando el público no parece entender sus ideas. 

Que existan observaciones que complacen universalmente significaría igualmente que los seres nunca dejarán de sufrir su falta de superioridad o de lamentar la estrechez de su entendimiento; es igualmente degradada nuestra credulidad cuando buscamos en los seres elaborados con mejores materiales objetos que podamos imitar para vernos favorecidos en empresas en las que hemos fracasado antes que cuando hallamos en sus ignorancias un alivio para nuestros padecimientos. Se reprocha la desastrosa influencia que el sentido común tiene sobre nuestros estados más contemplativos, pero raras vez hacemos responsables a nuestros pensamientos más sofisticados de negarnos mejores fortunas; tal es el caso de la mayoría de las disputas en las que una mujer echa mano de la estupidez del padre de su hijo, o el hombre introduce en su espíritu odios despiadados a todas las mujeres a causa de la promiscuidad de su madre. 

Pero en lo que respecta a si es peor la promiscuidad en uno u otro género; me inclinaría a creer que si pensamos en la superioridad física de los seres masculinos, resultaría peor en los hombres porque el ceder a los apetitos significaría el detenimiento de obras que no pueden ser realizados sin ellos en estados saludables; el mismo principio es aplicable con las mujeres sin consideramos que ninguna criatura en el reino humano es capaz de ejercer una bondad de mejor calidad hacia los seres más desafortunados, y una bondad más constante y libre de los intereses de los que suele estar agobiada la mente del hombre. En este sentido me parecería tan aburrido lamentar la inferioridad física de la mujer como estúpido loar la potencia de los órganos del hombre. En lo único que puedo pensar es que ningún ser puede ser más infeliz que uno que ha perseguido el placer en lugares alejados de las diversiones comunes del espíritu, y en ninguno es más difícil de confiar que aquel sometido por la sofisticación de sus pensamientos.

No es menos estéril querer hacer hablar a un perro que perseguir definiciones sobre el bien aceptadas con unanimidad por todo el mundo; cuando señalamos la inferioridad de ciertas inteligencias únicamente evidenciamos que la de nuestro espíritu es aún más baja; en esta misma medida es fácil confundir la idea de defender públicamente la virtud con la de imponer nuestros sentimientos; en la mayoría de las empresas en las que el honor de una persona se ve sometida por el escrutinio general, se piensa que suele ser más duro el rigor aplicado a los accidentes de las mujeres que a las malicias de los hombres; los hombres tienden a decir que esto se debe a que los favores que reciben las mujeres del mundo les asiste para evitar fomentar una cantidad menos accidentada de vicios. Esta observación no proviene más que de la observación de sentimientos que no están acompañados de ninguna regla tolerable o general, y, por el contrario, sus efectos no pueden ser otros salvo los de desordenar la exactitud con la que casi nunca la mente observa la deformidad de casi todas las pasiones.

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