Jorge Mandujano
A María de Lourdes Than
En mi pueblo (Jiquipilas, Chiapas) sólo había de dos para quienes volvían de la milpa por las tardes: jugar basquetbol o tocar la marimba. Así surgieron incontables campeones encestadores y virtuosos marimberos, que no marimbistas. Porque, para quienes aprendimos “de oído” a sacarle brillo a los tan sonoros lienzos de hormiguillo, no existían las aulas para el aprendizaje profesional de la ejecución del tan maravilloso, icónico instrumento que, sin ir más lejos, nos confiere plena identidad como chiapanecos.
Luego entonces, la diferencia que trazamos siempre fue que los marimbistas eran los egresados de escuelas de música, conservatorios y —en consecuencia— contaban con toda la parafernalia pautada para erigirse en concertistas. Mientras que para quienes lográbamos esconder las imprecisiones que conlleva la madera, con la complicidad de los invisibles duendes que habitan entre una tecla y otra para lograr los semitonos, nos bastaba para que la abuela nos aplaudiera en casa o la gente bailara con nuestras piezas en las plazas o —ya en última instancia— en el terreno azul de su corazón.
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Así fue que a los 4 años aprendí a tocar la marimba. Era una marimbita de dos octavas y media y de un sólo teclado, sin semitonos, pues; de allí mi inocultable vicio por el trazo sobre los tonos naturales.
Un mediodía de vacaciones, y arrastrado por las ansias de la percusión —esencia de la marimba– decidí ensamblar una batería casera. Para el caso, eché mano de las latas vacías de pintura, cubetas de peltre agujeradas por los años, una tapa de la olla donde la abuela ponía a coser los tamales y un par de cubetas de plástico. Faltaba lo imprescindible para la ejecución: las baquetas. Fue entonces que decidí treparme al árbol de higo que nos daba sombra al centro del patio, trocé un par de ramas y luego bajé para ajustarlas al tamaño y retirarles la piel con tan sólo el filo de mis ennegrecidas uñas por tanto trajín párvulo acumulado.
En el momento en que tracé los primeros redobles sobre mis tambores, sentí el dolor y el ardor en mi ojo izquierdo, como si una aguja capotera hubiera decidido surcar el aire y atravesar la niña. No era otra cosa que una inmensa hormiga roja cuyas patas, antenas, ojos y demás vainas que conformaban su por demás rasposa humanidad, habían escapado del lomo de una de las varas (mis baquetas) para hospedarse en mi ojo izquierdo.
Ya no despegué más el párpado en lo que fue de la tarde. Por más que mi madre intentó convencerme de que lo abriera tan sólo para que ella misma me retirara la móndriga hormiga sin tener que ir con el único médico del pueblo, no logró convencerme.
No comí. Con todo y que era viernes, día en que un viejo de la Costa se asomaba casa por casa vendiendo jaibas enteras para que nuestras madres las prepararan al gusto de cada comensal. En mi caso, bastaba con que estuvieran bien cosidas para diseccionarlas con la limitada pero al fin suficiente fuerza de mis dedos, quebrar la concha hasta hallar la carne blanca a la que mi paladar daba cristiano trámite en mitad de inolvidables tardes de viernes con sus siestas.
No comí ni abrí el ojo izquierdo. Ni siquiera para advertir la presencia de un señor que acompañaba al viejo vendedor de jaibas, y cuyo oficio se traducía en inflar globos de variadas formas hasta configurar muñecos emblemáticos de las historietas infantiles. Ni siquiera para abrazar el cuerpo inflado de Pancho Pantera, figura distintiva de la ya legendaria bebida en polvo: Choco Milk. El Pancho Pantera que mi madre me había comprado a la par de mi jaiba, porque así me apodaba Doña Luz Gutiérrez, madre del poeta Jaime Sabines y sus hermanos Juan y Jorge.
El Pancho Pantera de Doña Lucita que ahora se negaba a que su madre le leyera una carta suya que, precisamente ese viernes había llegado por correo, a la par no de un juguete sino de un nuevo overol, una rara manera de manifestarme su cariño, o un muy fino, subliminal mensaje de: —Cuando crezcas, trabaja cabroncito.
Andado el tiempo, y ya crecido a viejo, me enteré de su inocultable inclinación por el devenir de los menesteres obreros. De ahí que en todas mis “fotos de caritas” aparezca con los regalos de Doña Luz Gutiérrez de Sabines.
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Llegó la noche y me seguí negando a abrir el ojo izquierdo. Mi madre suplicaba que lo hiciera tan siquiera para advertir hasta dónde la gravedad del suceso que me había cambiado la vida en tan sólo un mínimo movimiento que intentaba alcanzar la percusión. Así dormí. Así me llegó el amanecer, esta vez sin luz y sin esperanza de emprender la acostumbrada jornada lúdica.
No bien habían dado las 8 de la mañana, y ya mi ojo tenía la apariencia de un sapo enfurecido. En esas estábamos, hasta que entró en la casa un tío adorado, hermano de mi padre, quien se dedicaba a la venta de enseres domésticos: estufas, refrigeradores, lavadoras, hornos de microondas, artículos de piel y demás. Me propuso un trato: yo abría el ojo para que él viera bien a bien lo que pasaba, a cambio de una cartera de piel, que me haría más muchacho.
Acepté, siempre y cuando añadiera a la cartera un billete (nada sonso). Sin pensarlo dos veces, él introdujo un billete de 1 peso al interior de la cartera (más listo que yo, no cabía la menor duda). Luego, abrí el ojo. Él introdujo una esquina de su paliacate y retiró, sin mácula, la por demás diabólica hormiga.
¿De dónde vienen?
Investigaciones diversas dan cuenta del origen y la conformación de las sociedades de hormigas. Muchas de ellas afirman que estas evolucionaron de un linaje dentro de las avispas. El análisis filogenético sugiere que las hormigas surgieron en el período Cretácico Inferior hace unos 110 a 130 millones de años, o incluso antes.
Para el caso, la doctora Consuelo Doddoli, investigadora de la UNAM, matiza la inevitable densidad que viste a la vastedad científica respecto del tema:
“Generalmente pensamos en las hormigas como una plaga que tenemos en la cocina o en cualquier otra parte de la casa. Son insectos muy comunes, existen más de 15000 especies, muy diversas entre sí en cuanto a morfología y conducta. Sin embargo, tienen capacidades que las vuelven únicas y muy interesantes desde el punto de vista de la ciencia.
En tanto, “Una de las peculiaridades de estos insectos es que son hipersociables: viven en colonias muy organizadas en donde se dividen las labores y existe un alto grado de cooperación y trabajo colectivo; cuentan con diferentes vías de comunicación que permiten la coordinación y cooperación, así como la resolución de problemas”, describe la doctora Ingrid Fetter Pruneda, investigadora del Instituto de Investigaciones Biomédicas de la UNAM.
De su estructura social
La división del trabajo es una de las características fundamentales de las hormigas. Viven en colonias formadas por una o varias madres, conocidas como Hormiga Reina. Ellas se encargan exclusivamente de poner huevos para dar lugar a nuevos individuos. Hay reinas increíblemente fértiles, en algunas especies, llegan a poner millones de huevos cada mes.
Otro hecho sorprendente es que, en algunas especies, las reinas son capaces de poner huevos durante más de 30 años. Sus huevos pueden estar fecundados o no.
Los fecundados dan lugar a hembras estériles, llamadas Obreras, que realizan la mayoría de las labores de la colonia: algunas buscan alimento, otras construyen el nido, hay las que se dedican al cuidado de las larvas y otras a la limpieza y el mantenimiento de la colonia.
Los huevos de la Reina que no están fecundados producen machos que se encargan exclusivamente de la reproducción y, por lo general, su vida es corta.
La hormiga reina y las obreras tienen algunas diferencias, en particular hay una que llama mucho la atención: la hormiga reina de algunas especies puede vivir hasta 40 años mientras que las obreras viven algunos meses, afirma la investigadora del Departamento de Biología Celular y Fisiología del IIBO.
De la leyenda de Quetzalcóatl a los Proverbios
Más bien conocido como la Serpiente Emplumada y uno de los dioses más conspicuos del panteón mesoamericano, Quetzalcóatl se transformó en hormiga para emprender el viaje al inframundo con la irrenunciable consigna de conseguir el maíz.
“Quetzalcóatl pudo pasar desapercibido y alcanzar el maíz. Logró tomar algunos granos y, con ellos, regresó al mundo terrenal. Una vez de vuelta, plantó los granos de maíz, que crecieron y se convirtieron en el sustento principal de la humanidad”.
Otro dato curioso que aparece en las páginas de internet (y sin crédito alguno), sostiene que “la relación entre la alcaldía Azcapotzalco y las hormigas se fundamenta en la propia etimología del nombre “Azcapotzalco”. En náhuatl, la lengua de los aztecas, “Azcapotzalco” puede descomponerse de la siguiente manera: “azcatl” que significa “hormiga”, “potzalli” que significa “montículo” o “cerro”, y “co” que es un locativo. De esta forma, “Azcapotzalco” se traduce comúnmente como “en el cerro de las hormigas” o “lugar de hormigas”.
Este nombre refleja no solo una característica geográfica o biológica de la región sino también una conexión cultural y simbólica profunda entre la alcaldía y las hormigas. Las hormigas, conocidas por su laboriosidad, organización y fuerza comunitaria, podrían haber sido vistas por los pueblos originales de la región como un modelo para la sociedad humana, o como un importante tótem o símbolo espiritual.
Más allá de su nombre, la alcaldía de Azcapotzalco ha incorporado la imagen de la hormiga a aspectos culturales y hasta urbanos. Un ejemplo de ello es el logo de la estación del Metro Azcapotzalco, que incluye la representación de una hormiga, evidenciando el fuerte vínculo identitario entre el emblema de la hormiga y la comunidad.
En contraesquina, el libro bíblico de los Proverbios amonesta y sentencia:
“Ve a la hormiga, oh perezoso, Mira sus caminos, y sé sabio/ La cual no teniendo capitán,/ Ni gobernador, ni señor,/ Prepara en el verano su comida/ Y recoge en el tiempo de la siega su mantenimiento.
“Perezoso, ¿hasta cuándo has de dormir/ ¿Cuándo te levantarás de tu sueño?/ Un poco de sueño, un poco de dormitar,/ Y cruzar por un poco las manos para reposo;/ Así vendrá tu necesidad como caminante,/ Y tu pobreza como hombre armado.
Habría que considerar que, el de Proverbios está considerado uno de los libros sabios del Antiguo Testamento. De allí que se ubique entre los Salmos y el Eclesiastés.
Del imperio de las hormigas
En el universo de la literatura, las hormigas han mostrado una inocultable presencia desde lo siempre. En los amorosos amaneceres de los cuentos y los apasionados atardeceres de las fábulas, las hormigas trazan y danzan sus interminables triscas en días con sus noches de insoportable sabiduría cósmica consumada.
Así, en 1905, el escritor británico Herbert George Wells, mejor conocido como H. G. Wells, habría de regalarnos un maravilloso cuento, con hálito de ciencia ficción y que, más tarde, terminaría migrando a una insoportable versión cinematográfica: no siempre de buena literatura se hace buen cine; sí se ha logrado intentando lo contrario.
El imperio de las hormigas, como intituló Wells a su memorable cuento, es una historia por demás beligerante. Gerilleau, un capitán brasileiro, recibe la orden superior de utilizar su cañonero —el Benjamin Constant– con el único y desesperado propósito de salvar a una comunidad del Alto Amazonas de una descomunal plaga de hormigas. Sin ánimo de vender trama, como se dice en el argot del teatro, el papel que juegan las hormigas es, más que poderoso, francamente espeluznante.
Dentro del mismo inconmensurable mar de las letras, las hormigas han tomado por asalto el buque varado de García Márquez y han cantado al unísono el Quítate tú pa ponerme yo a las mariposas amarillas.
Aristóbulo López-Ávila, un entomólogo colombiano, dice haber encontrado un total de 384 referencias a insectos en todos los libros del Gabo.
“Ese inventario entomológico incluye 110 referencias directas e indirectas a dípteros como moscardones, moscas, mosquitos y zancudos, y 81 menciones a lepidópteros como mariposas y polillas. Las hormigas, sobre todo las célebres hormigas coloradas de Cien años de soledad, son mencionadas 31 veces por el Gabo”.
De acuerdo con López-Ávila, la fama de las mariposas amarillas no provino tanto de Gabo sino de una cumbia peruana que fue grabada en 1969, dos años después de la publicación de Cien años de soledad. “Las hormigas coloradas deberían ser más emblemáticas en la obra de García Márquez que las mismas mariposas amarillas”, comenta. “Las mariposas amarillas se convirtieron en el insecto emblemático de su obra, precisamente de Cien años de soledad, no porque la gente leyera el libro y creyera que era impactante lo de las mariposas amarillas, sino por un músico peruano, Daniel Camino Diez, que compuso una cumbia que se llamó ‘Macondo’, en donde el coro es ‘mariposas amarillas, Mauricio Babilonia’. A comienzos de los años setenta sonaba esa cumbia en todas las emisoras de Colombia y varios países latinoamericanos”.
En contraposición a las conjeturas de muchos lectores de García Márquez, López-Ávila descubrió que las hormigas coloradas se mencionan muchas más veces en los relatos del Gabo que las mariposas amarillas. “Las mariposas amarillas se mencionan diecinueve veces y sólo en Cien años de soledad. En ningún otro libro de García Márquez vuelven a aparecer, y todas están vinculadas con Mauricio Babilonia”, dice. “Las hormigas, en cambio, se relacionan con Úrsula, Santa Sofía de la Piedad, Amaranta Úrsula y el último descendiente de la familia Buendía, antes de que Macondo sea barrido de la tierra por un huracán bíblico”.
Con todo y esta su científica medición, podríamos apostar a las icónicas mariposas amarillas, paridoras de la flor que su madre sugirió llevar en la solapa de su vestimenta blanca de lino, la tarde remota en que habría de recibir el Premio Nobel, allá, en la fría tarde de Estocolmo.
Así, tendríamos que volver los ojos a Aline Pettersson, a Julio Cortázar, a Jorge Luis Borges, a Carlos Fuentes, a Rosario Castellanos, a Jaime Sabines, en fin, a un interminable catálogo de escribidores cuyas parcelas de la palabra precisa y la alta invención fueron tomadas por asalto por las hormigas.
Dalí y la hormiga
La hormiga, uno de los animales más admirados por Dalí, se halla representada en su telón artístico desde finales de los años veinte y hasta casi el final de su trayectoria pictórica, sostienen Fiona Mata y Cuca R. Costa, del Centro de Estudios Dalinianos.
“Salvador Dalí se incorporó al grupo surrealista en 1929; el surrealismo era un movimiento integrado principalmente por escritores, pero con el tiempo acabó por aglutinar también a pintores y escultores. De esta época existe un gran número de obras dalinianas en las que se halla presente la hormiga: El juego lúgubre, El gran masturbador, Las acomodaciones de los deseos, Gala, La persistencia de la memoria o Composición surrealista con figuras invisibles.
“La simbología que rodea la obra del pintor no es sencilla. En el óleo El gran masturbador, Dalí recurre a las hormigas para mostrarnos sus deseos y, al mismo tiempo, los horrores que le atormentan: la hormiga es la representación de la putrefacción que tanto teme. En su autobiografía La vida secreta de Salvador Dalí, publicada en 1942, el pintor nos da algunas pistas para entender la mezcla de atracción y repulsión que le inspiran estos insectos:
En la mañana siguiente, me esperaba un terrible espectáculo. Cuando llegué a la parte de atrás del lavadero, encontré derribado el vaso, desaparecidas las mariquitas, y el murciélago, aunque medio vivo todavía, cubierto de frenéticas hormigas, con su pequeño rostro torturado mostrando diminutos dientes como una vieja.
Con la rapidez del rayo cogí el murciélago, sobre el que pululaban las hormigas, y lo levanté hasta mi boca, movido por un irresistible sentimiento de piedad.
De las hormigas en el cine
No bien Dalí había respirado luego de su tan “terrible espectáculo”, y ya andaba buscando por todo París cientos, miles de hormigas para un proyecto que acababa de pergeñar junto con su amigo de la Residencia de Estudiantes de Madrid, Luis Buñuel, llamado Un Chien andalou (Un perro andaluz).
Andado el tiempo, Luis Buñuel habría de confesar en su memorable libro autobiográfico Mi último suspiro:
“Esta película nació de la confluencia de dos sueños. Dalí me invitó a pasar unos días en su casa y, al llegar a Figueras, yo le conté un sueño que había tenido poco antes, en el que una nube desflecada cortaba la luna y una cuchilla de afeitar hendía un ojo. Él, a su vez, me dijo que la noche anterior había visto en sueños una mano llena de hormigas. Y añadió: ¿Y si, partiendo de esto, hiciéramos una película?”
De su lado, Dalí habría de declarar a la revista La Publicitad tiempo después:
“En lo referente a las hormigas, es dificilísimo procurarse hormigas en París. Llevamos gastados doscientos francos de taxi en busca de hormigas, indispensables para un film de vanguardia que con Luís Buñuel realizamos estos días en París […].
En la capital francesa no consiguieron dar con las hormigas para el rodaje, y Buñuel pidió a Dalí que se las mandase desde Cadaqués. Finalmente, los insectos llegaron a París desde la sierra de Guadarrama.
Otras películas con hormigas protagónicas
A la par de cintas que han movido a la reflexión y a la triste condición, hay otras que las incluyen: Las aventuras de Lucas, Minuscule-La vallée des fourmis perdues (Minúsculos: El valle de las hormigas perdidas), Antz – Hormiguitaz.
(Se citan, sin mayor detenimiento en sus sinopsis, por tiempo y espacio).
Finalmente, lo que nos faltaba: a las hormigas les gusta el vodka
Sí, a las hormigas les encanta el vodka. En no pocas trasnoches las he advertido conducirse como loquitas y de manera circular en un breve espacio, tras haber dado cristiano trámite a la llamada penúltima gota del frasquito chiquito, redondo y siempre fiel, que ha procurado medir por onzas mi felicidad.
La única atenuante para el agravio, es que Vodka en eslavo es agüita. De ahí que, tanto Reinas como Obreras pueden bien esconder y confundir las benditas saciedades de las ansias. En fin.
***
Varias lunas después y de cara a la insoslayable comparecencia ante esa suerte —entonces– de Santo Oficio conformado por maestras/os en la Escuela Libre de Música de Bellas Artes, habría de toparme con otro ejemplar que osó picarme ahora en el párpado derecho, justo cuando trazaba los primeros acordes sobre el piano en mi examen final.
Con todo y el dolor, no habrá mayor reclamo —jamás y nunca–, que el descarado pero al fin amoroso atraco sin vergüenza de mi vodka.
Que Dios las perdone. ¡Salud!
Yo voy con las hormigas
entre las patas de las moscas.
Yo voy con el suelo, por el viento,
en los zapatos de los hombres,
en las pezuñas, las hojas, los papeles;
Voy a donde vas, Tarumba,
de donde vienes, vengo.
Jaime Sabines, Tarumba