Carlos Álvarez
Entre todas las frases que he decidido tomar por ciertas a pesar de no haberlas entendido ni siquiera remotamente, la siguiente de La Rochefocauld es la que más aprecio: “hay pocas cosas imposibles en sí mismas, y nos faltan medios sino constancia para aprehenderlas.” Admito que lo que he entendido de esta máxima me ha sacado de apuros y nada más puede darme otro derecho que no sea seguir abusando de sus consecuencias. En lo tocante a su significado, lo ignoro por completo, y no creo que esto puede ser llevado a un discurso que favorezca un hombre que se halla en el peor de los estados que cualquiera de un día a otro podría hallarse.
Actualmente existe una falacia de la cual el público ha hablado lo suficiente como para creer que no hay nadie que no está enterado, pero no ha tenido el cuidado especial de tener ideas precisas, y esta falacia es la del merecimiento. La vida de cualquier persona es empleada en su mayoría en discurrir estados que ningún arte suele admirar o vindicar, y ninguna ciencia suele considerar que en ellos se encuentran la decencia suficiente para sus fines. De hecho, gran parte de los resentimientos hacia las pasiones más entusiastas y positivas de nuestra existencia no nos permiten desarrollar cierto método para la enfermedad que sufre nuestro espíritu; a veces he llegado a pensar que ninguna cantidad suficiente de tiempo podría darnos una fórmula que nos permita reducir la duración de los tormentos o proveernos de cierta humanidad para no prolongar mediante la imaginación la acritud de pasiones más espúreas. De haber un método lo suficientemente radical para erradicar las ofensivas turbulencias de nuestro ánimo no podría ser más que algo que se halle radicalmente en nosotros.
Siempre la he imaginado a la razón lo suficientemente abstraída en sus propias empresas como para no poseer la habilidad de estimar qué objetos o qué instituciones serían capaces de quitarle toda su serenidad en un instante; sumado que su oficio más constante es vagar en busca de nociones que obren como fieles súbditos de sus mercedes, y que por ello le sea muy confiar en la lasitud y el ocio, no termina por parecer enteramente cierto que el camino de la razón sea el que está lleno de hostilidades; que nuestros pensamientos depositen sus esfuerzos en la idea de merecer algo que provenga de los esquemas de la existencia, no solo habla de la vanidad y la ociosidad que predomina en nuestra naturaleza, sino de la existencia de un número bastante impensable de razones que no valdría la pena discernir salvo por alguna necesidad comercial.
Sería excesivamente inmodesto de mi parte considerar que no he escrito nada sin ningún motivo verdaderamente inspirador o sin un fin lamentablemente racional. En varios periodos de mi juventud creo que he buscado tener por encima de bienes económicos, la adquisición de un mérito que únicamente es digno de quienes raramente se atreven a admitir que buscan tener la razón; me ha sido plácido no tener la razón cuando así lo he decidido, y me ha sido infinitamente grato tenerla cuando no he actuado como un servidor de mi propia voluntad, y con un gusto que solo puede ser comparado a la fe profesada por los mahometanos que son dueños de las condiciones más absolutas, me atrevo a considerar que no entiendo una sola cosa de todas las que hice en el día más inmediato que precede a la lectura de este papel.
Partiré de preceptos simples porque el temor que tengo de ser alguien que exceda la generosidad de la que suelen estar hechos quienes se obsesionan con la bondad, y la sublimidad de la que suelen estar compuestos quienes son sinceros en todo el maniobrar de sus pasiones más negativas, sobrepasa el dolor que podría sentir de quienes tienen obligaciones de una índole perpetua con quienes no les admiren, o soportan los secretos infortunios de seres que no son amados del modo que ellos desean.
Creo, y tantas veces creo haberlo si no escrito cuando menos dicho, que la única proposición que defendería aun cuando me fuesen mutiladas las extremidades y mermadas mis cuerdas vocales, sería que: a nada obedece la felicidad si no es la razón por la que una cosa es necesaria en el mismo sentido que es prescindible. De todas las contribuciones que podemos hacer a nuestros sufrimientos, la única de todas las pasiones que puede demeritar la gratificación de todas las demás, es la impaciencia. No puede haber un solo mal que no admita remedio, y aunque en la mayoría de las calamidades más grandes se ve involucrado el sepulcro como una resolución significativa, no creo todos los seres faltos de buen linaje y declaradamente incapaces para los ejercicios de la virtud, deban conformarse con aprender modales que tarde o temprano pueden recibir grandes elogios, y que en general quienes están sometidos a la miseria deban emplear sus propios recursos para estar exentos de las formas comunes del desprecio, y que no pueda estar a su alcance ningún tipo de progreso vital que no sea engrandecer las pequeñeces más impropias del ánima.
El ser humano sufre de tantas privaciones de sentido que su melancolía no parecer admitir consuelo más grande si no es la diversión como evitadora del dolor. Esta empresa derivó de este juicio del señor Fichte que dice más o menos: No es solo la voluntad la que de estar siempre en armonía consigo mismo, sino todas las potencias humanas que en sí mismas son una, y solo se diferencian en su aplicación con diferentes objetos. Mi parentesco con la paciencia no es el más sobresaliente para señalar las inocencias que están alejadas de todo mal, ni para enjuiciar las debilidades que acercan nuestros espíritus a emociones más despiadadas. No puede haber razón más aceptada entre quienes circulan día a día, si no es la que dicta que todo lo que no perjudique a alguien más a costa de nuestro beneficio, es digna de cierta tolerancia de nuestra persona.
Hay quienes han señalado que la ignorancia de nuestros sentidos no impide la realización de actos sobrios y castos; esto no puede significar que la virtud sea algo accidental, y está más cerca de declarar que la existencia es infinitamente remota para la administración que está en manos de nuestros sentidos. Sobre lo expresado por Fichte, tengo muchas más dudas que certezas; primero, si en todo el poder de nuestra voluntad cabe razón suficiente para decir que tenemos la fuerza necesaria para no ser infelices, no pensaría que es más importante que un ser humano aprenda a estar feliz con sus propias flaquezas, que antes acostumbrarle a examinar cualquier acción con una particularidad que le permita alimentar su orgullo frente a los desprecios de nuestras incumplidas necesidades.
Lo segundo que quiero pensar es que es mucho más fácil que algo tenga sentido, y de hecho es casi milagroso que un objeto no tenga ningún tipo de sentido. Pensemos, por ejemplo, en la mediocridad; no se trata de una pasión que derive de los descontentos naturales, y está uy lejos de poderse relacionar con la simpleza de términos como el honor, el bien o la ternura. Es mucho más intratable y comparable a objetos como el porvenir, y mucho menos fácil de discernir que el sufrimiento. Pero no han sido pocas las ocasiones en las que seres han sido nombrados mediocres, y todas las afectuosas potencias de sus cuerpos se precipitan a dificultades en las que es imposible no juzgar a los hombres como inferiores o superiores, o juzgar los objetos de nuestros oficios como algo vulgar o elegante. Resulta mucho más fácil formar buen gusto en un hombre que instruirlo para gozar de la negación de sus propias pasiones.
Nunca he tenido un solo problema con lidiar con quienes con toda seguridad emiten juicios sobre lo que es superior y de lo que es inculto, de lo que es idóneo acorde a lo que les sea insuficiente, porque muy a pesar de que mi composición corporal no sea la más tolerable o la superfluidad de mis comportamientos los más decentes, estar equivocado nunca me ha imposibilitado recibir las comodidades materiales para entretenerme con las consecuencias aparentes del dolor, o sacar provecho de angustias e impotencias.
Más grande mentira no puede haber asistido la falsa promesa de igualdad, si no es habernos instruido para creer que no hay seres superiores a nosotros; por evitar los desdenes de la envidia, que los hay y son inmanejables, se ha vuelto más frágil el mismo espíritu que antes admitía sus debilidades como un vestigio de grandeza y no como una insuperable calamidad. Mi orgullo nunca ha sido demasiado rígido como para saber sufrir las calumnias de la suerte, y mis necesidades tampoco han sido las más rigurosas para prolongarse en dolores combinados con el entendimiento de los cuales ni siquiera los seres más cuerdos tienen la voluntad para liberarse. (…)