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Ciudad del Ruido / El palo que habla

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Jorge Mandujano

A Jorge Ernesto Mandujano Ruiseñor

Le venimos comprando toda clase de fierro viejo, estufas viejas, refrigeradores viejos, lavadoras viejas…¡Le compramos su colchón viejooo!

A ello se le suman el Aaagua Elektróoon, el Vendo Gas y el carrito de los elotes, esquites, chicharrones y demás vainas.   

Así, en el amanecer de cada día (sin importar fines de semana), esta Ciudad del Ruido, perdón, Tuxtlita La Bella, es sometida por una práctica cotidiana que se ha hecho común a lo largo de los años: el ruido inmisericorde que se pasea a sus anchas por las calles y avenidas, sin el mínimo interés de la autoridad municipal, responsable de sancionar el fenómeno.

Ni siquiera la administración municipal saliente, que advino de una secretaría de Estado abocada a los menesteres del medio ambiente que, tal cual sentenciara en el título de su inolvidable libro de cuentos (Premio Casa de Las Américas), el entrañable amigo ya difunto, Guillermo Samperio, se ha metamorfoseado en Miedo ambiente.

Y se le pasa factura a esa autoridad, porque existe un Reglamento Municipal que regula y, en su caso, sanciona los altos decibeles del ruido en la ciudad, igual que al interior de las viviendas que, con todo y ser propiedad privada, no tienen el mínimo derecho a escandalizar —a cualquier hora— y afectar con ello el derecho de los vecinos.

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En mitad de la tempestad sonora que asistió a la tan añorada década de los 80, un singular grupo percusivo-melódico y con una vastedad de incursiones en múltiples géneros musicales, llamado Banco del Ruido, irrumpió en la soledad arrítmica de los corazones y terminó por contagiarlos de su imperturbableempresa: tocar con alegría.

La banda estaba integrada por Héctor Infanzón, grande entre los grandes en el piano; Carlos Popis Tovar, vocalista y percusionista; Armando Montiel, llamado por el propio Popis “El Rey de la Percusión” y Carlos El PeluzaRivarola, percusionista argentino, entre muchos otros, soberbios músicos rumberos.

Todos ellos, considerados mis hermanos, y a quienes seguía de cerca en diversos sitios de la gran Ciudad de México. Como botón de oro de muestra:el bar Arcano, adonde concurría los fines de semana con otro hermano,inestimable cantautor, Pepe Elorza. En fin.

La banda se escindió, y cada quien migró por separado al encuentro con la gloria, a erigirse en grande, inconmensurablemente grande en mitad de la soledad acompañada.

Hace ya varias lunas, tuve el placer de convivir con la mayoría de ellos, incluido otro grande, como lo fue Víctor Ruíz Pazos (Vitillo), en una cena privada, aquí mero, en Tuxtlita La Bella, acompañando a mi muy querida y admirada Susana Harp.

Tiempo habrá para detenernos un poco más en tan amorosamente recordada banda.

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En la total contra esquina, cientos de miles de parroquianos (que no millones, en tanto desde hace no pocas décadas el inmaculado INEGI ha decretado que la nuestra es una ciudad que NO llega al millón de habitantes, como si estos vivieran su vida tan sólo para esperar la visita de los encuestadores, a la par de los Testigos de Jehová o los infalibles, adorables enviados de Coppel) habitan una Ciudad del Ruido que cercena los tímpanos, al filo del amanecer —y en mitad de las vicisitudes que depara el día–, y allanan lo que alguna vez fueronconsideradas las viejas calles del antiguo Tuxtla.

Y no se trata aquí de un mero pretexto para el reparo. Por supuesto, todo mundo tiene derecho a vender su mercancía y a vivir dignamente de su trabajo y/o su pequeña empresa. Pero hay sus formas. A la par de los interiores domiciliarios, donde (en algunos, no en todos por fortuna) se hayan enfermos/as, niños recién nacidos o, simplemente, ciudadanos de la tercera edad; hay también escuelas, institutos y demás, que se ven afectados por el ruido, ante la ominosa indiferencia de quienes nos gobiernan y, en algunos casos, abusan de todos aquellos que desconocen sus derechos, así como sus obligaciones.

No está en mi ánimo, y mucho menos es mi responsabilidad, mandar a decirle por esta vía a la autoridad qué debe hacer. Pero si de enriquecer la Hacienda Pública Municipal se trata, bastaría tan solo con aplicar el Reglamento referido líneas arriba, y así hacerse de recursos, en lugar de dedicarse a flagelar a automovilistas con la requisición —en veces autoritaria y sin razón–de placas y licencias, aunada al insufrible Alcoholímetro, que será tema deotra entrega.

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Cuando niño, al regresar a mi pueblo, Jiquipilas, en los camiones de la compañía “Rodulfo Figueroa”, mejor conocida como Las pancheras, en tanto que el propietario era don Pancho Torres, de la hermana república cintalapaneca, y ya en el trazo sobre la Primera Sur, cuya circulación en aquellos benditos tiempos estaba en dirección rumbo al Poniente, mis ojos se topaban con los letreros bien diseñados por un rotulista en las paredes: No Anunciar.

El hecho movía mi más que ingenua inquietud, y volteaba a preguntar a mi eterna acompañante, la maestra educadora Marthita Guzmán —sin ir más lejos, mi mera madre–, a quien compartía el concepto de mi lectura: —Debe ser para que no pasen anunciando los gritones, ¿no mamita? A lo que ella respondía, con la dulzura que advertían sus ojos: —Algo así y más, Jorgito. 

Alguna vez me tocó coincidir al interior de un avión con el destacado actor de televisión, el chiapaneco José Montini, hijo de la legendaria Señora Montini, que tocaba el piano en el Restaurant (hoy Cafetería) Bonampak. Le comenté que habíamos sido vecinos: yo ya señor y él apenas siendo un niño, quien en una ocasión pude verlo a través de su ventana que daba a la calle, donde jugaba con su hermanito saltando en el colchón de su cama, mientras su madre tocaba el piano en el referido restorán.

No pasó mucho tiempo para que hiciera su aparición un camión repartidor del Agua Elektrón, cuyo conductor liberó al máximo los decibeles de su anuncio,aderezado con música de marimba.

—¡Cállate, hijo de tu chingada madre! ––gritó el niño desde su recámara. 

—¡A callar a su casa! ––repuso el conductor del camión, a través del altoparlante.

Ojalá y no sea esta la respuesta de la recién estrenada autoridad municipal, a nuestros señalamientos respecto de los inhumanos decibeles que inauguran nuestros días en la inmisericorde Ciudad del Ruido.

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