Roberto Chanona
Siempre me pregunté que llevó a Rosario Castellanos a tomar la decisión de vivir en Israel. Sobre todo, porque los chiapanecos estamos marcados por una naturaleza exuberante y la Tierra Santa, es más bien un paisaje árido. Borges nos dice que los latinoamericanos tenemos en nuestras raíces la cultura judeocristiana y la griega. Quizá esto nos ayudaría a entender la decisión de vivir en Tel Aviv. Pero la visión de Nahum Megged en su libro “Un Largo Camino a la Ironía”, me gusta y la quiero compartir:
“Jerusalén está cubierta de piedras. Cuenta una leyenda que el pájaro que cargó piedras, por orden de Dios, para desparramarlas por todo el mundo, tuvo un percance: su saco se abrió sobre Jerusalén y las piedras inundaron las sedientas colinas de Judea. Otra leyenda dice: Cada ser al llegar a Jerusalén deja allí parte de las piedras que son la carga de su vida. Él se libera y ellas crecen y crecen formando montículos, colinas, montanas. Así, la ciudad libera al tiempo que ella carga con el peso de los individuos, de los siglos, de las humanidades.
Conocí a Rosario Castellanos como un ser que sostenía haber dejado sus piedras en Jerusalén; que aquí, en esta ciudad, liberó su pluma. Rosario fue una persona que se sentía desamparada por la violencia de un mundo y de un inframundo, perseguida por la magia que trataba de entrar en su microhistoria. Por eso se sentía identificada con un pueblo que como pueblo vivió lo que ella sentía como individuo.”
¿Y cuál fue ese sufrimiento, ese dolor que persiguió a Rosario como un tábano para depositarles las lavas de la locura?
Primero, la muerte prematura de su hermano siendo niños y que siempre se culpó de la tragedia. Y si le sumamos el desprecio del padre: “hubiera sido preferible que te murieras tú, y no mi hijo” …por la pérdida del primogénito, del sagrado varón, muy importante en la sociedadchiapaneca de esa época, mató toda esperanza de amor en Rosario. Quizá por eso ella escribe: “Yo he concebido siempre el amor como un de los instrumentos de la catástrofe”. Y más adelante agrega: “Tal vez cuando nací alguien puso en mi cuna / una rama de mirto y se secó. / Tal vez eso fue todo lo que tuve / en la vida, de amor”.
Posteriormente, sufre de tuberculosis en la ciudad de México y la tienen que aislar durante un periodo largo que la marca de por vida. En sus ensayos nos dice en una reflexión sobre su desamparo: “Permanecí soltera hasta los 33 años, durante los cuales alcancé grados de extremo aislamiento, confinada en un hospital para tuberculosis, sirviendo en un instituto para indios.”
Pero al fin llega el amor en la figura del filosofo Ricardo Guerra, y más pronto que tarde, vendrá la desilusión de su matrimonio: “Luego contraje un matrimonio que era estrictamente monoándrico por mi parte y totalmente poligámico por la parte contraria”. Las infidelidades de su marido la llevaron años después a pedir el divorcio.
Pero aún faltaba que la desgracia entrara por la puerta principal de su casa como una reina. Esta vez fue me gustaría repetir las palabras de Andrea H. Reyes en su libro Recuerdo, Recordemos… “Aquí me parece que viene al caso añadir información que no proviene de los ensayos sino de conversaciones con Raúl Ortiz, gran amigo de Rosario, a quien dedicó su libro, Álbum de Familia, y quien era su albacea en la ocasión de su muerte. Raúl me dijo que Castellanos intentó suicidarse después de perder el segundo embarazo por aborto espontaneo, y luego le dedicó la colección de cuentos, Los Convidados de Agosto, al doctor que le salvó la vida, Manuel Quijano Narezo. Esto fue antes de que naciera su hijo Gabriel en octubre de 1961.”
Como podemos observar, después de este panorama bastante sombrío, podemos entender las palabras de Nahum Megged, que nuestra autora fue a Israel a liberarse de sus piedras. Y todo parece indicar que esos últimos tres años en ese país, fueron los más felices de su vida. Las tres condiciones que puso Rosario al entonces secretario de Relaciones Exteriores, Emilio Rabasa, cuando le ofreció el puesto de embajadora, nos dice Andrea H. Reyes, fueron: primero, que le ayudara a concluir su divorcio y le garantizara que pudiera llevar a su hijo Gabriel con ella; segunda, continuar escribiendo su columna semanal en el periódico Excélsior como lo hizo hasta su muerte; tercero, dar clases de literatura de tiempo parcial en alguna universidad de Tel Aviv. Todas estas condiciones fueron aceptadas y partió Rosario al encuentro con su destino.
Lo importante es que Rosario Castellanos supo convertir todo este sufrimiento en ironíacomo nos dice Nahum Megged. Y lo más importante, supo convertir también estesufrimiento en poesía, y dejarnos un cáliz de sabiduría: Lamentación de Dido. En este poema de largo aliento, ella se identifica con Dido, la reina de Cartago, y deposita todo su dolor, toda su sabiduría y toda su experiencia como escritora. Para darnos cuenta de la altura de esta obra, que en otras ocasiones he hablado acerca del tema, Rosario nos dice: “En Lamentación de Dido ensayé el uso del versículo, de la respiración ancha y rítmica para repetir una historia contada ya por Virgilio y a la que yo no pretendía añadir ninguna perfección, ninguna belleza nueva, pero si una vivencia entrañable. Creo que en ningún momento han coincidido mejor mis propósitos con mis logros, que nunca ha sido para mí el lenguaje poético tan flexible ni tan preciso. Plenitud tal no he vuelto a alcanzarla.”
Me gustaría agregar la visión profética que tuvo de su muerte: “Yo no voy a morir de enfermedad ni de vejez, de angustia o de cansancio”. Y me gustaría también agregar que, estoy de acuerdo con muchos escritores respecto a que fue un lamentable accidente lo de su fallecimiento y no un suicido, o asesinato, como piensan algunos.
Para terminar, aquí les dejo los últimos versos del poema Lamentación de Dido:
“He aquí que al volver ya no me reconozco. Llego a mi casa y la encuentro arrasada por las furias. Ando por los caminos sin más vestidura para cubrirme que el velo arrebatado a la vergüenza; sin otro cíngulo que el de la desesperación para apretar mis sienes. Y, monótona zumbadora, la demencia me persigue con su aguijón de tábano.
Mis amigos me miran al través de sus lágrimas; mis deudos vuelven el rostro hacia otra parte. Porque la desgracia es espectáculo que algunos no deben contemplar.
Ah, sería preferible morir. Pero yo sé que para mí no hay muerte. Porque el dolor — ¿y qué otra cosa soy más que dolor? — me ha hecho eterna.