El palo que habla
Jorge Mandujano
El pasado viernes 11, el Comité noruego dio a conocer el nombre del merecedor del Premio Nobel de la Paz 2024. Esta vez recayó en la organización japonesa Nihon Hidankyo, conformada por sobrevivientes de las bombas atómicas que Estados Unidos lanzó sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki en 1945.
Como se sabe, son 6 los latinoamericanos que han obtenido el referido reconocimiento. Destaca —por ser la única mujer– la guatemalteca Rigoberta Menchú, de quien comparto la siguiente crónica, en una de sus visitas a Chiapas.
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Atenta, y con sus ojos tan separados uno del otro en esa suerte de continente feliz, que es su rostro, Rigoberta Menchú me escucha al final de la conferencia magistral, más bien plática, más bien conversación, que sostuvo la mañana del jueves pasado en el auditorio de la Universidad del Sur, al poniente de la ciudad.
Hacía 37 largos años que había estado espantando a la muerte sobre una maltrecha cama en el Hospital de Comitán, luego que su salud había mermado lo suficiente como para olvidarse de todo lo vivido y lo sufrido. Don Samuel Ruíz le había encomendado a su inseparable hermana, Doña Lucha (hasta hoy día yacen juntos bajo el altar de Catedral, en San Cristóbal), que velara porque la muchacha, que había escapado y logrado llegar con vida de Guatemala, recobrara su salud.
De eso hablábamos, mientras la gente se agolpaba con un ejemplar de su libro en mano, buscando el consabido autógrafo.
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En los últimos años, antes de que abandonara definitivamente la Diócesis para cederle la estafeta total al obispo Raúl Vera, “coroné” al Tatic los días 2 de noviembre de cada año, en la víspera de su cumpleaños. —Me encanta, porque es una costumbre de tierra caliente; aquí no se estila” –me decía siempre.
Quien tomaba la foto: Doña Lucha, su hermana.
En una de esas benditas coronas —o coronaciones, si lo prefieren—, en el comedor de la Curia (sí, donde aguardaba el óleo de la virgen con pasamontañas), y luego de tres caballitos de onza y media de agave azul, salió a la plática la Rigoberta, Rigobertita Menchú.
De eso y otros temas hablé ese jueves con quien publicó un memorable por revelador texto en 1983 —Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (Entrevista con Elizabeth Burgos)— y de cuyo contenido di cuenta en aquellos benditos días en diarios locales y nacionales.
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En un evento insertado dentro del Parlamento de los Pueblos Indígenas, organizado por la Fundación “Rosario Castellanos” y la Universidad del Sur, cuya maestra de ceremoia, por cierto, la nombró —con la ternura que provee la ingenuidad— “Rigoberta Megchún”, la morenita que nació allá en Uspantán, Guatemala, en el mismo año que triunfó la Revolución Cubana, el mismo en que el obispo Samuel Ruíz García llegó a hacerse cargo de la Diócesis de San Cristóbal y, por qué no, en el que nació este humilde cronista(1959), la Premio Nobel 1992 y Príncipe de Asturias 1998 refirió los días aciagos en que perdió a su familia. Todo ese dolor acumulado durante tantos años, asumidos y traducidos en esa desleal batalla de la memoria contra el olvido: “Mi madre fue secuestrada y torturada por el ejército guatemalteco. Hemos decidido, la poca familia que queda y yo, seguir considerándola ‘desaparecida’, en tanto no nos entreguen sus restos o nos digan en qué fosa común se encuentra,para exhumarla y darle cristiana sepultura”, sentenció.
Para no ir más lejos, el 31 de enero de 1980, su padre, VicenteMenchú, fue una de las 37 personas ―entre las que se contaba el cónsul español Jaime Ruiz del Árbol― que la Policía Nacional de Guatemala quemó vivas con fósforo blanco en la ominosa e inenarrable Masacre de la Embajada Española en Ciudad de Guatemala.
De ahí fue que la también Premio Príncipe de Asturias migrara a Chiapas, particularmente a Comitán, luego a la Casa Consistorial de San Cristóbal.
Hace ya varias lunas le escuché decir en Nueva York: “Al igual que América y, en especial mi país, muchos pueblos del mundo ocupan un lugar importante en mi mente y en mi corazón, en su incesante lucha por defender la paz, el derecho a la vida y todos sus demás derechos inalienables. Guatemala, México y América Latina llegarán”.
Por supuesto, a lo largo de su incansable búsqueda, no han faltado los insufribles detractores, quienes han puesto en duda hasta la mismísima referencia de la muerte de sus padres. Eso, sin ir más lejos, es no tener madre.
Finalmente, saludó a los diputados delegados al Parlamento…, provenientes de Bolivia, Perú, Panamá y Guatemala, entre otros, y dejó bien claro entre la muchacha, que era mayoría: “El EZLN puso a las comunidades indígenas de Chiapas ante los ojos del mundo. A nosotros nos toca que permanezcan presentes”.
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Nos despedimos. Al salir del recinto, volví los ojos a uno de los últimos párrafos de su discurso, hace 25 años allá, en la fría soledad de Estocolmo, al recibir el Premio Nobel de la Paz:
“La lucha por la paz y la igualdad, será –sin duda- un proceso complejo y prolongado. Pero si es o no una utopía nosotros los indígenas debemos tener confianza en su realización. Sobre todo, si quienes añoramos la paz y nos esforzamos porque se respeten los derechos humanos en todas partes del mundo donde se violan, nos oponemos al racismo, y encaminamos nuestro empeño en la práctica con entrega y vehemencia siempre”.
En mi nuevo libro de crónicas Contar de los Cantares,
próximo a publicarse.