Jorge Mandujano
Primero, se abre el agujero sobre la tierra al centro del patio de la casa; luego, se corretea al gallo hasta que éste cede ─sin saber lo que le espera. Más adelante, se le da trago en una jícara hasta que se emborrache, a fin de paliarle un poco el dolor y la pena. Luego, se le retuerce el pescuezo hasta que estira la pata. Posteriormente, se deposita en el agujero que se construyó de antemano al centro del patio, se le rocía más aguardiente, se le echa unas monedas para que atraiga abundancia a quienes la habiten y se cubre bien con tierra y muchas flores.
Así se bendice una casa nueva en los ejidos y las colonias pobres de Jiquipilas (en Chiapas). Así la curan. De no hacerlo así, la casa no permitirá el amoroso fluido del aire y las buenas nuevas de puerta a puerta y de ventana a ventana; mucho menos habrá de conceder paz, amor, prosperidad y abundancia a quienes la habiten.
Por ello la abuela Delfina nunca se negó, cuantas veces fue convidada, para asistir como Madrina de cura de las casas adonde fuera y en donde estuvieran.
—“Es que yo fui Curadora”, afirmaba.
—¿Qué era eso, abuela ─preguntábamos, en mitad de un camino de brecha, tierra húmeda y ríos y arroyos de indescriptible belleza.
—“Pues, hacía todo eso para la buenaventura”, respondía.
─O sea, ¿le retorcías el cuello al gallo?
─ “…Y también a quienes me preguntaban demasiado”, concluía, al tiempo que ordenaba al carretero darse prisa.
Una tarde de abril, y ya siendo Madrina la abuela en una inolvidable colonia rural llamada Santa Genoveva, la Curadora extrajo de un costal una gallina negra ya degollada. Cuando se disponía a enterrarla sobre el agujero, al centro del patio de la casa, la abuela interrumpió y le dijo: ─¡No es así. Eso no vale! Nadie de nosotros vio cómo cansaste al gallo, o a la gallina, hasta convencerlo de que debía morir para que todos los de la casa vivieran bien su vida.
La Curadora hizo caso omiso. Echó de cabeza a la gallina sobre el agujero preparado de antemano para el caso y, en el momento en que se disponía a continuar con el ritual, la abuela nos tomó de la mano y nos condujo hacia la carreta. Ordenó al arriero partir de regreso, en el momento en que exclamó:
─De prisa, Abundio. No serán mis nietos quienes se lleven el mal agüero y terminen por vivir, cuando estén grandes, en una casa preñada por la soledad, la tristeza y el desamparo.
Y volvimos al pueblo.
En mi nuevo libro de crónicas Contar de los Cantares,
en vías de edición.