Antonio Cruz Coutiño
Al médico y maestro don Fernán Pavía.
Lunes de desastre en Tuxtla y Berriozábal. Entre obscuro y claro, todo sereno. Son las seis de la mañana y llueve a cantaros entre el barrio de San Roque y El Zapotal. Así había estado toda la noche y los dos días anteriores con sus mañanas y tardes, intermitente. Llueve y llueve como un diluvio y, sin embargo, confiados todos como en día de vísperas. Los obreros y comerciantes, los trabajadores y colegialas; niños, muchachos y maestros se despiden en la puerta de sus casas cuando dan las siete. Todos van a la rutina del nuevo día, a pesar de la llovizna persistente. Nadie se alarma ante el claroscuro de las nubes negras.
A esa hora en las barriadas pobres del poniente, cuajado y tenso, el caudal del río sube y sube. El mismo que sinuoso divide a la ciudad en dos mitades. Se inicia el siniestro y con él la batalla de cada cual, en su solar perdido, primero los de la orilla inmediata, pero nada pasa. No es oficial, no es asunto público. El desbordamiento del río Sabinal está a las puertas de la Tochtlán moderna, pero no se nota, no se sabe, la ciudad dormita. Tontos ¿qué esperaban? Pausada y sigilosamente ha llegado. Así, sin avisar a nadie, sin tocar sus puertas.
Y así comenzó. Como siempre, como tantas veces, desde tiempos remotos… Como nunca su caudal se ensancha y ahora multiplica sus hendeduras, socavones y torrentes. Se enseñorea de sus antiguas querencias: sus vegas, bajíos y riberas abiertas, hoy convertidas en hacinamientos urbanos, viviendas de mala muerte; aunque también fraccionamientos de primera, calles, parques, escuelas, hospitales y lo peor: asentamientos irregulares para el infortunio, para los que un día emigraron a la ciudad, sin saber que aquí se los cargaría el diablo.
Nadie sabe nada en las oficinas del gobierno, tampoco en las salas de prensa, cabinas radiofónicas y diarios. Están vacías, es temprano y es San Lunes. Pero corren ya los vecinos del viejo Quistimpac desde el Occidente: los de San José, Club Campestre, Terán, La Gloria y Juan Crispín. Aunque sólo cuando al fin penetra el agua turbia y espesa de la inundación por los zaguanes y puertas de las casas señoriales de Los Laureles, La Esmeralda o Jardines de Tuxtla… sólo entonces suena el teléfono de los bomberos y de las policías, cuyas sirenas y escándalo ponen en alerta a todos.
El riachuelo encantado y cristalino, que hasta los años cincuenta había deleitado a los tuxtlecos pobres y a los de las fincas de descanso, ahora se salía de madre, se salía con la suya, desbordado. Patios, sitios baldíos, corrales y gallineros son salidas naturales para el torrente.
Luego, por entre calles y fraccionamientos nuevos se asoma El Sabinal, ahora convertido en serpiente, demonio de mil cabezas. Pasa por el Fovisste, por las casas desafortunadas del Plumjá y Rincón del Arco y ahí lleva y ya se ven algunos techos completos, un ropero de puertas abiertas, láminas y casas de más arriba. Trastes, trapos, madera y muebles despedazados flotan; bajan a gran velocidad. El río que siempre ha sido considerado poca cosa, hoy ha crecido y es un monstruo alimentado por las lluvias de Berriozábal. Desde el norte sus arroyos agigantados depositan al río, agua y troncos que da gusto… son los riachuelos de La Chacona y el Potinaspak. Desde el Sur vienen afiebrados el Catarina o el sannosequé, el San Roque y el Arroyo Grande que baja de las riberas de Cerro Hueco y El Zapotal.
Este es el Quistimpac como en los viejos tiempos, señoras y señores. Para que nadie se olvide que aunque siervo y cautivo de la Tochtlán soberbia, encajonado a más no poder y abandonado a su suerte… aprisionado sí, sujetado con el paso del tiempo, pero domesticado nunca.
Por eso lo observamos hoy, espantados todos, endemoniado y majestuoso, devastador y divino, como en los tiempos de antes. Cuando los tatas viejos, los bisabuelos de nuestros padres, contaban historias de vacas y caballos flotantes, cuentos de troncos y árboles que navegaban a sus anchas por el Grijalva, caseríos inundados y puentes colgantes desaparecidos; de cuando los afluentes del Río Grande desde la Sierra, llevaban lo que se atravesaba a su paso: carretas, ganados, trapiches, moliendas y fincas enteras. De repente arbustos desgajados con guajolotes y gallinas equilibristas y hasta garrobos desdichados e iguanas tomadas de sorpresa.
Contaminada y echada a menos pues; domeñada es cierto, pero jamás vencida, ahí estaba ahora la riada del cauce de los sabinos, llevándose las bancas de los parques públicos, sus árboles y jardines, puentes y estanques… Primero el del Poniente y luego el de Caña Hueca y Joyo Mayu; después lo que aún quedaba del Jardín Botánico y el olvidado Parque Madero y más allá el del Oriente, en donde furioso y con todo su poder, arrastra hasta el pavimento y las aceras.
Pero antes aconseja y regaña a quienes fastidia: a los de la ciudad en pleno. Se mete a los patios y casas del fraccionamiento Moctezuma, el lugar de los viejos ricos. Y ya en pleno centro, la Cuarta y Quinta Norte se confunden con el cauce natural del río, donde los estanquillos de la vía pública y el comercio irregular se resisten, aunque al fin los derriba y se lleva lo que tienen dentro. Detrás del templo de San Jacinto pretende allanar los patios y lo mismo hace en el barrio de La Pimienta. Orondo inunda los archivos de la historia agraria de Chiapas, y hasta las camas de los desfallecientes enfermos del Seguro. Ahora sí que retoza en lo que fue antiguamente su natural desfogue: las casas, patios, campos y calles del Fraccionamiento Parque Madero y hasta reposa sobre la Tercera Sur.
¿A quién se le habrá ocurrido idea más brillante? ¿Construir las dos clínicas y las tres o cuatro escuelas públicas más importantes del nororiente, justo en los remansos habituales de las periódicas avenidas del Sabinal? Neta que merece un premio. Pero al río, sucio y predecible ahora, rencoroso hoy más que nunca, le viene valiendo madres. Ha de pensar que “una de cal por las que van de arena” no ha de ser injusto; así que el malvado, aunque entrañable Quistimpak sigue su curso… no sin antes desgraciar a los desgraciados, a los de El Vergel y las inmediaciones de Paso Limón, una barriada entre decenas, a escasos metros del lugar en donde hace milenios horadó la tierra para desembocar campante al Sumidero.
Al mismísimo Río de Chiapa con sus miles y miles de toneladas de todo: mierda, lodo y mugre; con sus miles de damnificados en la calle, así, literalmente y además desnudos, e innumerables historias de desdichas y mala suerte.
Así vi con estos ojos la catástrofe y así sentí el poder devastador del río enfebrecido. Así lo vi incluso al medio día, o quizá a la una o dos de la tarde, cuando ya el cielo se aclaraba al fin y la llovizna apenas salpicaba nuestras cabezas. Yo hacía fotografías mientras algunos militares instruían por radio a sus brigadas. Estábamos en el techo de un segundo piso, en la esquina de las calles Tercera Norte y Octava Oriente, muy cerca de una terminal. Desde ahí los portones de las casas se agitaban como abanicos; torrentes de aguas sucias salían por las cien ventanas. Una cuna blanca y otros objetos rompían desde dentro los cristales de aquella puerta y los enseres de algún bebé daban vueltas en torno a un remolino. Allá en el fondo un coche y una camioneta se agolpaban como juguetes contra el fuste de un viejo guanacaste.
Cajas, pañales, roperos despedazados, un televisor, muñecas, platos, vasos, tablas, ramas, botellas, paquetes de galletas y pañuelos. Todo pasaba vertiginoso por la calle convertida en río, al tiempo que una runfla de teporochos intentaba rescatar de la corriente aquellos objetos. Por la otra banda todo era desolación, estaba todo anegado. Sólo algunos vecinos se comunicaban a gritos desde el techo de sus casas y, por la calle del puente que conduce al Fraccionamiento Madero, algún operativo de rescate se efectuaba: mientras algunas personas con el agua al torso pasaban con algo de sus pertenencias por encima de sus cabezas, otras eran trasladadas de un lado a otro de la calle del puente. Aquel era un equipo de hombres uniformados de amarillo y éstos, los emboscados, pretendían su salvación amarrados o asidos a cuerdas, como piñatas.
Observé así todo esto por un rato, pero juro que sentí miedo. Incluso por momentos escurrió de mi espalda una especie de sudor frío. Fue entonces cuando cerré los ojos y tuve un sueño en segundos: la ciudad entera, la ciudad de los espejos, casa a casa y calle a calle era engullida a bocanadas por el río monstruoso, todo fango, pestilencia y lodo. Succionaba su lengua fétida y viscosa, y eran sus brazos disformes los que se extendían desde el Sumidero y el río Grijalva hasta el valle de los tuxtlenses.
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