Jorge Mandujano
Limpio, pulcro, impoluto, inmaculado avanzaba septiembre de aquel 1979. Una sobrina mía, hija de una hermana de padre casada con el secretario general de la Sección 22 del Sindicato de Pemex, en el Tres Veces Heroico Veracruz, había puesto tiro al capricho: —Amo a Juan Gabriel y quiero estar en todos y cada uno de sus conciertos.
Mi hermana, su madre, no sólo terminó por ceder ante semejante capricho sino que buscó a María, la hermana mayor de mi casa, para que se encargara de recorrer el país de la mano de mi sobrina en abierto marcaje personal ante aquel muchacho que había nacido 29 años atrás en Juárez, Chihuahua, y que se había posicionado con una canción con cuyo espíritu se identificaba buena parte de quienes legitimaban la estadística del desempleo nacional: No tengo dinero ni nada que dar.
No tubo que pasar mucho tiempo para que mi sobrina presumiera en las aulas la firma tatuada en las playeras compradas en el Palacio de Hierro, con los odiosos ―pero indelebles—, marcadores Sterbrooks y Sharpie: Norma, te amo: Juan Gabriel.
Andado el tiempo, vinieron las fotos en-la-mis-mí-sima-recámara del autor de La Diferencia. Todo un escándalo ruborizante, pues.
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Cito, apenas, estos memorables datos, tan sólo para enriquecer el mito. No es mi sueño dorado comparecer ante la seducción anual de la Feria Chiapas. Con todo y eso, aquel viernes me vi de pronto en la Fila “D” del palenque de gallos y di fe de toda esa parafernalia que presume, con mucho, y sin ir más lejos, uno de los más prolíficos compositores contemporáneosfaranduleros que hay en México: Juan Gabriel. Confirmé —además– lo que había plasmado en una reseña, hacía algunos años: “Declaro sin escrúpulo que Juan Gabriel compone —y resuelve— con alegría. Análogo a los jóvenes universitarios surgidos de la cantera de los Pumas, le basta un palmo de terreno para contar historias, el mismo tiempo y espacio que requiere laescuadra felina para anotar un gol.
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Es septiembre de 1975, y la muchachada preparatoriana es feliz. Sí, inconmensurablemente feliz. Asiste a clases, con la plena e irrebatible certeza de que allí, en ese territorio donde habita la libertad, se halla su única, imperturbable razón de vivir.
Así, construye parcelas amorosas que luego transita en una cotidianidad que no termina antes de la cita con su colchón envejecido por la humedad nocturna, sino que se prolonga en las interminables avenidas de los sueños.
La muchachada preparatoriana supo de cierto, y de la mano del poeta, que el amor era la prórroga perpetua. Así buscó y encontró (en algunos casos) hasta su propia muerte.
Cuando no, bailó hasta al amanecer en las posadas decembrinas de Neón de México, La Vulcanizadora Ruiz, Aramóvil y la Quinta Charito, entre muchas otras.
Pero cuando llegaba septiembre, algo le decía que el tambor y la trompeta no eran su sueño dorado. De allí que prefirió siempre ver el dichoso Grito a lo lejos y con una buena dosis de líquido ambarino perláceo en mano.
No fue así para mi amigo, hermano, Jesús Salvador Orduña Calcáneo —mejor conocido como Chuchín– y yo, a quienes la curiosidad terminó por conferir material harto para contar.
Como refiero líneas arriba, era septiembre de 1975 y ya nos trazábamossobre los corredores del Cecyt-Icach. Cuando no se lograba el aventón (mis padres me habían prohibido llevar mi desvencijado vochito, en tanto los 15 monos que siempre nos juntábamos para ir a fiestas, posadas, conciertos, obras de teatro y demás, a güesos se querían trepar, al costo que fuera), caminábamos desde la prepa —a un costado del viejo Injuve y frente a la estatua de Ángel Albino Corzo–, hasta el Parque Central, no sin antes pasar al Colegio de Niñas, en un intento por entreabrir la puerta hacia el pecado (lo prohibido seduce, dice la Biblia). Ya en el parque, mi amigo Chuchín y yo conversábamos (hasta donde nos entendíamos) con un personaje icónico en la historia de Tuxtlita La Bella: La Tila, una mujer indígena de escasos 1.40 de estatura, morenita, delgadita, sin dientes, con el cabello cano y sus ojitos perdidos al filo del horizonte. Sin el mínimo respeto a su trastorno mental, no pocos parroquianos, imbéciles de mala voluntad, pasaban a una buena distancia de ella —nada tontos– desde donde le gritaban: ¡Arriba Chiapas!, a lo que ella respondía con un sonoro, y hasta hoy día inexplicable origen del motivo: ¡Chinga tu madre!
No era el caso con nosotros, ya que los más días de la semana conversábamos con ella y compartíamos dulces caseros que vendían en la plaza, que ella partía en pedacitos, en chicuisnís, según sus propias palabras.
En contraesquina, el gobernante en turno, Manuel Velasco Suárez, neurosiquiatra y —¡¡¡uyyy!!!– confeso médico de cabecera del ínclito presidente Luis Echeverría Álvarez, sostuvo siempre que el ser humano debía dormir no más de una hora diaria. Así, uno pasaba frente a Palacio de Gobierno en las deshoras y veía siempre su ventana con una incandescente luz, que se prolongaba hasta el balcón que daba a la plaza.
No fueron pocas las ocasiones que abandonó su silla gubernamental en eternas madrugadas, para bajar a regañar y mandar a su casa a la banda mariguanera, que a esas benditas horas conversaba en altos decibeles lo acontecido del día en el corazón del inolvidable Parque Central.
La Tila, quien en algunas ocasiones permanecía despierta antes de convocar a Morfeo sobre la frialdad de la banca, recibió siempre un trato digno —hay que decirlo– del señor que había promovido el cierre de los manicomios inhumanos, introducido la neurosiquiatría y promovido, en 1948,los servicios para enfermos del cerebro y del sistema nervioso en el Hospital Juárez de México (anteriormente conocido como Hospital de San Pablo) y,posteriormente, en la creación de siete hospitales regionales.
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Así es que es septiembre y, pese a que siempre llueve en Coyatoc la noche del 15, la plaza luce abarrotada, en tanto no ha faltado quien, en la víspera, hasoltado el borrego —como le llamamos en el argot periodístico– de que esta noche estará cantando, nada más y nada menos, que Juan Gabriel, para todas y todos aquellos que aman la Patria como el caracol secreto de su historia.
Nada más falso, El Divo de Juárez nunca compareció; sí, una pertinazlluvia que no evitó la atildada Ceremonia del Grito de Independencia. Para el caso, uno de los asesores del ciudadano gobernador, y quien sabía del trato clínico, ético y profesional de éste hacia la infaltable Tila, ordenó a los responsables de la seguridad que la acomodaran detrás de la primera valla y frente al doctor Velasco, quien se vio sorprendido al finalizar su alocución y lectura del insufrible listado de Los héroes que nos dieron Patria:
—¡Viva Chiapas! –gritó el gobernante.
—¡Chinga tu madre! –respondió La Tila.
—¡Viva Chiapas! –repitió el médico de cabecera de Echeverría.
—¡Chinga tu madre! –insistió La Tila.
—¡Viva México! –cambió el rumbo, y el protocolo de manera intempestiva, el doctor.
—¡Sííí! –repuso La Tila, aplaudiendo y tirando besos, con sus ojitos perdidos al filo de un oscuro, lluvioso horizonte.