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Sobre no elegir adecuadamente nuestras batallas

Sobre no elegir adecuadamente nuestras batallas
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Carlos Álvarez

Cuentan los anales de un conde de Portugal que empleó los celos que sentía su cuñada hacia la riqueza de su esposa para sobornarla y hacerle confesar alguna de las aventuras que su hermana había vivido antes de haber contraído nupcias consigo; ni el hombre averiguó con más personas la veracidad de sus declaraciones, ni la cuñada era memoriosa para haber ofrecido un testimonio con detalles suficientes. El conde sospechaba de un amorío por parte de esposa, y decidió elaborar que luciera debidamente cierta con los tintes de acciones que su cuñada le había revelado. El hombre elaboro una historia con una horrible sutileza, cuando su esposa escuchó lo que tenía que decir, me atrevería a decir que por un momento la mujer estuvo a punto de creer algo que ella sabía que no había hecho. El hombre sintió culpa de haberla doblegado mediante ilícitas elocuencias; confesó que solo pretendía llegar al fondo de las cosas, y la mujer sufrió más haber sido persuadida de lo que su licitud pudo padecer que se haya dudado de su probidad. Todos los allegados tuvieron conocimiento de la estratagema, y para cuando el conde tuvo suficientes noticias de un amorío verdaderotodos asintieron en creer que no se trataba de un descubrimiento sino de nuevos efectos de la imaginación.

Es razón general decir que la verdad siempre sale a la luz, y para nuestro mal este precepto hace un empleo vago de algunas de las cosas que ninguna lengua es capaz de expresar de forma prudente, que resultaría mejor consejo entender que tan vacía puede ser la honestidad, como decente el fingimiento; muchos más bienes han sido conservados cuando es encubierto algún ultraje, mientras algunos arrebatos de honestidad han sido los causantes de dolores insoportables. Que esté o no en desacuerdo con este hecho poco puede prevenirme de gozar un bien que haya sido fabricado por pasiones o palabras fingidas; más creo que nos conviene no llegar a las causas finales cuando si es más grande y estable el premio que podemos recibir de las meras apariencias. Por más que me incline a pensar que todos tenemos derecho a satisfacer nuestras curiosidades, siempre trato preservar cierta claridad en mi criterio para preferir no descubrir algo que complazca exclusivamente los esquemas de mi mente.

En muchas ocasiones el autor de una horrible malicia se excusa diciendo que ninguno de los causados ultrajes obedece alguna intención verdadera de su espíritu. Con tanta frecuencia es empleada esta excusa que solamente podríamos atribuir la negligencia con la que somos guiados por nuestras pasiones en sus estados más alborotados, al hecho de que la mayoría de las empresas relacionadas con el vulgo están motivadas por la defensa de méritos turbulentos y el cumplimiento de afanes inestables. Nunca me he alojado en la tranquilidad que prometen los preceptos de los estoicos que señalan al vulgo como el principio y el fin de los males; tengo suficiente anclada en mi razón la idea que las obstinaciones que son materiales producidos por el fulgor del temor, la ira o la tristeza pasan por alto todo tipo nociones que tengamos sobre la decencia o la prudencia, y por ello trato de evitar a toda costa que mi persona sea sometida empresas públicas sin que mi experiencia tenga herramientas suficientes para domesticar el menosprecio o las blasfemias de las que pudiera ser víctima.

No puedo estimar el alcance que este juicio pueda ejercer favorablemente a una persona que está acostumbrada a guerrear los cimientos de sus propios entendimientos, y considera más grande falta para su orgullo no hacer respetar en el mismo instante que alguien ha omitido una opinión desfavorable sobre sí. No me atrevería a considerar como una facultad valerosa que no sentir temor a ninguna violenta represalia nos motive a llevar la contraria cada vez que nuestra razón caiga en algún desacuerdo. Tampoco me atrevería a loar la licitud de quienes guardan silencio y luego someten a cierto estudio ciertas impresiones que a mi parecer son desastrosamente minuciosas como para servirnos en futuras disputas. Me apuraría más a considerar una cobardía loar conductas exageradamente nobles, y no tendría un solo problema con aborrecer por el resto de mis días el apresuramiento con el que se obra cuando nuestras devociones y admiraciones son objeto de burla. Comparto aquella opinión de Boswell, que cada ser tiene suficientes sentimientos en su molde como para saber de qué manera afectan malignamente determinadas cualidades de lo que ama o le benefician las particularidades de lo que repugna.

Coleridge dice en el capítulo V de su Biografía que en todas las eras han habido seres impulsados por un instinto que les hace creer que su propia naturaleza es un problema lo suficientemente grande para que sea entendido por alguien más; nadie podría juzgar como una temeridad considerar que la humildad ha fracasado con mucho éxito con el secreto honor que nunca desmerece quien se entrega al ejercicio de las artes, y por más que ruegue que no se le considere un perseguidor de méritos, más errado se ve atentando con la naturaleza de su oficio. Shelley escribe en Mont Blanc que gran parte del curso de una vida que se podría considerar digna, obedece de alguna manera a la fuerza con la que alguna fortuna nos haga el favor de no darnos el conocimiento del poder que podemos ejercer en ajenos anhelos. Esta idea es inaplicable para el tiempo que es compartido entre dos concubinos o una madre y un hijo. 

En ninguna de las incontables cartas que Carlyle y Jane Welsh compartieron se puede leer una sola vez que la mujer haya tenido en un lugar inferior la inteligencia de su esposo, o del hombre algún juicio que fuera desconsiderado sobre las primeras impresiones a las que obedeció su amor por quien consideraron la mejor escritora de cartas pero el ser, en un mismo sentido, más humano y detestable. Swimburne dijo que hicieron un favor al mundo estando juntos no haciendo miserables a cuatro personas sino a dos. Creo que si Carlyle, quien expresa con una no muy dudosa honestidad que es capaz de amar a quien un destino más alto le obligara por una virtud de la que no hubiera sido consciente hasta oírlas, hubiera oído la opinión del poeta, le habría causado tanta gracia como a un físico el descubrimiento de un nuevo material en la tierra.

Existe cierta colisión entre nuestras emociones y nuestros deberes que me obligue a tolerar lo suficiente para que alguien cambie con frecuencia de ambición, pero de ningún modo para respetar los sufrimientos que alguien puede no dejar de padecer nunca. Mil veces prefería recibir un golpe por hacer alguna mufa de quien ha hablado mil y una vez de la misma pasión. En este mismo sentido es que suele parecerme de muy poca credibilidad que alguien defienda a toda costa hacer lo que desea: nada que merezca extenderse a miles de explicaciones cada vez que es sometido a una observación diferente puede ser algo más medroso que verdadero. Estimar el poder que nuestra voluntad posee sobre obras siquiera inmediatas es algo obstinado e innecesario. Es preciso hacer excepciones con razones que nos han servido en más de una ocasión en el progreso general de las cosas, para rastrear las causas de algún futuro detrimento.

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