Carlos Álvarez
Más grande es la vergüenza de quienes más saben que lo necesario, que la razón de quienes entienden lo que les conviene. Hasta donde me han permitido mis intereses someter mis observaciones a los involutivos e inmanejables procesos del entendimiento, me ha servido en más de una ocasión hacerme de la idea que no es preciso entender si algo es erróneo si no estamos necesitados de tener la razón.
Dijo Góngora a Cristóbal de Heredia que no podía ser hallado placer más honroso ni bien más rico que disfrutando de todo lo que en duros años en cuerpo y en espíritu había labrado, y como ninguna silla a razón del poeta es capaz de dar más descanso que aquella que da las espaldas a las equivalencias de interés, que “ascender a más es de ánimos honrados,” que si no le era suficiente servirse de las mercedes que Dios da para la grandeza de todos los ánimos, que se acordará que ni los propios hijos suelen perdonar un cuarto de lo que pesa el trigo. No creo que podamos hacer un adecuado uso del mérito que pueden darnos nuestros propios pensamientos, y más creo que los preceptos que hay detrás de nuestras intenciones pueden librarnos del engaño en el que podemos caer cediendo a la razón que los demás tienen de nuestra persona.
Está mucho más allá de mis alcances observar los objetos de acuerdo su valor para ser estudiados y tampoco poseo la modestia necesaria para dejarme llevar por empresas que han impedido que me mortifique menos por cuestiones que han sido del interés de personas eminentes que por guardarme en el aprendizaje de las que han beneficiado mi porvenir de un modo que alimentan la consistencia de mi dignidad. Ni la filosofía, que es hija bastarda de la verdad y actúa con rencor de su abandono y envidia de su potestad, ha logrado que se entiendan los conceptos más nobles de una manera que no haga sangrar las mudables voluntades, ni la ficción que es su hermana más amable ha logrado no sea toda pasión un desatino y todo acierto eventual error.
Hasta donde puedo entender, decir que algo vale más o menos la pena de ser estudiado es tan autoritario como desear tener la razón, y debido a lo poco duraderos que suelen ser las satisfacciones adquiridas de nuestras posesiones, diría que nada puede ser más estúpido que no querer tener la razón. De hecho, tanto como creo que no necesitamos suponer algo lo suficientemente preciso cuando ya hemos estado en lo cierto, creo que no puede haber un solo ser perteneciente al género humano que no haya visto sus fines naturales al deseo de no estar equivocado. Escribe Agustín en su Confesiones que no era más desobediente por estar ocupado en mejores cosas sino por el amor que tenía por el logro de victorias, halagos y soberbias; no es menos respetable la honestidad con la que podemos declarar un error, que más vanidosa la justificación de un mérito propio.
No hay un solo bien que no enfade a quien le goza ni dañe a quien le admira, ni una sola desproporción en el espíritu que perfecta no parezca cuando más por conveniencia de nuestras miserias que por honesta determinación nos hacemos la idea que nada es ni ha sido perfecto del mismo modo para nadie. Tampoco las más ordenadas de las filosofías a ser falsas en axioma alguno se han logrado resistir, tanto que si el rigor fiero de querer poner más límites a lo impensado que ahecho, no ha puesto puesto sobre sus sienes la tiara de ser el más noble de los humanos aciertos por habernos dado más inexplicables bienes en mayor número del que nos han dado bien racionados errores.
Se suele considerar que es alguien de buena razó quien esté exento del mayor número de súbitas pasiones; nunca me ha parecido menos digno no ceder a sentimientos motivados por la ira o la tristeza, ni menos respetable quien no se arrepiente de algún estrago fabricado en un estado en el que su ánima sufría un tormento insoportable. Es lícito creer que un mayor uso del entendimiento puede remunerarnos de forma especial en el mismo sentido que fue lícito rogar a obscenos santos que nos hicieran dueños de una mejor figura e incluso una mujer naturaleza.
Racine cuenta en una epístola que para no admitir en desengaño que su modestia pudiera tener de su propio juicio, tuvo la intención de preguntar por el escándalo de un soneto a una vieja criada que profesaba el jansenismo, y al pensar que más secretos y potentes suelen ser los procederes que la fe demanda que los cuidados que las indulgencias nos exigen, su entendimiento podía ser víctima de alguna traición y su reputación caería en la ruina que han sufrido quienes han confiado la tranquilidad de su porvenir en algo que no sean sus propias consideraciones. El poeta terminó por guardarse del mal que los opiniones ajenas es capaz de hacer en nuestra memoria y confió en su propio gusto; no podría creer que el gozo adquirido por el aplauso público sea igual al recibido por la indulgencia que tenemos de nuestra propia capacidad, pero en definitiva así como perseguir las loas ajenas provoca que adulteremos nuestros bienes y los abandonemos por los desconocidos, así una excesiva confianza de nuestras capacidades nos orilla a prostituir las intenciones ajenas.
Han sido los anales de las cosas, testigos de que quienes llevados por acometer el fin último de las causas, terminaron perdiendo el honor que todos tenemos por nuestro nombre, y obsesionados por una manía general que suele reproducirse en cualquier oficio que nos relacione con el estudio y la invención de significados, pusieron la cabeza en tantas partes que luego no hallaron manera de encontrarla. Se ha dicho que la estupidez no tiene límites, pero sin consideramos la destreza con la que han sido labrados ejemplos infinitos de malignidad a través de esquemas de la razón, estaríamos más cerca de considerar al entendimiento como el autor de las más viles esperanzas, y hacedor de las más tristes de nuestras suertes.
Ni quien nació lejos de los agravios del vulgo escapa de tener algo de bestia, ni quien ha conseguido sus progresos mediante la mezquindad desobedece todas las partes de la virtud. No creo que se envidie más a quien tiene razón que a quien sabe no perderla. Esto es más precepto que paradoja y puede probarse con todo el perdón que siempre hay para el prudente, y en toda la culpa de la que no está libre nunca la prudencia. Dijo Quevedo que no se envidia la virtud, sino al virtuoso, dijo Lamp que defender nuestra razón en última instancia es sentir envidia de razones que no son defendidas por ninguna pasión que valga la pena, y dijo Boswell que ningún auxilio es más eficaz para el mérito, que es cosa que cuando se persigue es vano y cuando se tiene ofende, que defendernos de alguna empresa cuando lo único que podemos saber es que no hay modo que tengamos la razón.
Hay quienes presumen los agradecimientos que algunos más dotados de virtud les dieron, y otros hay que les satisface no ser entendidos por quienes menor razón poseen. Tantos accidentes sufre la fortuna, que no parece la más baja de las cualidades el peor de los males, ni el más preservado de los honores el más cuerdo de los logros. Basta descuidar un bien para verlo fabricado en peor error, y falta cuidarse de un error en demasía para que uno más secreto e insoportable nos haga víctima de algún inédito disgusto.