Jorge Mandujano
(A manera de adelanto de mi libro La niña del Sanborns)
A Carlos Navarrete
En mitad del último año de secundaria leí y releí Pedro Páramo, de Juan
Rulfo. Debo confesar que mi primera impresión —por el contrario quizá de
otros muchos lectores— fue la de una amorosa antología de mis sueños
párvulos y de mis dolorosas experiencias reales de cara al aciago rostro de la muerte.
Ya con el corte pelón del primer año de prepa, me interné en el viejo Café
Central de San Cristóbal de Las Casas, tan sólo para fumar ―entonces se
podía fumar en los cafés– y adonde mi personaje asistió en mitad de un
Encuentro Nacional del INI. Sin intentar la microficción, en la mesa de
entrada: Juan Rulfo. Ahora pregunto: ¿Maestro, en Pedro Páramo” viven o
mueren?
Sin respuesta, el maestro pide su cuenta, deja unas monedas a un lado de su
taza de café, intacta, y se marcha.
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Ahora recuerdo: allá en mi pueblo, Jiquipilas, en el Barrio de Guadalupe (Allá Abajo, le dicen de manera clasista), el barrio pobre, pues, había una rotonda adonde bailaba y se cachondeaba la muchachada. Mientras la tertulia avanzaba, sus madres, madrinas, padres, padrinos, chaperones y demás parafernalia tutorial, se sentaban en unas maltrechas bancas de cemento situadas alrededor de la rotonda, para observarlas, para cuidarlas. Cuando la celebración anual de La Virgen llegaba, la multitud, que no cabía ni en su propio ejido, pedía permiso con sobrada antelación para, cuando adviniera la celebración, viera desde los sitios alternos frente a la rotonda, tras el corral de las casas contiguas, y cuyas bancas no eran otras que tumbas de los seres queridos enterrados en su propio jardín.
Hace algunas lunas, en el corazón del Cien Veces Heroico barrio de San Roque (y cuyo terreno, a espaldas de su templo, alguna vez fue panteón), un grupo de sinquehacer integrado por Francisco Paco Chávez, Mavi Vázquez, Socorro Trejo, Francisco Nigenda, Socorro Cancino, Manuel Zepeda y yo, fuimos convocados para tejer un mínimo anecdotario acerca del bendito barrio.
En su intervención, Manolo Zepeda refirió una por demás escalofriante
historia respecto de un amigo de su padre, Don Laco. Contó que éste vivía
sobre la Primera Sur, muy cerca de la esquina que ahora premia o desangela a quienes presumimos superlativa membresía dentro del infelizaje en contraesquina del miserablerío, la Lotería Nacional, a un costado de donde vivió sus últimos años la Maestra Mayor de la danza folklórica en Chiapas, Beatriz Bety Maza.
Año con año, un viejo amigo del padre de Manolo venía el mero día de la
fiesta del Santo Patrono de San Roque, para que, juntos, acudieran a la
celebración. Total que el viejo Don Laco le dijo a su amigo que se durmiera en la hamaca del corredor y que, al amanecer, lo despertaría para que fueran juntos, relajados, a la fiesta.
Cuál sería la sorpresa del viejo cuentero [padre del cuentista] que, al
amanecer, fue a buscar hasta el corredor a su amigo para despertarlo, y tan
sólo se topó con una hamaca vacía y aún en movimiento. Caminó hacia la
puerta que daba a la calle y, en esa suerte de banco de piedra pulida con
tanto sentarse para ver pasar la vida, encontró a su gran amigo, ya con el sol mañanero de lleno en el rostro que, más que desvelo, observaba pavor, y a quien preguntó el por qué de su determinación de abandonar la hamaca tan temprano. A lo que su amigo repuso: — “No, compa. Cómo quedarme en la hamaca si, de entrada, La Sombra me pegó tremenda sacudida —como la de los muchachitos cuando juegan al ‘pinguín-pongón’—, que me levantó hasta el techo y luego me regresó hasta el piso. Nooo! No es de Dios, compa. A ver cuándo volvés a invitarme a tu casa…”.
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Vaya esta breve introducción a un tema que a muchos debe parecerles
inocuo, irrelevante, tonto, torpe, de una insufrible ignorancia y de mal gusto. Mientras que para otros configura la posibilidad de enriquecer el amplio catálogo de leyendas urbanas de Chiapas y, en particular, de Tuxtlita La Bella.
Sirva también como adelanto del breve libro de bolsillo La niña del Sanborns (una relatoría de acontecimientos reales que, evocando a mi tan querido y admirado José Joaquín Blanco, dan pánico soñar), y que pronto habrá de publicar y distribuir la icónica empresa.
Por si estaban con el pendiente…
Muchos años después, en una fría noche en casa de Manuel Becerra Acosta,
director en esos benditos tiempos del diario unomásuno, volví a saludar al
maestro Juan Rulfo. Al despedirme de él y con la pena del mundo, le
comenté que yo era aquel muchacho imberbe que alguna vez osó preguntarle si en Pedro Páramo vivían o morían. En respuesta, me dio un
abrazo apretado y me dijo, ya en cortito: ¿Y, todavía sigues con la misma
pendejada?…