Eliot aprecia en la literatura una intratable pila de escenas; aprecia en cada escena una inconsistencia que solo mediante el esfuerzo crítico es capaz de volverse una certidumbre histórica; aprecia que los esfuerzos artísticos y los esfuerzos críticos están enemistados; pero aprecia que los esfuerzos críticos y los esfuerzos artísticos no deben estar enemistados; tampoco aprecia que el motor de los esfuerzos de la literatura son las incertidumbres históricas, los cuales, aunque suene patético, se muestran escenas consistentes para la humanidad. Para volver útil la tesis de Eliot tendremos que someternos a creer que los dogmas del pasado no son una realidad literaria latente; la realidad de los dogmas del presente es la que obliga a ver lo literario del pasado. Es una irresponsabilidad admitir que el destino primordial del germen inevitable y simultáneo de la creación artística es la formación de un clásico; todavía más irresponsable pretender vislumbrar en este germen de creación los méritos y motivos clásicos.
La literatura no tiene la fuerza suficiente para seguir su razón; esto lo aprecia Arnold; Eliot no desea entender a Arnold; las tradiciones no son fácilmente heredables, porque la literatura no es una sucesión lógica de tradiciones; pero si nos ocupamos por un lado de las literaturas y por otro de las tradiciones, no hay espacio para conservar una tradición literaria; Swinburne sabe que las tradiciones son perdurables artificios; Eliot aprecia que la perdurabilidad de las escenas depende solo de una adecuación objetiva de emociones y acciones; es decir, Eliot desconoce que sostiene la misma tesis de Swinburne.
Eliot ve en un clásico el fruto de la madurez de una civilización; ve en un clásico una tradición en sí misma; lo cual es adecuado; adecuado para decir un clásico carece de temporalidad; de hecho, la existencia de un clásico parece ser un fruto atemporal. La literatura tiene la fuerza suficiente para resolver las incertidumbres que posiblemente no ha creado. Eliot escribe “la tarea principal de la interpretación consiste en presentar hechos históricos relevantes que se han pasado irrelevantes para el lector.”
Lo imperdonable de la definición de Eliot es la insistencia por separar en términos lo clásico, la tradición, y la crítica; pero en su intimidad seguramente concebía que un clásico no es un clásico sin los heraldos de una tradición y la tradición no existe sin los artificios de la crítica. Que nos baste admitir que uno de los síntomas de una civilización, en su lucha por una existencia, mortificada por la perplejidad de sus deleites locales y la organización de sus leyes, son los clásicos. Sabiendo que existen más nociones que afirmaciones en un término como los clásicos, puedo sugerir que la modernidad es la apariencia de una ley natural que remplaza las condiciones de las tradiciones de la humanidad; y los clásicos son combustibles desvanecidos en el humo de la plenitud civil; esta ley, esta lámpara encendida con innumerables combustibles a distintas horas en la historia, está ceñida en el incesante río de la vida humana. Los clásicos, como condición de la majestad humana, son una modernidad a la cual toda civilización tiene derecho de vanagloriarse.
Si volvemos a mencionar la dignidad de la impresión, tengo que admitir el derecho que cada lector tiene para fundar su incomprensible fomento a cierta obra, a cierto autor; esto me permite desmentir que los clásicos guardan impresiones unánimes. Definir un clásico mediante su utilidad no es errado; pero implica una influencia de un sentido limitado de la belleza y una palpable incongruencia entre nuestras ideas sobre crítica y moral; para ilustrar nuevamente la dignidad las percepciones responderé a un artificio: ¿qué dicen prominentes autores sobre los clásicos?
De la mayor inconsistencia de Dante, que es estar liberado del terror de la muerte, siendo infeliz con sus especulaciones personales de la vida Macaulay escribe “Ciertamente Dante nun ha reuido a encarnar sus concepciones en limitadas palabras; incluso ofrece medidas y números, donde Milton habría dejado las imágenes flotando en la indefinición de una hermosa bruma del lenguaje” Ruskin impresionado de la función episcopal que Milton atribuye a San Pedro dice: “Los seres humanos eminentes no juegan trucos teatrales con las doctrinas de la vida y la muerte; solo personas insignificantes hacen eso. Milton solo dice; con tan solo decir derrama significados y en la forma de decir pone toda la fuerza de su espíritu en el momento de decirlo.” Para Arnold que coincide en ver en Dante un hombre esencialmente solo en la multitud de la vida, e incompleto en la visión del mundo, opina ejercicio más importante de Dante fue “sacrificar el mundo a los dominios del espíritu, y volver el espíritu un sólido todo, borrando el mundo en presencia de su espíritu.” Estos fragmentos significan en este momento porque no responden una instancia concreta; no me concentraré en lo que es dicho por ellos, sino en el hecho de decirlo. Para que existan estas impresiones significa que las ruinas y el polvo del pasado que oscurecen el aire de los modernos axiomas, se han remodelado, transformado y readaptado mediante nuevas figuras en nuevas condiciones que nutren nuestras ideas sobre la literatura; las ideas de Macaulay, Ruskin y Arnold vagan por los vientos artificiales que la filosofía sopla. Sin embargo, mi deseo no es atender los enunciados de estos escritores; mi deseo es comparar, por ejemplo, que la tierna impresión de un estudiante sin un grado emérito no es menos digna que las de estos escritores; sin embargo, los enunciados de esta tierna mente responderán a una limitada cantidad de incertidumbres de cualquier índole, sean filosóficas, sociales, literarias, o psicológicas.
La crítica se perpetua en la deformidad de los pensamientos, o las malformaciones de palabras con relación a las prácticas de lo humano, el punto de la crítica no es que encuentra deformidades en una obra gracias su ejercicio intelectual; el ejercicio intelectual de la crítica consiste entonces en crear categorías que son deformidades inevitablemente visibles en las obras humanas.
La cuestión es que la crítica se declara capaz de entender los clásicos, de entender la literatura, por ende, de realizar las funciones de la literatura; no tenemos entonces motivo para seguir escribiendo literatura; solo debemos conservar la melodía de la crítica; debemos crear máquinas y sistemas que comprendan la literatura. Pero la crítica ya lo ha hecho; la otra cuestión es, o la tradición de la crítica ha fallado para explicar la literatura, o en la humanidad no hay elementos para entender algo como la literatura. El problema es que si existe algo verdaderamente literario como lo define la crítica, no lo encontramos en la misma critica; el problema aun mayor es que tampoco encontramos lo literario en la literatura.
Se cuestionará el lector el motivo de hablar de la crítica al hablar de los clásicos; tan pronto tenemos un vago conocimiento de las varias formas en la historia de la literatura, sentimos que nuestros inexpertos dedos pueden tocar el preludio de una variedad aún más elevada, y sentimos que esta lira se ha demorado en nuestro espíritu en un silencio pausado con la noción que nunca más volverá a sonar. Una vez nuestro espíritu se siente abandonado en la sensibilidad de los clásicos, acudimos a la razón y creamos un deleite basado en la razón; es decir, un humanismo.
El casi invisible teatro de la historia humana, no es apreciado por el voluminoso podio del escepticismo moral y la ansiedad intelectual; no es un mero hecho el poseer clásicos, sino un derecho casi trivial y un derecho casi inservible; tenemos clásicos para aliviar el peso de ser modernos con los signos de un corazón rural; a través de los clásicos tenemos brazos rocosos para reconstruir un coliseo de sensibilidades universales. En la cátedra de los clásicos no se dicta qué es la gloria y qué es la belleza; se dicta con estrépito obras domésticas del espíritu humano que están contenidas en la subordinación de nombres, objetos y paisajes; un clásico no hereda su esplendor porque su luz es solo un consenso efímero en las sombras de las doctrinas; un clásico depara al ser humano una secreta confidencia, y un irresponsable amortiguamiento de los inertes hechos de sus días, con las más antañas y anónimas inteligencias. Un clásico es un heraldo angustioso con la bella facultad de probar que los senderos más lejanos del ser no yacen en la voluptuosidad del pasado, en la glotonería del porvenir, en los sinuosos valles de las posturas, en el turbio aire de las morales, o las vanas operaciones de la estética, sino en el primitivismo de nuestras pasiones diarias.
La historia de la literatura es tan copiosa y rica para justificar que todavía hay buena literatura en eras con peores gustos como esta, y alegar que aun en la literatura Isabelina hubo mala literatura. En realidad he alargado las impresiones sobre un tema que exige una sola impresión: las palabras que expresan las ideas cambian sus formas; cambian en su realidad verbal; esta realidad verbal a veces es llamada fenomenología, a veces critica de la razón pura y a veces estructuralismo; sin embargo las ideas no cambian de forma tan fácil; si prestamos atención, admito que existe una realidad verbal y una ideal; admisible o no, para hablar de los clásicos nos centremos en el artificio de una la realidad ideal.
Antes de caer en pormenores verbales de mi idea de una crítica, tomaré la idea de Kipling para concluir sobre los clásicos. El valor de la literatura está ante todo en las ideas; ciertamente posee un precioso valor verbal; supongamos que la solidez de nuestra vida doméstica se alimenta más por el agua de las ideas, que por el aire de las palabras.
Parece que mis intenciones en explicar los clásicos y su relación con la moral a través de la crítica no están limitados por una incompetencia intelectual; están limitados por una importante cantidad de ideas que no solo han sido toleradas, sino empleadas como argumentos en diversos momentos por distintos grupos; no dudo que las más extrañas sugerencias de la New Criticism están en páginas habituales en la estética de la recepción; parece que la riqueza literaria culmina en el pobre ejercicio en el que cualquier postura sobre la literatura es válida e invalida dependiendo del orden de las ideas; de esto se le culpa y agradece al positivismo; si juzgáramos el mérito del positivismo contemplándolo como un objeto que logró enormes refinamientos de abstracciones para la humanidad, su mismo es comprable al del arrianismo, el totalitarismo e incluso la psicologia moderna; en este caso entendemos por riqueza literaria una amable acumulación de nombres y acciones, guardada por la fría memoria del papel; y de alguna manera esta fría memoria mantiene hirviendo nuestra memoria corporal, si es que las podemos llamar así. ¿Y los clásicos? Digo que en cualquier página de la historia literaria y filosófica encontramos herramientas para apreciar un verso de Milton, como para aprender inculcarnos tolerancia; encontramos en general una domesticación de nuestros más brutales impulsos; en el frágil y perfecto diseño de la telaraña de los conceptos tenemos respuestas válidas sobre la relación del arte, la belleza y la crítica; ¿pero por qué tenemos que definir el conocimiento, la memoria, y la belleza, para entender el conocimiento, la memoria y la belleza?
La estética nos da respuestas satisfactorias; el idealismo tiene sus ideas; el realismo tiene sus direcciones; pero no son prácticas, son casi inaccesibles; me atrevería a decir que son fundamentales para el mundo de las afirmaciones y las negaciones; pero no para el mundo corporal, inmediato, de la vida doméstica. La humanidad desea respuestas de su condición a través del medio más fácil; cualquiera que sea; arte, religión, ciencia; no sé si la humanidad está consciente su búsqueda es parte de una domesticación de sus impulsos salvajes; pero sé que está búsqueda mediante lo fácil es un medio para llenar nuestra hambruna salvaje sobre las cosas del mundo. Mi tesis es que las certidumbres históricas, perpetuadas en imágenes, nombres o máximas, podrán o no ser en esencia las mismas bajo distintas apariencias, pero son concretas; mi idea de una crítica moldeada en las olas en la dignidad de las percepciones y la moral, vindica los clásicos, porque estos son la inagotables y efímeras fuentes de realidades concretas. El problema de una crítica de esta índole es que piensa contra las ideas, es decir, contra las personas; y es más difícil pensar contra las personas que contra los libros. Cometer errores en la realidad verbal es inapreciable; cometer errores en la realidad corporal implica privar de una vida digna a loa hijos; la claridad es un lujo por el que pueden optar los intelectuales; la mayoría de los trabajadores están obligados a la brevedad y a la claridad. Sugiero que pensar como un intelectual es por mucho más fácil que pensar como una madre o como un padre.
Nos obliguemos a recordar, ya que resulta impráctico evocarlo por gusto, que la vigencia de los experimentos narrativos es la misma que poseen los cómicos jacobinos; algunos escribiendo bajo el yugo de una esposa insoportable, otros bajo penurias económicas, y otros bajo la indecente persecución de la fama; todos fueron movidos por una convicción, en algunos más firme que en otros, de transmitir una idea sobre la humanidad a la humanidad; ideas que enclavan a la humanidad en problemas insoportables, pero también ofrecen soluciones decentes para evitar o salir de tales problemas. En este sentido la vigencia de Voltaire y Kipling es la misma que la de Faulkner y Joyce. Pero que las ideas de los primeros sean más valuables que las de los segundos ya es otro tema. Me permitiré concluir de manera abusiva mediante el pasaje final de Kipling; si prestamos atención las ideas de Swinburne, Arnold, Chesterton, Saint-Beauve, existen en estas oraciones, y supongo que es un pasaje del cual no es autor Kipling, sino por nosotros los lectores: “la vida es demasiado corta para buscar el registro individual de cada acción; pero además de la ayuda que posiblemente adquirimos en nuestro entrenamiento ordinario, la relación con las mejoras y nuestra muy limitada experiencia, podemos recoger de la literatura algunas ideas generales y fundamentales sobre cómo ha sido jugado el gran juego de la vida por los mejores jugadores..”