Carlos Álvarez
Amado Alonso observó con mucha precisión que más se le debe a un poeta perdón por no alterar las certezas del sentido, que honor a un novelista por tratar algo entrañable como imposible. Declaro que no tengo el interés de entender la sentencia. No he hallado el motivo necesario para creer que sea cierto que confiar en los errores de los sabios sea de mucho más valor que ser apacible con las irregularidades de los tontos; es sabido que un poeta es capaz de elaborar hermosos versos a pesar de adolecer de lo que la civilidad actualmente entiende por erudición e incluso estando influenciado por los efectos de la lasitud y la languidez; por más insoportable que nos resulte estar casi en la obligación de entender la debilidad anímica que haya motivado a un poeta a escribir el más frío y feo de los versos jamás escritos, en el caso de un prosista, existe cierta noción de que por más enorme que sea el deleite y la veneración que pudiéramos obtener de una novela, un tratado o una crónica, su imposibilidad para ser breve siempre estará emparentada siempre con la monotonía que el género humano posee para desear las respuestas más inmediatas para sus desgracias. Johnson dijo en su “Preface on Shakespeare” que no hay narración que no sea afectada por la pompa que tiene lugar en la dicción desproporcionada, y mediante circunloquios cualquier hecho siempre puede parecer irreal, monótono o intrascendente.
No podemos juzgar con la misma vara los sermones de John Donne que las novelas de Tackeray; difícilmente podríamos recordar uno de los muchos dignos pasajes de las novelas de Collins, mientras una sola lectura de algún poema de Done podría ponernos en estado de compadecimiento de nuestro destino. No creo que la devoción que exista hacia la poesía se deba a cierta porción inevitable de idolatría que hay en nuestro entendimiento; sí creo que la falta de consideración por la prosa responde a esta misma vanidad. Escasamente nos vemos turbados por una máxima cuando es pronunciada por el más miserable de los personajes en un estado bien delineado por las reglas clásicas del arte, tanto como es imposible no prestar atención al caudal de sentidos que recibimos cuando contemplamos un solo aforismo. Meredith escribió en una de sus muy dilatadas novelas que la mujer es lo último que el hombre podrá conquistar; Blake dijo más o menos que los errores pueden traducirse a una mejora del disfrute sensual cuando se emparenten con la idea del bien y del mal. No tengo el privilegio de desea saber de lo que Blake habla, ni la incomodidad por desear que todo el mundo oyera lo que Mredith ha dicho.
Abraham Ben Ezra ha escrito grandísimos y hermosos comentarios de los libros sapienciales; poco o nada es la piedad que su inteligencia tuvo para comentar con el mismo empeña las prosas de los profetas. Nuestro entendimiento siempre ha sido más enriquecido por la experiencia; los preceptos en los que nuestra memoria deposita toda su confianza para obtener un estado de ánimo beneficioso siempre son los más simples o fáciles de recordar. Que la simplicidad exceda con crecés a la complejidad es otro tema.
Que no hay peor ambición que el deseo de entenderlo todo, puede reflejarse en esta nimia diferencia por la que adoramos más los versos y olvidamos con más orgullo las prosas; podríamos, como Montaige, atribuirlo todo a la vanidad de las palabras; no podría dar por hecho que enmascarar las apariencias es mucho peor que el ornamento de un discurso; ambas industrias pueden ser aborrecidas con la misma intensidad a pesar de diferir en sus motivos. No hay diligencia en la historia de la sabiduría humana que pueda impedir que por igual, poesía y prosa dejen de tener lugar en el seno de la necesidadeshumanas; mientras existan leyes que vindicar, preceptos que estipular y corrupciones que aniquilar todo lenguaje hará el empleo más digno que las herramientas que la naturaleza elabore y las circunstancias exijan.